La
Florida
estuvo cosa de dos meses en Gilolo, abasteciéndose, y a su vez proveyó al fortín de balas de cañón y pólvora de las que ya andábamos faltos, y yo a lo mío, dispuesto a ser muy generoso con el de Motrico porque todo lo que le diera me parecía poco con tal de salir de aquel infierno; digo infierno por el afán que teníamos de poder los unos sobre los otros, pero en lo demás, cuando no andábamos en guerra, la vida no podía ser más regalada en aquellas islas tan ubérrimas, y tan bien arreglados como estábamos con los indígenas amigos y también con sus mujeres. Pero ya queda dicho que el Hernando de la Torre había resultado más bravo, aun, que el Carquizano y decía que no habíamos de dar reposo a nuestros enemigos. Al Urdaneta, según se le pasaba la pena de la Canéfora, aunque nunca no se le pasó del todo, se mostraba otra vez tan afanoso como siempre, también muy orgulloso de seguir poblando en nombre de Su Majestad y, pese a la gran amistad que nos unía, no me atreví a decirle de mis intenciones pues tengo por cierto que no lo hubiera consentido por entender que era traición. Así discurría el Urdaneta, Dios lo tenga en su gloria.
El de Motrico, que se llamaba Azpiazu, no cabía en sí de contento con mi amistad, digo con el provecho que iba a sacar de ella, pues tantos meses como llevaba navegando en la
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y no había sacado ningún beneficio de botín; le di una parte de lo convenido, cosa de cinco onzas, y le dije que le daría dos veces más cuando hubiéramos zarpado, y él miraba el oro y no se lo podía creer. Antes no lo viera nunca. Azpiazu, aunque algo codicioso, era muy noble y discurría muy bien cómo y cuándo había de subir a la nao, y cuándo había de mostrarme, y las razones que él daría sobre mi conveniencia de que estuviera allí. También tenía otro vicio, que es propio de la marinería cuando por largo tiempo andan apartados de tierra, y es el de ansiedad por las mujeres, y en esto también le favorecí y él se mostró muy rendido a mi amistad, aunque ahora bien que me arrepiento que lo fuera por tan torpes motivos.
Veces había, durante aquellos dos meses, que sentía tener que abandonar a quienes habían sido como hermanos para mí, pues cuando andas en guerras, un día ayudas a uno para que no le quiten la vida, otro día te ayuda él a ti, y así el trato es como el de los que están unidos por la sangre. Y no digamos con el Urdaneta, que siempre había sido como mi hermano mayor, aunque fuera algo más corto de edad, mas no de sesera. Y lo que todavía le restaba de hacer por mi persona, como se verá. Mas estos sentimientos quedaban orillados cuando soñaba cuál había de ser mi dicha cuando me regresara a Zumaia y me hiciera construir un caserío de cal y canto, el más hermoso que imaginarse cabe, con sus buenos prados y con sus vacas, que es animal que no abunda por las islas, y que yo siempre las he tenido por el colmo de la prosperidad. Tener vacas y tener riquezas es una misma cosa a mi entender. Mas cuando así discurría me entraba un desasosiego que no me dejaba estar: cierto que tendría vacas mas a costa de desprenderme de mi oro, a cuyo trato me había habituado de tal manera, que no había día que no lo tentara o sopesara las bolsas para ver cómo iban creciendo. Pues crecer, crecían, ya que seguía con mis mañas de que así que viera una ajorca en la pierna de un salvaje, me ponía a discurrir sobre cómo hacerme con ella; y tras los combates me recorría el campo de batalla, con el pretexto de rematar a los moribundos, mas también para hacerme con cuanto oro llevaran encima. Algunos de nuestra armada hacían otro tanto, mas no con la aplicación que yo ponía en ese negocio. Tal es la triste condición del avaro que acaba por tener en más el poder contar sus dineros cada día, que los bienes que éstos pueden proporcionarle, en este caso las vacas.
Otro de los desasosiegos, y no de los más menudos, era cómo había de subir mi tesoro a la
Florida,
pues éste ya no cabía ni en dos ni en tres bolsas, sino que no bajaban de la media docena, y por su peso un hombre por forzudo que fuera —-y yo lo era bastante a la sazón— no podía con ellas. Abecés pensaba que no tenía otro remedio que concertarme con el Azpiazu para irlas subiendo por partes y en días distintos, mas la idea de estar yo en tierra y mis dineros en la nao, no me dejaba dormir. Como es de razón, no le diría que era oro lo que subía, mas él podía acertarlo y por muy noble que fuera, tentaría de quedarse con él; a lo último pensaba que debía hacerle mi socio y decirle que le daría su parte, cuando alcanzáramos las Indias.
Andaba en estos desasosiegos, cuando sucedió lo que nunca pude imaginar, aunque en más de una ocasión temí que pudiera suceder. Las bolsas del tesoro cuidaba de no tenerlas juntas, sino separadas en lugares muy disimulados del fortín, mas bien en su derredor, enterradas y la tierra cubierta, de hierbas salvajes, aunque no todo pues una parte la guardaba en una yacija de paja seca sobre la que dormía, por el gusto de sentir el oro contra mis entrañas; esta porción, cuando salíamos a guerrear, me la llevaba conmigo. Cuando faltaban pocas jornadas para que la
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zarpase hacia la Nueva España, no tuve otro remedio que juntar todo el tesoro y ahí estuvo mi perdición o mi salvación, eso se verá. Ya tenía determinado hacerle mi socio al Azpiazu, ofreciéndole de seis partes, una, y como lo viera muy càndido en cuestiones de religión, pues así que pecaba se iba a donde los frailes a descargar sus culpas, después de explicarle el negocio, aunque no del todo, díjele que había de jurar cumplirlo ante la Hostia Consagrada, a lo que el hombre, con no poco temor, accedió. Esto dejugar ante la Sagrada Forma no era nuevo por aquellos pagos, y una de las veces que el Hernando de la Torre se concertó con los portugueses para que hubiera paz lo juraron ante el Sagrario abierto, mostrando en su interior un platillo de oro, con la hostia sobre él; esto creo que fue después y recuerdo que el De la Torre cumplió, mas el portugués no. Nosotros no podíamos hacerlo con tanta solemnidad, sino más disimuladamente y fue de esta manera: al domingo siguiente nos fuimos a la misa que celebraba fray Antonio en una iglesia muy hermosa que habíamos levantado al resguardo del fortín, y cuando llegó la Consagración nos tomamos de la mano, y juramos cumplir el uno y el otro, en la parte que nos tocaba, yo de darle el sexto, y él de cuidar del resto como de las niñas de sus ojos; además lo dijimos en euskaldun por entender que nos obligaba más al ser el habla de nuestra inocencia primera.
Junté como queda dicho todo el oro y el Azpiazu se subió a la
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dos bolsas y cuando se regresó toda mi angustia era inquirirle si las había dejado bien escondidas, y él me decía dónde y cómo las había guardado y a mí todo me parecía poco para seguridad del bien que se había adueñado de mi alma. Mientras tanto a mis espaldas sucedía lo siguiente: ya he dicho que con los de la escuadra éramos como hermanos, mas no todos, pues entre nosotros había sus rencillas, y también odios, no siendo extraño que se desafiasen dos de los nuestros, aunque presto lo cortaban los capitanes pues no se podía consentir que se mataran entre sí, cuando su obligación era matar a los enemigos que los habíamos sobrados. Una de estas rencillas era la que yo me traía con un soldado de guerra cuyo nombre no voy a decir, sólo que era de Extremadura, tierra que da buena gente, pero aquél no lo era; este extremeño, al igual que yo, era de los más afanosos en hacerse con oro después de los combates, y en más de una ocasión nos disputamos el de algún cadáver, con palabras gruesas, mas de ahí no fuimos a más. Como soldado no digo que fuera malo, aunque sí muy abusador de su poderío pues siendo arcabucero como yo en cierta ocasión mató a un indio por quedarse con un collar de oro que le colgaba en el pecho, y al tiempo se quedó con su mujer. Al igual que otros de la tropa tenía su pequeña corte de naborías, y un indio que le era fidelísimo en todo, digo yo que sería por el terror que le tenía, y bien que lo siento pues este indio se cruzó en mi camino, y fue el que pagó la fechoría que estaba perpetrando su amo, que no fue otra que la de alzarse con mi tesoro.
Estos indios, como de la tierra que son, se muestran muy sagaces en dar con pistas y escondites, y el de Extremadura le puso tras el de mi tesoro que se imaginaba que debía de ser grande, por el afán que veía que yo ponía en hacerme con el oro, y aquí conviene aclarar que la prohibición de mercar con el preciado metal que dispusiera el Carquizano, seguía en pie, mas no se cumplía del todo y los capitanes consentían, y cada soldado tenía su apaño de oro, sin que hicieran demasiado aprecio de él pues en aquellas islas no es tan considerado como en Castilla, y unos se lo jugaban al naipe, y otros lo malgastaban, mas a nadie se le ocurría hurgar en el tesoro ajeno, ni si lo guardaba aquí o allá, salvo a aquel malvado que de codicia debía de andar peor que yo. Como ya digo, cuando estaba con el Azpiazu en el enredo de subir el tesoro a la
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una de las veces me tropecé con aquel infortunado, digo el indio, que había dado con el escondrijo y tiraba de una de las bolsas y cegado por la cólera le atravesé de parte a parte, y entonces fue cuando salió su amo tras él dando voces y tentando de encender la chispa de la escopeta, de la que no se separaba, y le tuve que dar también lo suyo y si no lo maté fue porque el Azpiazu me apartó, aunque lo dejé mal herido.
Todo esto sucedía no lejos del fuerte y presto vino gente al son del alboroto, y uno de los centinelas me tomó preso, como era costumbre cuando dos castellanos disputaban. Si hubiera sido sólo por la muerte del indio la cosa no hubiera pasado a mayores, pues eran muchos los salvajes a los que dábamos muerte cada poco, pero el Hernando de la Torre dijo que no se podía consentir lo de herir de muerte a un soldado de los buenos, y mandó hacerme juicio, en cuya adversidad mucho influyó el que por aquellos días había habido otras peleas entre castellanos y era llegada la hora de dar un escarmiento, y éste se hizo en mi persona; fui condenado a morir ahorcado.
¡Cómo se aprecia la vida, cuando se la da por perdida! Me parecía cosa tan hermosa el seguir viviendo, que me olvidé del tesoro, y de la suerte que pudiera correr fue incautado y pasó a engrosar el patrimonio de la Corona, salvo la parte que habíamos subido a la
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(de la que daré cuenta en su momento), y ya nunca más codicié el volverlo a tener. ¿Cómo podía codiciar lo que en trance estuvo de hacerme perder la vida?
El Hernando de la Torre formó el tribunal con el condestable de la Artillería y el contador mayor y, para mi desgracia, mi valedor el Andrés de Urdaneta no estaba allá pues se encontraba en la
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por vigilar el carenado que se le había hecho a la nave; yo le suplicaba al Hernando de la Torre que no me mandase ahorcar sin dejarme despedir de amigo tan querido, mas él decía que estas cosas debían ser así, pues de no hacerse de seguido, luego quizá no se hacían, con gran desdoro de Lajusticia. Que en atención a esa amistad con el Urdaneta, y a los servicios que había prestado a la conquista, la pena sería sólo de horca, sin que después despedazasen mi cadáver, sino que de seguido daríanme cristiana sepultura. De la plaza del juicio pasé a la iglesia para que cuidaran de mi alma los santos frailes agustinos, y aquí tuve un consuelo que bien merece contarse. Vino a visitarme el Azpiazu, en extremo compungido, para preguntarme lo que había de hacer con la parte del tesoro que habíamos subido a la
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a lo que le contesté que suya era y que sacara de ella mejor provecho que yo, y que mirase la suerte que les aguarda a los que ponen su confianza en los bienes de este mundo. Esto se lo decía de corazón porque el fray Francisco llevaba cosa de dos horas predicándome sobre los bienes no perecederos que me aguardaban de allí a poco, si me arrepentía bien de todos mis pecados, y yo del que más me arrepentía era del de la codicia, que me había llevado a ese trance; de otros no tanto.
Sólo podía salvarme un milagro y ese milagro tuvo lugar de esta manera: la
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salió la madrugada de aquel día para volver al otro, y buen apuro pasé yo sabiéndolo a merced de los caprichos de la mar con parte de mi tesoro dentro (esto, claro está, antes de mi condena) , de manera que cuando se regresara ya no estaría yo en este mundo, pues es costumbre en la conquista juzgar, condenar y ejecutar, en horas veinticuatro, orillando demoras que a nada conducen, que no sea aumentar el temor de quien padece la pena. Mas la Divina Providencia mostróse misericordiosa con este pecador, y al poco de zarpar la nao comenzó a hacer agua por una parte mal carenada y, para mayor fortuna mía, el Urdaneta advirtió que venía viento de poniente que allá puede ser muy bravo, y que convenía retornar a puerto, a lo que el señor Alvaro de Saavedra al principio se opuso, mas luego accedió, y así fondearon en la bahía, sería a la hora del crepúsculo y mi ejecución estaba acordada para poco después. De lo mío tardó el Urdaneta en enterarse unas horas más, revisando el casco de la nao en una chalupa por ver de remediar el mal de aguas, mas no así el Azpiazu que se subió presto al navío y se trajo consigo todo lo que allí teníamos, para ponerlo a los pies de nuestro capitán general, pensando en su candidez que si entregaba tan gran tesoro todavía había de salvar mi vida. Este Azpiazu era nuevo en los negocios de la conquista, y pensaba que las cosas podían ser de ese modo; para lo único que sirvió fue para que lo juntaran con lo ya incautado y, admirados del montón tan grande que hacía, el Hernando de la Torre dijera: «¡Qué buen tesorero sería el Andonegui, si en lugar de mirar sólo para sí, mirase también hacia la Corona!» A mí me sirvió de gran consuelo el haber acertado con semejante socio; por eso cuando me llegó la noticia de que en la primera salida de la
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murió por el mal de encías bien que lo sentí.
Por fin apareció el Urdaneta cuando ya estaba yo con la soga al cuello y comenzó a porfiar con el Hernando de la Torre con embates muy oportunos sobre la justicia de lo que se quería hacer con mi persona. Mucho he loado del Urdaneta, como hombre de acción mas no se quedaba corto a la hora de discurrir, pues aquella mente prodigiosa lo mismo servía para levantar un mapa con la sola ayuda de su memoria, como para aprenderse los discursos de Cicerón si preciso fuera. En aquella ocasión, con gran acierto, para nada pidió misericordia ni invocó la amistad que nos unía: sólo demandó justicia. ¿Y era de justicia condenar a muerte, a quien defendía lo que era suyo frente a quien se lo quería robar? Y en prueba de esto último trajo el testimonio del extremeño, que aunque medio muerto no lo estaba del todo, quien confesó sus malas intenciones. (Luego me contó el Azpiazu que el Urdaneta se fue al catre donde yacía el mal herido, y díjole que si no decía la verdad había de dejarle morir del todo.)