De los dos frailes agustinos que quedaron con nosotros, después de que el otro capellán, don Juan de Areyzaga, desapareciera con el patache
Santiago
(aunque ya sabemos que alcanzó las costas de la Nueva España sirviéndose de un cajón), fray Francisco era muy fogoso y encendido de amor a Cristo y decía que cómo había convertir a los salvajes, hablándoles amor y caridad, y de poner la otra mejilla, si luego veían cómo peleábamos entre cristianos, dándonos muerte con los portugueses con la misma saña con que lo hacían los paganos; fundamento a lo que decía no le faltaba, mas las cosas no podían ser de otra manera. Estas quejas se las hacía a nuestro capitán general y éste, que no era mal católico, le respondía que lo de la evangelización se haría luego, cuando estuviera claro ser aquel nuestro territorio, mas que si acababa siendo de los portugueses, el predicar allí sería como echar margaritas a los cerdos. Y de ahí no le sacaban.
El fraile mayor, fray Antonio, como de más edad y madurez, nunca se quejaba de que las cosas fueran de esta suerte, y decía que habían de convertir a muchos, pero empezando por uno, y ese uno fue la Tagina. Para ello se valió de un arte que de no ser fraile, le hubiera servido para ser pintor de corte, y no de los peores, pues era de admirar cómo de sus pincelitos salían las figuras tan bien hechas, que parecía que sólo les faltaba hablar. Ya queda dicho cómo los indígenas se servían de jeroglíficos, a modo de escritura para comunicarse nuevas, o para entenderse con los que no eran de su habla, y por ahí se aprovechó fray Antonio para predicar el Evangelio, primero a la Tagina y luego a otros que la siguieron, pues acabaron siendo muchos los que hacían corro por ver sus pinturas. Y no se crea que se sirviera sólo del carboncillo con el que hacía los trazos, sino que luego los recubría de colores que se hacía sacar de las plantas, o minerales, desde el bermellón que salía del cinabrio, o el violeta del cinamomo, o el ocre de una tierra amarilla que allí abunda mucho. Comenzaba su prédica con Adán y Eva, y del pecado tan grande que cometió esta madre nuestra, y a lo primero la pintaba desnuda y después del pecado, avergonzada, la cubría de las hojas de un árbol muy frondoso que hay por aquellos pagos. Y así seguía, hasta treinta o cuarenta cuadros, para llegar a Nuestro Señor Jesucristo, que nació en una de las cabañas como las que tienen ellos y, en lugar de pastores que allá apenas se conocen, les ponía pescadores que sorprendidos por el ángel en sus juncos, le llevaban lo que habían pescado como homenaje y muestra de adoración. Cuando por fin llegaba a la crucifixión la pintaba con tanto amor, que las mujeres se echaban a llorar y decían que no se podía consentir tal, mas luego, cuando resucitaba tan glorioso, se consolaban.
Estaban muy bien concertados los dos frailes pues mientras el fray Antonio pintaba (no era extraño que cada día añadiera un cuadro nuevo, o cambiara otro que le placía menos), fray Francisco, que ya conocía muchas palabras del habla del Moluco, les iba explicando lo que quería decir cada escena, y cuando llegaban a la crucifixión les animaba a llorar, y él era el primero en hacerlo porque ya digo que era muy sentido.
Ahora doy gracias a Dios por el favor tan grande que le hizo a la Tagina, mas entonces no fue corta mi contrariedad cuando al regreso de la descubierta que queda dicha, se me presentó fray Francisco a pedirme cuentas de lo que había hecho con aquella mujer y, mayormente, de lo que pensaba hacer. ¿Acaso estaba decidido a desposarla? En este extremo insistían mucho los frailes porque no era yo el único que tenía trato con nativas, y a todos predicaban como quien predica en el desierto, y el Carquizano por salir del apuro de consentir lo que no se debía consentir, dijo que tomaban esas mujeres como sirvientas, o naborías que se dice en las Indias, y que en ello no había desdoro, aunque mal se explicaba esa inocencia cuando las sirvientas se quedaban preñadas. Esto fue a los comienzos, mas pasados los años, aquella predicación no cayó en saco roto y fueron algunos los que matrimoniaron con indígenas, y ahora ya son muchos según he podido comprobar
de visu
en el último viaje que hicimos a las Filipinas.
Me tomó tan por sorpresa la requisitoria de fray Francisco, que lo único que acerté a decir fue que cuándo se había visto que un caballero se casara con su sirvienta, a lo que el fraile me replicó: «¿Tenéis por sirvienta a quien en todo dais trato de gran dama, en el vestir y en el regalo de su persona, y de las esclavas que ponéis a sus órdenes?» Ante esto no supe qué decir y fray Francisco, como quien se lo tiene bien pensado, añadió: «Pues si no la queréis por tal, dejadla para quien desea desposarla en legítimo connubio.»
Abreviemos el relato y aquí viene lo que decíamos unos pliegos arriba, de cómo los hombres toman unos derroteros que nunca podemos imaginar, pues ¿cómo podía imaginar yo que quien deseaba desposarla en legítimo connubio era el propio Gapi? Cierto que cuando escapamos de la corte del rey Quilchón y andábamos de isla en isla en busca del Moluco, la Tagina y el Gapi se traían juegos, mayormente en el agua, que yo no veía con buenos ojos, pero callaba porque pensaba que ésas eran sus costumbres, amén de que en todo dependía de ellos y no me traía cuenta mostrar enojo. En Tidor no me dieron lugar a sospechar porque al ser sus sentimientos más profundos, más cuidaban de que yo no me apercibiera, y ocasiones tenían de encuentro cuando el Gapi no venía con nosotros, que era si la descubierta no precisaba de navíos.
La primera que se convirtió al cristianismo de todo el Moluco fue la Tagina, a la que bautizamos con gran solemnidad y no poco dolor de mi corazón, tal era mi condición miserable que la prefería pagana a mi servicio, que no cristiana al servicio de Dios. Y a los pocos meses bautizamos al Gapi, que había seguido por la misma trocha de aprender el Evangelio en las pinturas de fray Antonio, aunque mucho le ayudó el Urdaneta que en aquellos años no se mostraba como buen cristiano, digo en su comportamiento, mas sí en las raíces que las tenía muy hondas y entendía que lo mejor de este mundo era profesar la fe de Cristo, y se daba golpes de pecho cuando no la vivía.
Oculté mi despecho y hubo de pasar algún tiempo antes de que cicatrizara la herida, que terminó de curar cuando la Tagina y el Gapi hubieron el primer hijo y fui elegido como padrino del bautizo, porque la Tagina se había hecho tan buena cristiana que decía que esa felicidad me la debía a mí que la había sacado de la esclavitud del harén. Ese matrimonio fue de los dichosos que yo conozco, hubieron más hijos, se vinieron con nosotros a Castilla, luego pasaron con Urdaneta a las Indias y, por fin, se retornaron a Filipinas en la expedición del almirante Legazpi y de allá me llegan noticias de que hacen mucho bien.
La Tagina, a la que cristianaron con el nombre de Isabel, no engordó como les sucede a las mujeres de aquellos reinos, sino que se ha conservado hermosa durante muchos años, y veces hay que no se la distingue de una dama de Castilla salvada la color de la tez. Al Gapi le bautizaron con el nombre de Fernando, de manera que fueron Fernando e Isabel, en feliz memoria de los Reyes que con justicia merecieron el nombre de Católicos.
URDANETA, CONDENADO A MUERTE.
Ahora viene una parte que no es de creer, que nuestro capitán general que en tanto tenía al Urdaneta, lo condenase a muerte por una fechoría que no era del todo su culpa, mas buenos apuros pasamos como se verá. Sucedió de esta manera:
Guerras con los portugueses teníamos muchas, mayormente con los indígenas que les eran aliados, y ellos con los nuestros, mas los capitanes cuidaban de no enfrentarse, nosotros porque temíamos su poderío de naves, y ellos porque temían nuestra bravura. En esas guerras nunca faltaba el Urdaneta, capitán de una tropilla muy peleadora, y quien esto escribe como la soga tras el caldero, sin que pudiera excusarme de ir con él, pues don Íñigo Cortés de Perea, contador de Su Majestad, era muerto y por tanto no podía alegar que precisaba mis servicios como escribano; su muerte no fue en guerra sino natural, si natural es morir de un mal de pecho en el que algo tuvo que ver la ingestión del aguardiente que se hacía en su alambique. Yo no tenía la misma disposición que el Urdaneta a pelear, ni me consideraba obligado a servir a la Corona a los extremos a los que llegaba él, de suerte que procuraba estar durante los combates en lugar retirado, so pretexto de que tenía que tomar distancia para acertar con el arcabuz.
Esta excursión fue aquella en la que nuestro capitán general nos mandó con tres paraos a la por ver si era cierta la nueva de que se habían divisado unos navíos, pues aún teníamos la esperanza de que fueran los de nuestra escuadra; como no había navíos ni traza de ellos, nos dimos la vuelta que se nos hizo muy penosa por sernos los vientos adversos y acabamos con el mal de siempre; quedarnos sin nada de comer ni de beber y, por tanto sin otro remedio que abastecernos en la primera isla que topáramos que fue la de Guacea, también nombrada de Tabelica. Fondeamos en la playa con buenas intenciones de hacer trueque, como acostumbrábamos y hete aquí que aquellos salvajes se niegan a todo trato y comienzan a tirarnos piedras y luego flechas, poniéndonos en retirada para volver al poco porque aquello no se podía consentir, amén de que nuestra necesidad no admitía demoras. Con una culebrina que tomamos de uno de los paraos comenzamos a lanzarles tiros y los salvajes se fueron a refugiar a su poblado, que estaba muy bien pensado pues las casas las habían levantado sobre largos postes, y desde aquella altura nos flechaban con gran soltura. Así nos estuvimos cosa de medio día hasta que el Urdaneta se puso a la cabeza de un grupillo de indígenas y, con no poco riesgo de su persona, se acercaron a las casas y comenzaron a tirarles tizones encendidos sobre los maderos que las sostenían, y cuando éstos prendieron y los indígenas se vieron precisados a salir los íbamos matando, aunque no a todos, pues a unos cientos los tomamos prisioneros; los muertos fueron cosa de cincuenta. Entre los prisioneros que hicimos había muchas mujeres hermosas y buena parte de ellas se las vendimos al rey de Tidor. Con estas hazañas el Urdaneta iba cobrando fama de gran capitán, y su nombre se pronunciaba con respeto entre las islas, mas quede claro que pese a decirse tan buen cristiano tampoco estuvo el Urdaneta libre del mal de hacer esclavos a los que tenía por enemigos. Luego vino a saber que los de aquella isla eran deudos de la de Terrenate y, por ende, de los portugueses, y le pareció justo lo que había hecho, mas cuando comenzó a combatirlos no sabía si eran de Juan o de Pedro.
Ahora caigo en la cuenta de que lo que he empezado a contar no viene tan de seguido, como yo creía, digo la fechoría por la que el Carquizano lo condenó a muerte, pues entremedias hubo un sucedido que bien merece ser conocido.
El gobernador Henríquez tenía un lugarteniente, de nombre que fingía ser hombre muy pacífico y cada poco venía por nuestro real para decirnos que debíamos de concertarnos en que hubiera paz, a lo que todos decíamos que sí, mas luego no hacíamos. A nuestro capitán general le parecía que le hacía de menos que el gobernador le mandara un vocero en lugar de venir en persona; el Carquizano tenía en mucho ser capitán del emperador más grande de la tierra, y decía que no era por su persona sino por la dignidad que representaba, y en eso no le faltaba razón.
Al fin un día se presentó el gobernador Henríquez en un navío muy bien armado, en son de paz, que poco faltó para que no terminara en guerra allí mismo, pues el portugués puso en duda los poderes que decía tener nuestro capitán general y el Carquizano, muy encendido, díjole: «¿Acaso ponéis en entredicho que yo sea oficial de Su Majestad Imperial, Carlos V?» A lo que el portugués, muy altivo como era, le replicó que él no había visto tales credenciales, ni el famoso documento de la
Provisión
que le mandaba fundar, y Carquizano, demudado el rostro, díjole: «En tal caso, ¿piensa Su Excelencia que soy un pirata que me traigo este negocio por cuenta propia y no de Su Majestad?», a lo que el portugués calló, y como el que calla otorga, el Carquizano se sacó el guante de la mano derecha y se lo lanzó a modo de desafío, diciéndole que la ofensa era a su persona y, por ende, quería reparación. El gobernador Henríquez, que traía fama de buen tirador de espada, aceptó el duelo, mas no llegó a tener lugar pues los oficiales de uno y otro bando mediaron para hacerles desistir. Y no sólo desistieron sino que se amigaron pues el portugués le pidió disculpas, que el Carquizano aceptó y le presentó las suyas, y al otro día firmaron un documento que se llama de armisticio, por el que las partes renuncian a hacerse la guerra en tanto autoridades superiores no resuelvan el litigio.
Y ahora sí que viene lo de la fechoría que le imputaron al Urdaneta, por la que se rompió el armisticio tan arduamente conseguido.
Andaba el rey de Gilolo muy quejoso de que los portugueses siguieran hostigándole, y de que el general castellano no le defendiera conforme le había prometido, por lo que el Carquizano nos mandó a los de siempre para que le explicáramos lo del armisticio y cómo de allí en adelante podrían estar en paz. ¿Paz? Palabra vana cuando la codicia anda por medio. Estábamos llegando a Gilolo cuando avistamos dos canoas, como las que usan los nativos de aquella isla para sus tareas de pesca, volcadas, y cadáveres flotando en su derredor y a alguno que no estaba muerto, lo alzamos en nuestro parao y díjonos que el mal lo habían hecho los portugueses desde un navío de los suyos, tomando a unos como esclavos y matando a los otros. Ésta es la codicia que antes decía; los había de uno y otro bando que para nada querían la paz, pues se les acababa el negocio de hacer esclavos. Los portugueses lo tenían muy bien armado, como más antiguos que eran en aquellas islas, y una vez que los hacían presos los llevaban a una isla, que la nombraban así, «la isla de los esclavos», en espera de que llegaran los mercaderes de Quinsay a quienes se los vendían. El gobernador Henríquez decía no saber nada de esto, mas consentía porque alguna satisfacción había de dar a la tropa que se ganaba la vida tan lejos de su patria y de sus seres queridos; otros decían que también llevaba su parte en este negocio.
Era a la sazón Urdaneta un joven muy hermoso, con el temperamento muy subido, y cuando montaba en cólera con el rostro purpúreo nada era a detenerle, y en aquella ocasión bramó que quienes tal habían hecho eran unos felones que no habían respetado el pacto de armisticio y que él sabía bien dónde encontrarles, pues no podían andar lejos de allí ya que a los cadáveres les salía sangre, como los que son recién muertos. En eso acertaba, pues el Urdaneta parecía tener un pliego en la cabeza, con el detalle de todas las islas o calas por donde hubiera pasado alguna vez, y como por aquellos pagos no era la primera vez que navegábamos sabía por dónde andarían, y bogando con furia los remeros, más la vela bien hinchada, dimos con ellos que navegaban muy pacíficos y cuando vieron aparecer nuestro parao no largaron velas, pensando que éramos indígenas y que todavía podían sacar más provecho para su negocio. El Urdaneta, muy hermoso como digo, puesto en pie en lo alto de la proa, les gritó: «¡Alto ahí, señores portugueses, que mucho me placería pasar a su navío para que me den cuenta de un daño muy grande que han hecho a quienes son nuestros amigos, en contra de lo convenido por quienes pueden hacerlo!»