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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (69 page)

BOOK: Sortilegio
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¿Le estaría diciendo cómo se llamaba? Cuando Suzanna se hubo recobrado de la sorpresa, le dijo que no lo entendía.

Dio la impresión de que la planta frunciera el ceño. Se produjo una caída de pétalos desde su corona de flores. La garganta le latió, y luego regurgitó las sílabas, esta vez algo mejor vocalizadas.

—¿Estoy vivo?

—¿Que si estás vivo? —le preguntó Suzanna que ahora le había comprendido—. Claro. Claro que estás vivo.

—Creí que estaba soñando —dijo el híbrido apartando los ojos y dando por terminado el examen momentáneo a que estaba sometiendo a la muchacha; poco después lo reanudó—. Muerto o soñando. O las dos cosas. Un momento... ladrillos por el aire que me rompieron la cabeza.

—¿La casa de Shearman? —quiso saber ella.

—Ah, tú estabas en la subasta.

El híbrido se echó a reír para sus adentros y aquel humor le hormigueó a Suzanna en las mejillas.

—Yo siempre quise... estar dentro... —continuó él—; dentro...

Y ahora Suzanna comprendió el cómo y el porque de aquello. Aunque era extraño comprender (¿extraño? Era
increíble
) que aquella criatura hubiese formado parte del grupo de Shadwell, eso fue lo que la muchacha sacó en consecuencia. Herido, o quizá muerto en la destrucción de la casa, había quedado de algún modo apresado dentro del Torbellino, el cual había usado el cuerpo destrozado para este floreciente propósito.

Suzanna debía reflejar en la cara la angustia que le producía el estado de aquel hombre, porque los zarcillos la comprendieron y se volvieron inquietos.

—De modo que no estoy soñando —dijo el híbrido.

—No.

—Extraño —fue la respuesta—. Pensé que sí. Es tan parecido al paraíso.

Suzanna no estaba segura de haberlo oído correctamente.

—¿Paraíso? —inquirió.

—Nunca me hubiese atrevido a suponer... que la vida fuera un placer tan grande.

Suzanna sonrió. Los zarcillos se habían calmado.

—Esto es el País de las Maravillas —continuó diciendo el híbrido.

—¿De veras?

—Oh, sí. Estamos cerca de donde comenzó el Tejido, cerca del Templo del Telar. Aquí todo se transforma, todo
evoluciona
. ¿Yo? Yo estaba perdido. Mírame ahora. ¡Cómo estoy!

Al oír aquel alarde la mente de Suzanna volvió a las aventuras que había vivido dentro del libro; cómo, en aquella tierra de nadie situada entre las palabras y el mondo, todo había estado transformándose y evolucionando, y cómo su propia mente, casada en el odio con la de Hobart, había constituido la energía de aquella condición. Ella era la urdimbre y él la trama. Pensamientos procedentes de diferentes cráneos cruzándose y formando un lugar material a partir del conflicto.

Todo formaba parte del mismo procedimiento.

El conocimiento era resbaladizo; Suzanna necesitaba una ecuación con la cual pudiera fijar la lección, por si alguna vez podía utilizarla. Pero había ahora temas más apremiantes que las matemáticas elevadas de la imaginación.

—Tengo que irme —dijo.

—Claro que sí.

—Aquí hay otras personas.

—Ya lo he visto —dijo el híbrido—. Pasaron por encima.

—¿Por encima?

—Hacia el Telar.

3

Hacia el Telar.

Suzanna volvió sobre sus pasos con renovado entusiasmo hasta llegar al rastro. El hecho de ver la existencia del comprador en el Torbellino, aparentemente aceptado incluso bienvenido— por las fuerzas que allí había, le dio esperanzas de que la mera presencia de un intruso no era suficiente para hacer que el Torbellino se volviera del revés. Por lo visto habían sobreestimado la sensibilidad del mismo. Era lo suficientemente fuerte para encargarse, a su inimitable manera, de una fuerza invasora.

Había empezado a picarle la piel y sentía cierto desasosiego en el estómago. Suzanna trató de no pensar demasiado en lo que eso significaba, pero la irritación fue en aumento una vez que se hubo puesto de nuevo a seguir la pista. Ahora el ambiente empezaba a hacerse denso; el mundo que la rodeaba se iba endureciendo. No era la oscuridad de la noche, que invitaba al sueño. Las tinieblas zumbaban llenas de vida. Ella podía saborearla, agria y dulce a un tiempo. Podía verla, muy activa, detrás de sus propios ojos.

Había recorrido solamente un corto trecho cuando algo le pasó corriendo por encima de los pies. Miró hacia bajo y vio un animal, un inverosímil cruce entre ardilla y ciempiés con ojos brillantes e innumerables patas que hacía cabriolas entre las raíces. Tampoco aquella criatura se encontraba sola, según advirtió ahora Suzanna. El bosque estaba habitado. Los animales, tan numerosos
y
extraordinarios como la vida de la planta, salían de entre la maleza, cambiando al mismo tiempo que brincaban y se retorcían, más ambiciosos de aire.

¿Sus orígenes? Las plantas. La flora había engendrado su propia fauna; los capullos florecían dando a luz insectos,
y
a los frutos le salían pieles y escamas. Una planta se abrió y de ella surgieron innumerables mariposas en una parpadeante nube; en un matorral de espinos aleteaban unos pájaros que despertaban a la vida, del tronco de un árbol salían, como savia sensible, serpientes blancas.

El aire era ahora tan denso que se hubiera podido cortar. Nuevos seres se le cruzaban a Suzanna en el camino a cada metro que avanzaba, y luego eran eclipsados por las tinieblas. Algo remotamente parecido a un armadillo pasó anadeando por delante de ella; tres variantes del mono se acercaron y se alejaron; un perro dorado hacía piruetas entre las flores. Y otras cosas por el estilo. Y así sucesivamente.

Ahora no le cabía la menor duda de por qué le picaba la piel. Ésta estaba deseando unirse a aquel juego de cambios, arrojarse de nuevo al crisol y hallar un nuevo diseño. Y aquella idea también seducía en parte la mente de Suzanna. En medio de tan gozosa inventiva parecía una grosería aferrarse a una única anatomía.

En verdad Suzanna habría podido sucumbir a tales tentaciones de la carne de no ser porque delante de ella emergió de entre la niebla un edificio: un edificio sencillo de ladrillo que la muchacha tuvo ocasión de divisar durante unos instantes antes de que el aire volviese a rodearlo. Sencillo como era, aquello sólo podía ser el Templo del Telar.

Un enorme loro se lanzó en picado delante de ella hablando en diferentes lenguas, y luego se alejó rápidamente. Suzanna echó a correr. El perro dorado había decidido ponerse a su lado; la siguió jadeante pisándole los talones.

Después, la onda de choque. Procedía del edificio, una fuerza que convulsionó la membrana viviente del aire y medió la tierra. Suzanna cayó en medio de unas raíces muy extendidas que al instante intentaron asimilarla dándole el mismo diseño que ellas tenían. La muchacha consiguió quitárselas de encima y se puso en pie. O bien el contacto con la tierra, o bien la onda de energía procedentes del Templo, la habían sumido en el paroxismo. Aunque se hallaba de pie y completamente inmóvil, todo su cuerpo parecía estar
bailando
. No había otra palabra para expresar aquello. Todo su ser, desde las pestañas hasta la médula, había captado el ritmo del poder que allí había; la persecución le hizo latir el corazón de un modo diferente; la sangre se le aceleró y luego aminoró la velocidad; la mente se le remontaba para caer luego a plomo una y otra vez.

Pero eso era sólo carne. Su otra anatomía —el sutil cuerpo que el menstruum había acelerado— estaba por encima del control de las fuerzas que allí existían; o bien eso, o estaba ya tan de acuerdo con ellas que se le dejaba funcionar por su cuenta.

Ahora Suzanna ocupó aquel otro cuerpo; le dijo que impidiera que los pies le echaran raíces y que le brotasen alas de la cabeza y echase a volar. El menstruum la tranquilizó. Ella había sido un dragón
y
había vuelto a recuperar su forma, ¿no era así? Pues esto no era diferente.

Pero sus temores le decían a Suzanna que sí lo era. Aquello era cosa de carne
y
hueso;
y
el dragón no estaba más que en su imaginación.

¿Es que aún no has aprendido? Fue la respuesta que obtuvo; no
hay
ninguna diferencia.

Cuando aquella respuesta aún le repiqueteaba en la cabeza, se produjo la segunda onda de choque; y esta vez no fue un
petit mal
, sino un ataque en toda regla. La tierra empezó a rugir debajo de Suzanna. Esta echó a correr en dirección al templo mientras el ruido iba en aumento, pero sólo había avanzado cinco metros como mucho cuando el rugido se convirtió en el fuerte estruendo que produce la piedra al romperse
y
una grieta en forma de zigzag apareció a su derecha; y otra a su izquierda; y luego otra.

El Torbellino se estaba haciendo pedazos.

II. EL TEMPLO
1

Aunque Shadwell le llevase una breve ventaja a Cal, el espeso aire del Torbellino no conseguía ocultarlo. La chaqueta del Vendedor resaltaba como un rayo, y Cal lo siguió lo más de prisa que sus temblorosas piernas quisieron llevarlo. Aunque la lucha con el hijo ilegítimo lo había dejado muy débil, todavía estaba en forma, de modo que mantenía con regularidad la distancia que los separaba. Más de una vez vio que Shadwell echaba fugaces ojeadas hacia atrás con el rostro teñido de ansiedad. Después de tantas persecuciones y cruzadas de bestias y ejércitos, ahora todo quedaba reducido a Shadwell y él corriendo hacia una meta que quedaba más allá de lo que cualquiera de ellos era capaz de expresar. Por fin eran iguales.

O, por lo menos, eso era lo que creía Cal. Sólo cuando por fin tuvieron a la vista el Templo, el Vendedor se dio la vuelta y se quedó quieto en un sitio. O bien él mismo con sus propios dedos, o bien el aire, había ido arrancando el disfraz del rostro. Ya no era el Profeta. Varios fragmentos del engaño le colgaban aún de la barbilla y de la línea en la que nace el cabello, pero él Cal podía reconocer al hombre con el que se había enfrentado por primera vez en aquella habitación embrujada de la calle Rue.

—No avances más, Mooney —le ordenó. Estaba tan falto de aliento que las palabras apenas resultaban audibles, y la luz que emanaba del suelo le hacía parecer enfermo—. No quiero derramar sangre —le dijo a Cal—. Aquí no. Hay fuerzas a nuestro alrededor que no se lo tomarían a bien.

Cal había dejado de correr. Ahora, al escuchar el discurso de Shadwell, notó una convulsión bajo la planta de los pies, y al mirar hacia abajo vio que le empezaban a brotar retoños entre los dedos.

—Da la vuelta, Mooney —insistió Shadwell—. Mi destino no está contigo.

Cal sólo escuchaba a medias lo que le decía el Vendedor. Aquel repentino crecimiento que estaba teniendo lugar entre sus pies lo había intrigado, y ahora contemplaba cómo se extendía por el suelo siguiendo las pisadas que había dejado Shadwell hasta llega al lugar donde éste se encontraba. Aquel sucio tan árido se había puesto de pronto a producir toda suerte de vida vegetal, vida que estaba creciendo a una velocidad increíble. Shadwell también lo había visto, y la voz le sonó bastante queda al decir:

—Creación
. ¿Ves eso, Mooney? Pura Creación.

—No deberíamos estar aquí —le indicó Cal.

La cara de Shadwell mostraba una sonrisa propia de un lunático.

—Tú no tienes sitio aquí —le dijo—. Esto te lo garantizo. Pero yo he estado esperando esto toda mi vida.

Una planta ambiciosa abrió la tierra entre los pies de Cal, y éste se hizo a un lado para dejarla crecer. Shadwell interpretó aquel movimiento como un ataque. Se abrió la chaqueta. Durante unos instantes Cal pensó que el Vendedor iba a intentar el viejo truco de siempre, pero en esta ocasión la solución fue mucho más simple. Sacó una pistola del bolsillo interior y apuntó con ella a Cal.

—Como ya te he dicho, no quiero derramar sangre. De modo que vete, Mooney. Venga.
¡Vete!
Vuélvete por donde has venido o vive Dios que te vuelo los sesos.

Y lo decía totalmente en serio; de eso a Cal no le cabía la menor duda. Levantó las manos a la altura del pecho y entonces contestó:

—Ya te oigo. Me voy.

Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de moverse, ocurrieron tres cosas en rápida sucesión. En primer lugar algo voló por encima de ellos, algo cuyo paso quedó casi oculto por las nubes que se apretaban densas sobre el tejado del Templo. Shadwell miró hacia arriba y Cal, aprovechando aquella oportunidad, corrió hacia él, extendiendo una mano para quitarle la pistola de un golpe.

El tercer acontecimiento fue el disparo.

A Cal le pareció ver que la bala salía del cañón sobre un penacho de humo; la vio surcar el espacio entre la pistola y su cuerpo. Iba muy lenta, como en una pesadilla. Pero él fue aún más lento.

La bala le dio en el hombro y lo arrojó hacia atrás; Cal fue a aterrizar entre unas flores que no existían treinta segundos antes. Vio pequeñas gotas de su propia sangre que se levantaban por encima de su cabeza, como
si
el cielo las reclamase para sí. No tuvo tiempo para asombrarse. Sólo había energía suficiente para ocuparse de un problema a la vez, y tenía que darle prioridad a salvar la vida.

Se llevó una mano a la herida; la bala le había astillado la clavícula. Se puso la palma contra el agujero para detener la hemorragia mientras el dolor se le iba extendiendo
por todo
el cuerpo.

Por encima de él desfilaban las nubes haciendo un ruido semejante al trueno. ¿O aquel clamor que oía sólo estaba dentro de su cabeza? Gimiendo, rodó de costado para ver si podía vislumbrar lo que tramaba Shadwell. El dolor casi había logrado cegarlo, pero se esforzó por enfocar el edificio que se alzaba allí delante.

Shadwell estaba ya entrando en el Templo. No había vigilancia alguna en el umbral del mismo; sólo un arco construido en ladrillo por el cual Shadwell iba desapareciendo. Lenta y trabajosamente, Cal consiguió situarse de rodillas apoyándose en una mano —sin dejar de apretarse el hombro con la otra—, y desde dicha postura se puso en pie y empezó a andar tambaleante hacia la puerta del Templo para impedir que el Vendedor obtuviera la victoria.

2

Lo que Shadwell le había dicho a Mooney era cierto: no tenía ningún deseo de derramar sangre dentro del Torbellino. Los secretos de la Creación y de la Destrucción moraban allí. Por si necesitaba alguna confirmación del hecho, lo había visto brotar debajo de su propios pies: una fecundidad fabulosa que llevaba consigo la promesa de una decadencia heroica. Aquélla era la naturaleza de todo intercambio: cosa ganada, cosa perdida. Él, un vendedor, había aprendido aquella lección cuando no era más que un joven imberbe. Lo que ahora buscaba era alzarse, inviolado, por encima de semejante comercio. Tal era la condición de los dioses. Tenían permanencia y decisión eternas; no podían estropearse en su mejor momento, ni se les podía enseñar prodigios para después arrebatárselos. Eran eternos, inmutables, y allí dentro de aquella fortaleza desnuda él se uniría a dicho panteón.

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