Read Sortilegio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (65 page)

BOOK: Sortilegio
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué ves desde ahí arriba? —le preguntó ella.

—Un montón de ruinas. Y de vez en cuando vislumbro también a las diferentes facciones. —Se llevó los binoculares a los ojos y recorrió con ellos el terreno, deteniéndose aquí y allá al captar algún detalle interesante—. Durante la última hora un batallón ha salido de Nadaparecido —le indicó el hombre— con muy mal aspecto. Hay rebeldes allí, hacia los Escalones, y otra banda en dirección Nordeste. El Profeta salió del Firmamento hace poco rato (no puedo precisar exactamente cuánto, por que me han robado el reloj), y hay varias escuadras de esos evangelistas suyos que le preceden para despejar el camino.

—¿El camino hacia dónde?

—Hacia el Torbellino, naturalmente.

—¿El
Torbellino
?

—Supongo que ése ha sido el objetivo del Profeta desde el principio.

—No se trata de un Profeta —le informó Suzanna—. Se llama Shadwell.

—¿Shadwell?

—Venga, escribe eso. Es un Cuco, y es vendedor.

—¿Lo sabes a ciencia cierta? —quiso saber el hombre—. Cuéntamelo todo.

—No tengo tiempo —repuso Suzanna, con gran irritación por parte del otro—. Tengo que llegar hasta él.

—Oh. Así que es amigo tuyo.

—Ni mucho menos —dijo Suzanna dejando vagar los ojos hacia los cuerpos del estanque.

—Nunca conseguirás acercarte siquiera a su garganta, si es eso lo que esperas —le comentó el hombre—. Está bajo custodia día y noche.

—Ya encontraré una manera —le dijo Suzanna—. Tú no sabes de lo que es capaz.

—Si es un Cuco e intenta entrar en el Torbellino, ése será el fin de todos nosotros, eso sí que lo sé. Aun así, eso me proporcionará un capítulo final, ¿eh?

—¿Y quién quedará para leerlo?

2

Suzanna dejó a aquel hombre allí, en lo alto del pilar, como un penitente solitario, meditando sobre tal observación. Los pensamientos de la muchacha se fueron haciendo más siniestros después de aquella conversación. A pesar de la presencia del menstruum en su organismo, sabía muy poco de cómo funcionaban las fuerzas que habían creado el Mundo Entretejido, pero no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que la violación por parte del Shadwell de la entrada del mágico terreno del Torbellino tendría como resultado un cataclismo. El Profeta representaba todo lo que aquella enrarecida región y sus creadores despreciaban: era la corrupción en persona. Quizá el Torbellino se destruyera a sí mismo antes que permitir que Shadwell accediera a sus secretos. Y si el Torbellino dejaba de existir, ¿acaso la Fuga —cuya unidad estaba preservada por el poder que allí se encerraba— no quedaría perdida en el vórtice? Eso, temió Suzanna, era lo que el testigo había querido decir con aquellas declaraciones suyas. Si Shadwell entraba en el Torbellino, el Mundo Entretejido se acabaría.

Suzanna no había encontrado la menor señal de animales o aves desde que abandonase las cercanías del estanque. Los árboles y arbustos estaban desiertos; la maleza permanecía en silencio. Convocó al menstruum hasta que notó que éste la rebosaba, dispuesto a ser utilizado en defensa de Suzanna si se presentaba la ocasión. Pero ahora no quedaba tiempo para miramientos; mataría a cualquiera que tratara de impedirle llegar hasta Shadwell.

Un ruido procedente de detrás de una tapia semiderruida le llamó la atención. Se quedó quieta y desafío al observador a que se diera a conocer. Pero no obtuvo respuesta alguna.

—No lo preguntaré otra vez —dijo la muchacha—.
¿Quién está ahí?

Tras aquellas palabras cayeron algunos fragmentos de ladrillo y un niño de unos cuatro o cinco años, desnudo excepto por unos calcetines y el polvo que le cubría todo el cuerpo, se puso en pie y trepó por encima de los escombros en dirección a Suzanna.

—Oh, Dios mío —exclamó ésta con el corazón afectado al ver a aquel niño. En el instante en que descuidó la defensa, comenzaron a producirse movimientos a derecha e izquierda de Suzanna, y poco después se vio rodeada por una desigual selección de hombres armados.

La expresión desamparada del niño desapareció en cuanto uno de los soldados lo llamó a su lado. El hombre le pasó una mano mugrienta al niño por el pelo y le dirigió una siniestra sonrisa de aprobación.

—Identifícate —le exigió alguien.

Suzanna no tenía idea de a qué bando pertenecían aquellos hombres. Si formaban parte del Ejército de Shadwell, confesar su nombre sería una sentencia de muerte instantánea. Pero, desesperadas como estaban las cosas, no podía permitirse desencadenar el menstruum contra hombres —y un niño— cuya afiliación ni siquiera conocía.

—Disparadle —les pidió el niño—. Está de parte de ellos.

—No os atreváis a hacerlo —dijo una voz procedente de la parte de atrás—. Yo sé quién es.

Suzanna se dio la vuelta al mismo tiempo que su salvador pronunciaba su nombre; y allí estaba —nada menos— Nimrod. La última vez que se habían visto, él era uno de los conversos de la impía cruzada de Shadwell: todo era hablar de gloriosos mañanas. El tiempo y las circunstancias lo habían hecho humilde. Era la propia imagen de la desgracia, con la ropa hecha jirones y el rostro lleno de dolor.

—No me culpes —le indicó antes de que la muchacha pudiera hablar.

—No lo hago —dijo Suzanna. En algunas ocasiones había llegado a maldecirlo, pero ya se habían convertido en historia—. De verdad que no.

—Ayúdame —dijo Nimrod de pronto acercándose a ella. Suzanna lo abrazó. Nimrod ocultó las lágrimas en aquel abrazo, hasta que los demás dejaron de observar aquel reencuentro y volvieron a sus escondrijos.

Sólo entonces él le preguntó:

—¿Has visto a Jerichau?

—Está muerto —le respondió Suzanna—. Las hermanas lo mataron.

Nimrod se apartó de la muchacha y se cubrió la cara con las manos.

—No fue culpa tuya —le dijo ella.

—Lo sabía... —se quejaba Nimrod en voz baja—. En cuanto las cosas empezaron a ponerse feas. Sabía que algo terrible había pasado.

—No se te puede culpar por no ver la verdad. Shadwell es un actor brillante. Y estaba vendiendo precisamente lo que la gente quería oír.

—Espera —la interrumpió Nimrod, mirándola—. ¿Me estás diciendo que Shadwell es el Profeta?

—Eso mismo.

Nimrod sacudió ligeramente la cabeza.

—Un Cuco —comentó en un tono teñido de cierta incredulidad—. Un Cuco.

—Eso no significa que no sea poderoso —le previno Suzanna—. Tiene sus propios encantamientos.

—Tienes que venir conmigo al campamento —le pidió Nimrod con nueva impaciencia—. Habla con nuestro comandante antes de que salgamos para el Torbellino.

—Démonos prisa —dijo Suzanna.

Nimrod ya se iba, guiándola hacia el terreno más rocoso que ocultaba a los rebeldes.

—Sólo quedamos vivos Apolline y yo —le dijo a Suzanna por el camino— de los primeros en despertar. El resto ya no está. Mi Lilia. Luego Freddy Cammell. Y ahora Jerichau.

—¿Dónde está Apolline?

—Se adentró en el Reino, es lo último que oí decir. ¿Y Cal? ¿Está contigo?

—Íbamos a reunimos en el Firmamento. Pero Shadwell ya ha salido hacia el Torbellino.

—Que es todo lo lejos que podrá llegar —le indicó Nimrod—. Sean cuales sean los encantamientos que ha robado, no es más que un hombre. Y los hombres sangran.

«Eso nos pasa a todos», pensó Suzanna; pero dejó el pensamiento sin expresar.

XII. DE UN SOLO GOLPE
1

Las valientes palabras de Nimrod quedaron bastante disminuidas por lo que Suzanna se encontró en el campamento. Parecía más un hospital que un establecimiento militar. Algo más que tres cuartas partes de los aproximadamente cincuenta soldados, entre hombres y mujeres, que se habían congregado al abrigo de las rocas, habían sufrido una herida u otra. Algunos eran aún capaces de combatir, pero muchos se encontraban de forma muy clara a las puertas de la muerte, atendidos con suaves palabras en sus últimos minutos.

En una esquina del campamento, fuera de la vista de los agonizantes, una docena de cuerpos yacían bajo improvisadas mortajas. En otra estaban clasificando un alijo de armamento capturado al enemigo. Era una exhibición escalofriante: ametralladoras, lanzallamas, granadas. Aquello probaba que los seguidores de Shadwell habían Venido dispuestos a destruir todo el país si se resistía a la liberación. Contra horrores como aquéllos y el entusiasmo con que las armas se empuñaban, los encantamientos más profundos no pasaban de ser una frágil defensa.

Si Nimrod compartía o no las dudas de Suzanna es algo que prefirió no demostrar, pero en cambio habló sin cesar de las victorias de la noche pasada, como para mantener a raya un silencio revelador.

—Hasta cogimos prisioneros —alardeó mientras conducía a Suzanna hasta un foso fangoso entre los cantos rodados donde alrededor de una docena de cautivos estaban sentados, muy bien atados por los tobillos y las muñecas, y custodiados por una muchacha armada con una metralleta. Todo el grupo eran personas de aspecto desamparado. Algunos estaban heridos, pero todos sin excepción se encontraban angustiados; no dejaban de llorar y mascullar para sus adentros, como si las mentiras de Shadwell ya no los cegasen y estuvieran despertando a las iniquidades que habían cometido. Suzanna se compadeció de ellos al ver el autodesprecio que sentían. Demasiado bien conocía ella los poderes de embaucamiento que poseía Shadwell —ella misma, en su momento, también había estado a punto de sucumbir a los mismos—. Aquéllas eran las
víctimas
de Shadwell, no sus aliados; les había vendido una mentira que no habían tenido energía para rehusar. Ahora, desengañados de sus enseñanzas, estaban abandonados para rumiar acerca de la sangre y de la desesperación que habían derramado.

—¿No ha hablado nadie con ellos? —le preguntó Suzanna a Nimrod—. A lo mejor tienen conocimiento de alguna debilidad de Shadwell.

—El comandante lo ha prohibido —le informó Nimrod—. Están enfermos.

—No digas tonterías —repuso Suzanna; y bajó al foso con los prisioneros. Varios de ellos volvieron los turbados rostros hacia la muchacha; uno, al ver una cara que llevaba escrito algún trazo de indulgencia, empezó a llorar en alto.

—No estoy aquí para acusaros —les dijo Suzanna—. Sólo quiero hablar con vosotros.

A su lado un hombre con las facciones cubiertas de sangre le preguntó:

—¿Van a matarnos?

—No —contestó Suzanna—. No, si puedo evitarlo.

—¿Qué ha pasado? —inquirió otro con voz borrosa y algo adormilada—. ¿Ya viene el Profeta? —Alguien trató de hacerle callar, pero el otro siguió divagando—. Tiene que darse prisa, ¿verdad? Tiene que venir pronto para llevarnos a las manos de Capra.

—No va a venir —le dijo Suzanna.

—Eso ya lo sabemos —confesó el prisionero que había hablado primero—. Por lo menos lo sabemos la
mayoría
de nosotros. Nos ha engañado. Nos dijo...

—Ya sé lo que os dijo —le interrumpió Suzanna—. Y sé cómo os engañó. Pero ahora vosotros podéis reparar el daño hecho ayudándome a mí.

—Nunca podrás derrocarle —le dijo el hombre—. El profeta tiene poderes.

—Cierra la boca —le exigió otro prisionero que estaba por allí cerca; apretaba en las manos un rosario con tal tuerza que parecía que fueran a estallarle los nudillos—. No debes decir nada contra él. Lo
oye
todo.

—Pues que lo oiga —
dijo el otro con brusquedad—. Que me mate si ése es su gusto. Me da igual. —Se volvió hacia Suzanna—. Tiene varios demonios con él. Yo los he visto. Les da muertos para comer.

Nimrod, que estaba de pie detrás de Suzanna escuchando aquel testimonio, intervino ahora:

—¿Demonios? —preguntó—. ¿Tú los has visto?

—No —repuso el hombre de la cara pálida.

—Yo
sí —dijo otro.

—Descríbelos... —le exigió Nimrod.

«Seguramente era de los hijos ilegítimos de quienes aquel hombre hablaba —pensó Suzanna—, los hijos ilegítimos que habrían crecido hasta adquirir proporciones monstruosas.» Pero cuando el hombre empezaba a contar lo que sabía, la muchacha se distrajo al ver a un prisionero en el que no se había fijado hasta entonces, uno que estaba agachado en la parte más asquerosa del recinto y que tenía la cara vuelta hacia la roca. Era una mujer, a juzgar por el pelo que le caía hasta media espalda, y no la habían atado como a los demás, sino que la habían dejado sencillamente que sufriera entre la porquería.

Suzanna se abrió paso entre los cautivos en dirección a la mujer. Al acercarse la oyó mascullar, y vio que la mujer tenía los labios apretados contra la piedra, a la que le estaba hablando como si buscase consuelo en ella. Las súplicas se interrumpieron al ver la sombra de Suzanna sobre la roca; entonces se volvió.

Suzanna sólo tardó un segundo en ver a través de la sangre seca y de los excrementos que cubrían aquel rostro, ahora vuelto hacia ella; era Immacolata. En aquella cara mutilada se veía la expresión de un autor de tragedias. Tenía los ojos hinchados a causa de las lágrimas, y ahora un nuevo torrente de llanto los desbordó; el pelo estaba desordenado y lleno de barro. Llevaba los pechos desnudos a la vista de todos, y en cada tendón se notaba un terrible aturdimiento. Nada quedaba de su anterior autoridad. No era más que una loca sentada sobre su propia mierda.

Varios sentimientos contradictorios comenzaron a luchar en el interior de Suzanna. Allí, temblando ante ella, estaba la mujer que había asesinado a Mimi en su propia cama; la que había sido en gran parte artífice de las calamidades que habían caído sobre la Fuga. El poder oculto detrás del trono de Shadwell, la fuente de incontables engaños y sufrimientos; la inspiración del Diablo. Sin embargo, Suzanna no podía sentir ahora hacia Immacolata el mismo odio que sentía hacia Shadwell o hacia Hobart. ¿Sería porque la Hechicera era quien le había proporcionado el acceso al menstruum por primera vez, aunque fuera sin querer? ¿O sería porque ambas eran —como immacolata siempre lo había asegurado— de algún modo
hermanas
? ¿Era posible que, bajo otros cielos,
aquél
hubiera sido su destino? ¿Estar perdida y loca?

—No... no me mires —le pidió Immacolata con voz queda. La expresión de aquellos ojos inyectados de sangre no daba muestras de reconocerla.

—¿Sabes quién eres? —le preguntó Suzanna.

La expresión de la mujer no cambió. Al cabo de unos momentos llegó la respuesta.

—La roca lo sabe —dijo.

BOOK: Sortilegio
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Why Women Have Sex by Cindy M. Meston, David M. Buss
Tulip Season by Bharti Kirchner
Released by Megan Duncan
The Fifth Heart by Dan Simmons
A Tailor-Made Bride by Karen Witemeyer
The Captive Flesh by Cleo Cordell