Las islas de la felicidad (15 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
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Urdaneta contaba esto con gran intención, que no podía ser otra que la necesidad de concertarse con aquella majestad y esto ya lo sabían todos los conquistadores, pues otro tanto había hecho el más grande de los capitanes, don Hernando Cortés en la Nueva España, que aliándose con los que eran enemigos del Moctezuma logró vencerlo y hacerse con tan gran imperio; de esta hazaña ya habían llegado noticias a España y se loaba mucho su astucia, y otros conquistadores se miraban en ese espejo y más tarde hizo otro tanto don Francisco Pizarro en el Piru.

En aquella reunión, de las más solemnes que tuvimos en el Moluco, se echó cuenta de los soldados de los que disponíamos y salieron ciento cinco, aunque para mí no todos estaban para combatir, y el Carquizano determinó que quizá los portugueses no tuvieran tantos, y el Urdaneta le dio la razón. Esto sin contar los navíos que estaban por llegar, y en eso el Urdaneta ya no estaba tan acorde, pues temía que se hubieran perdido (como así fue), pero pasaron meses y nuestro capitán general seguía con el pío de que en cualquier momento podían aparecer; en lo que sí nos concertamos todos es en decir a los indígenas que esperábamos tales navíos para que nos tuvieran más temor. Mas nuestro capitán general lo creía en verdad y muestra de ello es que sería un mes de febrero pasado un año, cuando llevábamos en el Moluco cosa de cinco meses, hubimos noticia por unos indios de que en una isla nombrada a cuarenta y ocho leguas de Tidore, se habían divisado unos navíos, y el Carquizano dispuso que aparejásemos tres paraos de los indígenas, y con el Urdaneta al frente nos fuimos a ver lo que había de cierto, y como no había nada nos dimos la vuelta.

Y con estas disposiciones de guerra se terminó aquella reunión.

Capítulo 7

ENFRENTAMIENTO CON LOS PORTUGUESES Y PÉRDIDA DE LA NAO CAPITANA.

Primero de todo nos fuimos a rendir visita a Almanzor, del que confiábamos que seguiría devoto del rey de España, y nos los encontramos más devoto aún, no a él sino a sus sucesores pues Almanzor era muerto, de manera infame por los portugueses, de suerte que entre éstos y los de Tidor había guerra a muerte. Los que nos acercamos a esta corte éramos el Alonso de los Ríos, haciendo cabeza como sobresaliente de la nao, el Urdaneta, como segundo en mando, el Gonzalo de Vigo, como lengua, el Gapi, como piloto de costa y jefe de remeros, y quien esto escribe como escopetero. Desde que lo conociera el Urdaneta siempre se llevaba consigo al Gapi, y le escuchaba en cuantos consejos le diera acerca de mareas y sobre lo que influía la luna en ellas, y sobre otros detalles que sólo los indígenas conocen, de bajíos, playas y calas, que en aquellas hermosas islas que aunque son obra de Dios, parece que el diablo ha metido la cuchara a la hora de disponerlas, pues a poco que te descuides allí dejas la vida, ya que las aguas no son nobles, como la de nuestra tierra euskalduna, sino muy traicioneras y arrebatadas cuando menos se espera; ahora están calmas, y al poco son un turbión. Esto lo advertía muy bien el Gapi y de más de un apuro nos sacó su ciencia; a su vez el Urdaneta le ilustraba sobre los instrumentos de navegar de los que nos servimos los cristianos, y presto se enteraba y se admiraba. Cuidó el Urdaneta de que se vistiera como uno de nosotros, para que no le tomaran por esclavo, y el hombre no cabía en sí de gozo, pues de nada gusta más un indígena que de ponerse unas calzas y no digamos un jubón aunque no sea de los plateados.

Volviendo a lo de Tidor, en la corte de Almanzor fuimos muy bien recibidos y agasajados, y al poco nos contaron lo sucedido, que fue nada menos que lo siguiente: los de Tidor habían apresado una nao portuguesa con su artillería, y estaban muy ufanos de su hazaña, mayormente cuando uno de los artilleros portugueses se avino a enseñarles su manejo, a trueque de mucho regalo de oro y de mujeres. El gobernador de los portugueses (así lo nombran ellos, gobernador, no capitán general), de nombre García Henríquez, muy ladino, les demandó que le devolvieran la nao apresada para seguir siendo amigos, como era su intención, a lo que hacían oídos sordos, o respondían con argucias; mas como por aquellos días anduviera Almanzor algo enfermo, el gobernador Henríquez, como muestra de amistad, le mandó un cirujano para que le remediara el mal, y el remedio fue darle una pócima venenosa y al otro día murió; mas antes de morir tuvo tiempo de decir a su sucesor que las naos de Su Majestad Católica estarían al llegar y que en ellas confiara para tomar venganza. Más motivos tuvieron para buscar esta venganza, pues cuando estaban en la ceremonia de sepultar a su majestad, que entre ellos lleva días con gran solemnidad, el Henríquez se aprovechó de esta distracción para desembarcar en la isla y pasar a cuchillo a cuantos se oponían a su marcha, de suerte que no les quedó otro remedio que refugiarse en los montes desde donde contemplaron cómo hacían befa del cadáver de Almanzor, para luego ver arder el poblado. Compungidos por esta infamia no podían estar más encendidos, pero también muy temerosos de los farangüis que se habían llevado los cañones; decían que habían de tomar venganza, mas no sabían cómo. De ahí que entendieran que era Alá quien nos había hecho llegar en su ayuda, cuándo se ha visto —esto discurro yo— que unos cristianos sean mandados por un dios que no es el suyo; mas nosotros callábamos y decíamos que sí, que allá estábamos para ayudarles y que más que les ayudaríamos cuando llegaran otros navíos que se habían quedado por el camino.

El que sucedió a Almanzor se llamaba Bubacar, de eso no estoy cierto, pero sí que fue quien dispuso que habíamos de concertarnos con el rey de la isla Gilolo, que se mostraba asimismo enemigo de los portugueses, aunque también muy temeroso de su poderío, y como esa dicha isla se encuentra cosa de treinta leguas, que según cómo estuviera la mar podían ser muchas, dispuso de más paraos muy bien esquifados y dispuestos, y así llegamos a Gilolo con gran alarde de embajadas y fuimos bien recibidos y aposentados y nos proveyeron de comer y de beber, en tal cantidad que bien pudieran comer cien hombres.

Al otro día nos recibió su majestad en unas atarazanas que hay allá y el Urdaneta y el Alonso de los Ríos tentaron, rodilla en tierra, de besarle en una mano, mas el rey no lo consintió haciéndoles poner en pie y tratándoles con gran consideración. Luego se hizo lo de siempre, de darle cuenta de la Majestad tan grande de la que éramos vasallos, de cómo le traía a él cuenta ser también vasallo suyo, por la mucha ayuda que recibiría frente a sus enemigos, y de los navíos que estábamos esperando que llegarían de un momento a otro.

Fue tal la alegría que le produjeron estas noticias al rey de Gilolo que mandó hacer grandes fiestas, que allá terminan en borracheras; comienzan con danzas y según se acerca la noche beben de un licor que sacan del coco y acaban todos muy alegres, aunque algunos se caen por los suelos. Nosotros, como invitados de honor que éramos, también hubimos de beber pero con más comedimiento pues el Urdaneta nos advertía que no podíamos descuidarnos estando entre salvajes, y que yo cuidara de tener la mecha de la escopeta encendida. Las mujeres, a las que ya nos íbamos haciendo, eran todas muy graciosas y bailaban con sus guirnaldas de sampaguitas con unos movimientos que entre ellos son muy apreciados, pero no entre buenos cristianos. Nos abstuvimos de ellas, pese a que su majestad nos invitaba a otra cosa.

Si fuera a contar cuanto nos sucediera en aquellos años en no habría libros suficientes, pues raro era el día que no padecíamos golpes de adversidad, aunque también los hubiera de fortuna. Cuando regresamos de las embajadas dichas, nuestro capitán general lo consideró de gran fortuna y felicitó al Alonso de los Ríos y al Urdaneta por el acierto que habían mostrado en aquel cometido, y desde ese día siempre que había que tratar con salvajes, cuidaba de que el Urdaneta estuviera cerca de él por la maña que se daba en el trato.

Por último aparecieron los portugueses para darnos su parecer sobre nuestra presencia en aquellas islas, y fue de esta manera: en el lugar que nos encontrábamos, que creo que era en la isla de Rabo que dependía del rey de Tidor, se presentó un navío portugués, de los más cumplidos que tenían, bien dotado de artillería, como en son de paz, pero amenazante. Desde la borda un alguacil dijo que venía a traer una carta para el capitán Íñiguez de Carquizano, de parte del gobernador general de aquellas islas, don García Henríquez, a lo que el Carquizano replicó altivo: «¿Qué me tiene que decir Su Excelencia, que no pueda hacerlo en persona?» Pero el alguacil, como bien enseñado que estaba, díjole que las cosas de gran notoriedad debían ser dichas por escrito, para que quedara constancia de ellas y que por eso traía la carta. «Sea —dijo Carquizano— y venga acá esa carta.»

El alguacil, que venía con traje de gala, se montó en la chalupa y se dirigió a la playa donde le esperaba nuestro capitán general y entre ellos se cruzaron los saludos que son habituales entre gente bien nacida, y luego el alguacil sacó el pliego y con solemnidad leyó la carta que comenzaba con gran cortesía a decir que el señor Carquizano estaba invitado a ir a la fortaleza de Terrenate donde se le rendirían los honores debidos a su alto cargo, pero que a continuación, en cuanto que aquellas islas estaban en la demarcación del rey de Portugal, le requería para que no parase en ellas y tomase el camino de España o de otras partes, siempre fuera de los límites y demarcación del rey de Portugal, y que de no hacerlo así sería responsable de los daños y muertes que hubiera.

Por respuesta nuestro capitán general sacó la
Provisión
por la que Su Majestad Católica nos mandaba construir una fortaleza en el Moluco, y que a ella se atenía. El alguacil quiso entonces que el Carquizano le firmase la carta del gobernador portugués, como prueba de que la había recibido, y aquí es de admirar lo que sucedió: la carta venía sin la firma del gobernador, y cuando el Carquizano se lo hizo ver al alguacil, éste se demudó y se excusó diciendo que había sido por las prisas, a lo que nuestro capitán general, encendido, le dijo que don García debía de mirar con más cuidado cómo escribía a un capitán del emperador.

Y así se terminó nuestro trato de amistad con los portugueses.

De guerras con los portugueses tuvimos muchas y contarlas por menudo sería desmesura, ni mi memoria, pasados tantos años (según mis cuentas va para más de cuarenta) da para tanto. En estas algaradas, como queda dicho, es cuando cada bando ponía por delante a los indígenas que les eran aliados, y de éstos morían muchos y de los nuestros pocos, aunque también moríamos.

Una festividad de los Santos Inocentes, esto bien que lo recuerdo pues hubimos misa seca ya que nuestros frailes no disponían de las especies para consagrar, salimos del puerto de Rabo con la intención de hacernos con un junco grande cargado de clavo, cuando al poco nos vimos rodeados de galeones portugueses, no serían menos de seis, más no pocos paraos de los de Terrenate, y si hubieran puesto más empeño allí hubiera sido nuestro fin. No alcanzo a comprender lo que pasó salvo que nuestra nao capitana largó velas, disparando artillería a babor y estribor y de allí salimos, aunque también con heridas en el bauprés y en otras partes del casco. Mas, ya digo, si hubieran puesto más empeño y hubieran seguido nuestra estela hubieran podido cantar victoria de una vez por todas. Digo que sería por el temor que les imponía la
Santa María de la Victoria,
que desplazaba trescientos sesenta toneles, con la correspondiente artillería, mientras que sus galeones eran más bien pataches que apenas alcanzaban los cien.

Al otro día tuvimos menos fortuna pues aunque salvamos la vida, no le ocurrió lo mismo a nuestro navío. Nos habíamos refugiado en una rada muy bien discurrida por nuestro capitán general, porque al ser la bocana estrecha los galeones portugueses sólo podían entrar de uno en uno, y a tanto no se atrevían por el mucho poderío de tiro de que disponía la
Santa María de la Victoria.
Así nos pasamos el día cañoneándonos sin cesar, y algunas bajas hicimos entre ellos, mas la
Santa María de la Victoria
también padeció lo suyo y tres de los proyectiles portugueses le hicieron un daño mortal en partes muy principales; mas por fortuna llegó la noche y con ella se retiraron las naos portuguesas, y así nos dio tiempo para discurrir. AI otro día la mar, muy alborotada, no estaba para pelear.

El capitán general determinó que era preciso recomponer el navío, mas los carpinteros de ribera dijeron que no tenía remedio, y del mismo parecer fueron el maestre y el piloto, pero no se conformó el Carquizano y los hizo reunir, y también a los Contadores y a cuantos tenían mando, y les hizo jurar con gran solemnidad, ante los Sagrados Evangelios, si aquella nao estaba para navegar, y todos juraron uno a uno y depusieron que no era posible poderla aparejar para que pudiese navegar, con lo cual el Carquizano se resignó.

Desde ese día nos dimos con gran trajín a sacar de la nao cuanto tuviera de aprovechable, comenzando por la artillería que en unos paraos que nos diera el rey de Tidor la llevamos a donde estábamos levantando la fortaleza, y tuvimos el consuelo de que si en la mar nos habíamos quedado huérfanos, en tierra difícilmente podíamos ser desalojados de aquel fortín tan bien armado. No es para descrito lo que nos llevó sacar tantas cosas como se contienen en un navío que durante años ha siclo morada de más de cien hombres, y no sólo de útiles y enseres, sino de pliegos en arcones con los testamentos de los que habían muerto en la mar, tal el almirante Loaysa y el señor Elcano, y de otros no tan notables, pero que igualmente merecía respeto atender a sus últimas voluntades. Yo le he visto a nuestro capitán general, pese a lo muy recio que era, saltársele las lágrimas en este quehacer viendo que dábamos fin a quien había sido nuestra mejor amiga por aquellos procelosos mares, en tantos embates de la fortuna. Y no digamos cuando hubimos de prender fuego al casco.

En lo que a mí atañe seguía con el corazón muy duro para todo lo que no fuera mi provecho personal, y mi único cuidado era sacar sin ser visto y poner a buen recaudo las bolsas en las que guardaba el oro, que ya eran dos y de buen peso, pues no perdía ocasión de seguir haciéndome con él. En la nao las tenía escondidas debajo de un tablón de la sentina, en tan fétido lugar que no había cuidado de que nadie se acercara por allá, salvo mi persona que cada noche bajaba y tentaba las bolsas, y ver que seguían en su sitio era mi único consuelo. ¡Qué triste es la condición del avaro y cuántas gracias tengo que dar a Dios por haberme librado de ese mal!

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