Read Sortilegio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (86 page)

BOOK: Sortilegio
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En cuanto el camarero se hubo retirado, Nimrod se quitó las gafas de sol. Sus ojos, cuyo color de oro no había perdido brillo, se posaron ahora en Suzanna buscando alguna brizna de esperanza.

—¿Te acuerdas mucho de ese lugar? —le preguntó Suzanna.

—¿De la Fuga? Naturalmente.

—Yo también. O por lo menos creo que me acuerdo. Así que puede que no la hayamos perdido.

Nimrod movió la cabeza de un lado a otro.

—No seas sentimental —le reprendió—. Los recuerdos no son suficiente.

Era inútil discutir pequeñeces como aquélla: él le estaba diciendo que se encontraba lleno de dolor; no quería tópicos ni metafísica.

Suzanna estuvo dándole vueltas en la cabeza al problema de si debía decirle o no lo que sabía: que tenía motivos para pensar que no todo se había perdido; que la Fuga podía volver a
ser realidad
, algún día. Era, y eso lo comprendía, una flaca esperanza; pero Nimrod necesitaba un motivo para vivir, aunque fuera tenue.

—No ha terminado todo —le confesó Suzanna.

—Sigue soñando si quieres —repuso él—. Pero ya se acabó todo.

—Te digo que la Fuga no ha desaparecido.

Nimrod levantó la mirada del cigarrillo.

—¿Qué quieres decir?

—En el Torbellino... yo usé el Telar.

—¿Usaste
el Telar? ¿Qué dices?

—O
él
me usó a

.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Para evitar que todo se perdiera.

Nimrod estaba ahora inclinado sobre la mesa.

—No comprendo —confesó.

—Yo tampoco lo entiendo del todo —repuso Suzanna—. Pero sucedió algo. Una fuerza... —Dejó escapar un suspiro. No disponía de palabras para describir aquellos momentos. Una parte de ella ni siquiera estaba segura de que aquello hubiera sucedido realmente. Pero había una cosa de la que sí estaba segura—: No creo en la derrota, Nimrod. No me importa lo que sea ese Azote de la mierda. No voy a tumbarme en el suelo a morirme por culpa suya.

—Tú no tienes por qué hacerlo —le dijo él—. Eres un Cuco. Puedes caminar en la otra dirección.

—Deberías conocerme mejor —le indicó la muchacha con voz tajante—. La Fuga pertenece a todo aquel que esté dispuesto a morir por ella. A mí... a Cal...

Nimrod pareció escarmentado.

—Lo sé —dijo—. Perdona.

—No eres tú el único que necesita la Fuga, Nimrod. Somos todos. —Suzanna echó una rápida mirada a la ventana. Entre las persianas de bambú pudo ver que ahora la nieve caía con renovada vehemencia—. Nunca he creído en el Edén —le confesó suavemente—. No de la manera como lo cuenta la Biblia. Lo del pecado original y toda esa basura. Pero puede que la historia en cierto modo se parezca un poco.

—¿Un poco?

—En la forma en que sucedieron las cosas realmente. Un lugar de milagros donde surgió la magia. Y el Azote acabó por creerse la historia del Edén porque era una versión corrompida de la verdad.

—¿Y eso importa algo? —le preguntó Nimrod lanzando un suspiro—. Ya sea el Azote un Ángel o no lo sea, venga del Edén o no, ¿qué más da? El caso es que
se cree
que es Uriel. Y eso significa que acabará destruyéndonos. —Aquel argumento era irrebatible. Cuando el mundo se acercaba a su final, ¿qué importancia tenían los nombres?—. Creo que deberíamos estar juntos —le dijo a Suzanna tras una pausa— en lugar de desperdigados por todo el país. A lo mejor podemos reunir algo si estamos todos en el mismo lugar.

—Eso me parece razonable.

—¡Mejor que el Azote nos vaya liquidando!

—Pero, ¿dónde?

—Había un lugar... —comenzó Nimrod— adonde él nunca pudo llegar. Lo recuerdo de manera muy vaga. Apolline se acordará mejor que yo.

—¿Qué clase de lugar?

—Una colina, creo que era —le indicó Nimrod sin parpadear y con la mirada fija en el mantel de papel que había entre ellos—. Una especie de colina.

—Pues iremos allí, ¿te parece?

—Es un lugar tan bueno para morir como cualquier otro.

II. POLVO Y CENIZAS

Hacía mucho tiempo que los santos de la fachada de la iglesia de santa Philomena y san Callixtus habían perdido los rostros a causa de la erosión de la lluvia. No tenían ojos para ver a los visitantes que se presentaron a la puerta de la iglesia a primeras horas de la noche del veintiuno de diciembre; ni tenían oídos para oír el debate que tuvo lugar en la escalinata de la entrada. Aunque hubieran podido oír y ver —aunque se hubieran bajado de los pedestales y hubiesen salido a advertir a Inglaterra toda que tenía un Ángel en su seno—, nadie habría hecho caso de la voz de alarma. Inglaterra no tenía necesidad de santos aquella noche, ni ninguna otra noche; ya tenía bastantes mártires.

Hobart se encontraba de pie en el umbral; la luz del Azote se le transparentaba a través de la carne de la garganta y le salía en forma de dardos por las comisuras de la boca. Tenía cogido a Shadwell por un brazo y no lo dejaba apartarse de la nieve.

—Esto es una
iglesia... —
comentó; pero no con la voz de Uriel, sino con la suya. Algunas veces el Ángel parecía concederle el derecho de autogobierno durante un rato, pero sólo para apretarle más la cuerda si su anfitrión trataba de ponerse rebelde.

—Sí, es una iglesia —convino Shadwell—. Y estamos aquí para destruirla.

Hobart meneó la cabeza.

—No —dijo—. No haré tal cosa.

Shadwell estaba demasiado cansado para ponerse a discutir. Aquélla no era la primera visita del día. Desde que se marcharan de la calle Chariot el Ángel los había estado conduciendo a diferentes lugares por todo el país, lugares que recordaba habían servido de refugio para los Videntes durante el último holocausto. Pero todos aquellos viajes habían sido en balde; los lugares —cuando estaban reconocibles— se hallaban desprovistos de magia y de magos. El tiempo había ido empeorando por momentos. Ahora la nieve cubría el país de punta a punta como un manto, y Shadwell se encontraba ya cansado tanto de las idas y venidas como del río. También había entrado en un estado de ansiedad debido al desengaño en que había acabado cada una de aquellas persecuciones; él se había puesto ansioso y Uriel impaciente, y a Shadwell el control sobre aquel ser empezaba a escapársele de las manos. Por ese motivo había llevado al Ángel a aquel lugar donde sabía que había magia, o al menos que quedaba algo de ella. Allí era donde Immacolata había hecho tomar forma al Rastrillo; un lugar en parte sepulcro y en parte útero materno. Allí el ansia de destrucción de Uriel se saciaría, por lo menos por aquella noche.

—Tenemos trabajo que hacer ahí dentro —le dijo Shadwell al anfitrión de Uriel—. El trabajo del Azote.

Pero Hobart seguía negándose a traspasar el umbral.

—No podemos destruirla... —le decía—. Es la casa de Dios.

No dejaba de tener cierta ironía el hecho de que él, Shadwell —educado en la fe católica—, y Uriel, el fuego de Dios, estuvieran dispuestos a demoler aquel penoso templo; y sin embargo Hobart —cuya única religión había sido la Ley— se negara a ello. Aquél era el hombre que había guardado junto a su corazón no la Biblia, sino un libro de cuentos de hadas. Entonces, ¿a qué venían ahora aquellos escrúpulos? ¿Presentiría que la muerte estaba cercana y que era el momento de arrepentirse de su condición de ateo? Si así era, Shadwell no se sentía conmovido por ello.

—Tú eres el Dragón, Hobart —le dijo—. Puedes hacer lo que te venga en gana. —El hombre movió la cabeza de un lado al otro, y ante aquella negativa la luz de la garganta Cobró un nuevo brillo—. Tú querías fuego, ¿no es así? Pues ya lo tienes —concluyó Shadwell.

—No
lo quiero —repuso Hobart atragantándose con las palabras—. Lleva... te... lo...

Las últimas sílabas salieron forzadas entre los dientes, que habían empezado a castañetear. También le salía humo de la boca, humo procedente del vientre. Y después del humo, salió la voz de Uriel.

—Basta de discusiones —
exigió.

Aunque parecía haber tomado de nuevo las riendas del cuerpo de Hobart, éste seguía luchando por conservar el control sobre sí mismo. El enfrentamiento lo hacía temblar violentamente, exhibición aquella que Shadwell tenía la certeza llamaría desfavorablemente la atención si no se quitaban pronto de la vista del público.

—Ahí dentro hay Videntes —le indicó—. Tus enemigos.

Tanto Uriel como Hobart desoyeron aquel intento de convencerles. O bien al Ángel se le estaba escapando de las manos el recipiente que lo contenía, o Hobart había desarrollado nuevos poderes de resistencia, porque se notaba que Uriel estaba luchando duro para recupera» la posesión total. Bien fuera el uno o el otro, el caso es que uno de los dos empezó a aporrear el puño del cuerpo que tenían en común contra el pórtico, quizá con el fin de distraer al oponente. La carne, apresada entre el hombre y el Ángel, reventó y comenzó a sangrar.

Shadwell trató de esquivar las salpicaduras, pero el inspector lo tenía agarrado con más fuerza incluso que antes, y lo mantenía muy cerca de sí. La asolada cabeza se volvió en dirección a Shadwell. Y de entre la humeante caverna situada entre los dientes emergió la voz de Hobart, a duras penas descifrable.

—Saca... me... lo... de dentro —suplicó.

—No puedo hacer nada —le indicó Shadwell limpiándose con la mano que le quedaba libre una mota de sangre del labio superior—. Es demasiado tarde.

—Él ya lo sabe —
fue la respuesta. Esta vez no era la voz de Hobart, sino la de Uriel—.
Ahora ya se ha convertido en el Dragón para siempre. —
Hobart había empezado a sollozar, y los mocos y las lágrimas se le evaporaban al hervir en cuanto llegaban al horno en que se le había transformado la boca—.
No tengas miedo —
le dijo Uriel en un tono que parodiaba a Shadwell cuando se ponía suave—.
¿Me oyes, Hobart?

La cabeza asintió con un gesto flojo, como si los músculos del cuello que la sostenían estuvieran cortados a medias.

—¿Entramos? —inquirió Shadwell.

De nuevo, aquel gesto de asentimiento dislocado. El cuerpo ya no sufría convulsiones; el rostro estaba inexpresivo. Como prueba final del triunfo del Ángel, Hobart dejó caer la mano con la que sujetaba a Shadwell; luego dio media vuelta y entró en la iglesia delante del Vendedor.

La iglesia estaba desierta, las velas frías, el olor del incienso agriándose en el aire.

—Aquí hay encantamientos —
dijo Uriel.

—Pues claro que los hay —aseveró Shadwell siguiendo a la criatura por el pasillo hasta la barandilla de la cancela. Esperaba que el crucifijo que estaba situado por encima del altar provocase algún tipo de reacción en el Ángel, pero Uriel pasó por delante sin ni siquiera dirigirle una breve mirada y cruzó en dirección a la puerta del baptisterio. Puso sobre la madera la mano rota de Hobart. Los tablones comenzaron a arder sin llama y la puerta se abrió. De igual manera procedió con la segunda puerta. Con Uriel-dentro-de-Hobart abriendo la marcha descendieron a la cripta.

No estaban solos allí; había una luz encendida al final del pasadizo por el que Immacolata había acudido al encuentro de Shadwell: del Sepulcro, seguramente. Sin pronunciar palabra, Uriel echó a andar por el pasillo, con algunas tiras de su ser oculto flotando desde el torso de Hobart y rozando los ataúdes que había en las paredes; parecía recrearse en la quietud de los mismos, en su silencio. Fue a medio camino entre las escaleras y el Sepulcro cuando un sacerdote salió de un pasadizo que intersectaba al primero y les bloqueó el paso. Tenía la cara pálida, como si estuviese empolvada, un tiznón de polvo azul —alguna señal de penitencia— pintarrajeado en el centro de la frente.

—¿Quiénes son ustedes? —exigió saber.

—Apártese —le dijo Shadwell.

—Son ustedes unos intrusos —repuso el hombre—. ¡Fuera de aquí!

Uriel se había detenido a un metro o dos del lugar donde se encontraba el sacerdote, y ahora extendió una mano y agarró bruscamente el reborde de uno de los ataúdes mientras con la otra cogía el cabello de Hobart y arrastraba el rostro de éste hacia la pared como si quisiera abrirse su propio cráneo a golpes. Aquello no era obra del Ángel, Shadwell se dio se dio cuenta en seguida, sino de Hobart. Valiéndose de la distracción que había supuesto la aparición del sacerdote, intentaba de nuevo obtener el control de su cuerpo. Pero el cuerpo atacado inmediatamente pareció volverse epiléptico, pues de la garganta le salió un rugido ahogado que quizá tuviera la intención de advertir al sacerdote del peligro que corría. Si era así, no logró hacerse entender. Aquel hombre no se movió de donde estaba, y Uriel retorció otra vez la cabeza de Hobart en dirección al sacerdote haciendo que los huesos rechinaran de modo audible contra el cartílago. Transcurrieron unos momentos; sacerdote y Ángel cara a cara. Luego la llama de Uriel empezó a salir en erupción de la boca de Hobart.

El efecto, en el reducido espacio del pasadizo, fue más impresionante que nada de lo que Shadwell hubiera podido presenciar en la calle Rue. La onda de choque lo arrojó hacia atrás, pero él era demasiado curioso como para dejar que le privaran de aquel espectáculo, de modo que se incorporó para tener ocasión de contemplar como los teoremas letales de Uriel actuaban sobre la víctima. El cuerpo del sacerdote fue levantado hasta el techo y quedó prendido allí hasta que las llamas acabaron de devorarle.

Todo acabó en cuestión de segundos. Shadwell miró, con los ojos entornados, a través del humo para
ver
cómo Uriel avanzaba hacia el Sepulcro mientras Hobart soltaba un sollozante alarido de horror ante lo que había ocurrido. Shadwell lo siguió, rodeado de motas de finas cenizas que iban cayendo en torno a él. El fuego no sólo había alcanzado al sacerdote, sino que estaba carcomiendo el mismísimo ladrillo del pasadizo y consumiendo los ataúdes que había en los nichos. El plomo de que estaban forrados goteaba por los bordes, y los cadáveres se fundían junto con el plomo mientras las mortajas ardían alrededor de aquellos huesos ilustres.

Al aproximarse a la puerta del Sepulcro los pies de Shadwell aminoraron el paso. Aquéllos habían sido los dominios de Immacolata. Allí la hechicera había sido todopoderosa, adorada por hombres acobardados cuya obediencia a Cristo y a su Madre no era en realidad más que impostura; hombres que la habían tomado por una diosa. El, por su parte, nunca se lo había creído. Y entonces, ¿por qué le invadía de pronto aquel temor? ¿Sería el temor de un sacrilegio?

BOOK: Sortilegio
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Butterfly Plague by Timothy Findley
Suspicious River by Laura Kasischke
Fatal Storm by Rob Mundle
Dragon Hunted by JB McDonald
Twice Told Tales by Daniel Stern
Sweet Unrest by Maxwell, Lisa
Chaos Bound by Turner, Rebekah
The Ivy: Secrets by Kunze, Lauren, Onur, Rina