Las islas de la felicidad (8 page)

Read Las islas de la felicidad Online

Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
6.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como por entonces yo no lo tenía en tanto, haciendo caso omiso de sus reflexiones, dijele que prefería tentar suerte por aquellos pagos, que no condenarme a navegar por meses o años sin término, eso si no moría en el paso del estrecho; entonces el Urdaneta, con gran amor, me tomó del suelo y me condujo a una cabaña apartada, a la que yo no había prestado atención pero él sí, como muy curioso que era para todo lo que atañera a costumbres y ritos de las tierras por donde pasábamos, y esta cabaña era la más grande de todo el poblado y en vez de estar hecha de cañas y sarmiento, se alzaba sobre un basamento de piedras, con un barro rojizo cubriendo sus paredes que serían también de un vegetal, pero más tupido. Digo que en las otras cabañas cuidaban poco de que hubiera rendijas, ni de que se viera lo que sucediera en su interior, pero en ésta sí. El entrar en esta cabaña producía espanto pues estaba toda ella llena de huesos, muy ordenados y apilados y aunque no tenían raspa de carne, despedían un olor un poco agrio, y sobre cada apilamiento de huesos había una calavera que debió de pertenecer al dueño de los huesos. «Son caníbales —me dijo por toda explicación—y tan pronto la escuadra levante amarras y te quedes solo con ellos, ya sabes dónde acabarán tus huesos.»

Así me habló el mejor de los amigos, que tanto velaba por mi vida, y que no tuvo más reproches para la traición que pensaba hacer. Desde ese día siempre le estuve muy sumiso como más que yo que era en todo.

Capítulo 4

LA TRAVESÍA DEL ESTRECHO.

¿Qué decir de lo que fue el paso del estrecho? Baste considerar que todavía no estábamos dentro de él, y ya perdimos una nave, y no una cualquiera, sino de las más principales, la
Sancti Spiritus,
la segunda en mando y en la que navegábamos nosotros, no sin correr grave peligro de muerte como se verá.

Embocamos, por fin, el estrecho de Magallanes y dispuso el señor Elcano que ancláramos al abrigo de las Once Mil Vírgenes, esto sucedía por la mañana y a la noche se levantó una tempestad tan fiera que de poco sirviera el que las cuatro anclas estuvieran bien hincadas en la arena, pues comenzaron a garrear digo yo que porque aquella arena no era firme, sino de cascajo, y de haber continuado en el navío todos hubiéramos sido muertos. Fue tal el pánico de la tripulación viendo cómo el terrible viento zarandeaba la nao que algunos pensaron que no había remedio y traía más cuenta alcanzar la costa a nado y se tiraron al agua. Esto creo que ya lo he contado, pero lo repito porque fue cuando el Andrés de Urdaneta dijo que era gran necedad abandonar un navío mandado por tan buen capitán, y mayor necedad aún sin saber nadar, pues de los doce que saltaron sólo uno logró salvarse, no porque alcanzara la costa sino porque le tiramos un cabo al que pudo agarrarse. En cuanto a los otros once, ¿cómo habían de salvarse si ni tan siquiera sabían mantenerse sobre el agua? Nosotros los veíamos ahogarse, con gran dolor, que no digo que no lo compartiera el Urdaneta, pero eso no le quitó de decir: «Bien merecido se lo tienen por sinsorgos.»

El frío no es para descrito y las manos nos las teníamos que poner en las partes pudendas para que se calentaran y poder servirnos de ellas. ¿Cómo no acordarme en tales momentos de las dulzuras de la Tierra de Verzin, por muchos peligros que me acecharan en ellas?

Donjuán Sebastián, como gran capitán que era, no perdió la compostura y con determinación ordenó levar anclas y alzar la vela del trinquete, ¡qué sabiduría!, pues cuando todos pensábamos ser locura dar velas al viento, acertó con alzar sólo aquélla que nos había de llevar a una playita que había no lejos de allí, donde encalló y ahí estuvo nuestra salvación. Pese a lo mucho que nuestro señor Elcano amaba a los navíos, que veces había que los acariciaba como se acaricia a la mujer amada, digo por las noches cuando hacía su cuarto de guardia, le veíamos pasar la mano sobre las amuras con mucha ternura, pues pese a ello se le dio poco de destrozar el
Sancii
por salvar a los que íbamos dentro, que salimos con la ayuda de Dios con harto trabajo y peligro, bien mojados y en camisa, a un lugar tan maldito que no había en él otra cosa que guijarros, con tanto frío que parecía que allí íbamos a perecer, pues ni ramas había para encender una hoguera, y el remedio fue ponernos a correr de una parte a otra para calentarnos. Luego comenzamos a traer a tierra lo que pudiera sacarse del navío escorado, y con los maderos hicimos fuegos que es de las cosas hermosas que recuerdo de aquel tiempo de tanto dolor, el calor que se desprendía de las hogueras, pues si hay algo ingrato para el pobre marinero es el daño tan grande que hace el frío cuando se viste poca ropa y está mojada.

Los otros navíos corrieron mejor suerte y el señor almirante Loaysa dispuso que don Juan Sebastián y los de su corte pasáramos a la
Anunciada,
y ésta en cabeza siguiera tentando de encontrar el mejor paso para atravesar el estrecho, como así se hizo durante cosa de quince días, siempre con grandes peligros mayormente por ser muy bravas las corrientes y muy altos los acantilados contra los que parecía que habían de estrellarse los navíos, hasta que nuestro capitán encontró un resguardo para las naos y tomó una determinación que fue de admirar: los restos del naufragio de la
Sancti
habían quedado en su lugar al cuido de unos marineros a los que don Juan Sebastián había prometido que tan pronto que encontrara refugio mandaría en su busca, y entendió que era llegado el momento de cumplir lo prometido, mas no enviando un navío pues mucho nos había costado llegar hasta allá como para desandar lo andado, sino que dispuso que se fuera a por ellos por tierra y aquí viene lo que es de admirar pues acordó que fueran media docena de hombres al mando del Andrés de Urdaneta. ¿Cuándo se ha visto que hombres tan fornidos como aquéllos, todos con barbas bien crecidas, y arrugas en el rostro, y heridas en el cuerpo, tuvieran que ponerse a las órdenes de quien apenas estaba saliendo de la mocedad? Pero así lo determinó don Juan Sebastián y nada de lo que él dijera se discutía por la gran autoridad de que gozaba entre la marinería y la tropa, y más aún desde que entramos en el estrecho, todos sabedores que nuestras vidas dependían de su sabiduría en aquel laberinto de perdición. Digo no que no lo discutieron al principio, que luego sí lo hicieron por lo siguiente: Los designados para acompañar a Urdaneta fueron seis, entre los que no me encontraba yo, hasta que Urdaneta dijo: «Si su señoría no lo tiene a mal gustaría que el Andonegui viniera en la tropa.» El señor Elcano echóse a reír y repitió lo de la soga tras el caldero, y le advirtió a Urdaneta que no creía que en semejante trance le sirviera de mucho el Latino, que era como me nombraba, pero consintió. Bien claro está que don Juan Sebastián no me tenía en mucho como hombre de acción, y no puedo reprochárselo, aunque en aquella ocasión algún servicio pude prestarle a mi principal.

¿Es de imaginar lo que debe caminarse para cubrir por tierra, lo que un buen navío había navegado durante quince días con el viento a favor, aunque no siempre? Echamos a andar y causaba espanto la desolación que nos rodeaba, con acantilados por doquier, todos muy secos sin que corriera por ellos ni un hilillo de agua, y a los pocos días aparecieron los patagones que es como se llaman los salvajes de aquellas tierras, que más salvajes no los hay y es de asombrar que puedan vivir donde no hay vida, ni el sol se deja ver, al menos nosotros no lo vimos nunca. Van vestidos con unas pieles como las de nuestras cabras, y para mí sigue siendo un misterio de dónde las sacan pues nunca vimos un animal de cuatro patas que se semejara a ellas; en la cabeza se adornan de plumas y eso se comprende mejor porque aves sí vimos, aunque siempre en la distancia; y traen con ellos arcos y flechas y eso es común a todos los pueblos salvajes que, por muy salvajes que sean, ese ingenio se lo tienen aprendido de tensar arcos que se hacen con ramas de árbol y tripas de animales, para lanzar flechas a ser posible con veneno en su punta, que suele ser de espina de pescado, bien para cazar animales, bien para matar enemigos que son todos los que no pertenecen a su tribu. Donjuán Sebastián ya nos había advertido acerca de ellos, pues los conocía de la otra vez, y nos dijo que no tuviéramos cuidado pues nos mirarían y nos seguirían, pero siempre manteniéndose a distancia, y ahí estuvo el mal de Urdaneta. De raciones íbamos bien provistos, no digo que sobradas para tan camino, pero sí suficientes hasta que el Urdaneta tuvo la ocurrencia de darles a los que nos seguían de nuestro tasajo y pan cazabe y ya no nos los podíamos apartar de nosotros y hasta tuvimos que lanzar tiros al aire para que vieran de nuestro poderío; mas una noche nos tomaron descuidados y nos robaron algunos zurrones, dejándonos en la indigencia. Y ahí es donde pude salir en defensa del Urdaneta pues cuando los hombres se vieron robados, echaron cuenta de los zurrones que nos quedaban, no más de tres, y uno mal encarado y colérico, nombrado el Cortado por un chirlo que tenía en la cara, dijo que la culpa era de Urdaneta por la torpeza de dar de comer al salvaje, y que de lo que restaba no lo había de catar así se muriera de hambre. Escopetas llevábamos dos, una siempre conmigo como de la confianza que era de nuestro principal, y con la chispa montada le hice ver al Cortado que pusiera a mi disposición los tres zurrones y que se repartiría como era de justicia entre buenos cristianos. También le hice ver que el Andrés de Urdaneta era nuestro capitán por designación de quien podía hacerlo, y que el que se alzase contra él merecía la muerte y yo estaba dispuesto a dársela.

Se repartieron los zurrones, mas poco nos duraron, sobre todo el agua y al final nos tuvimos que beber los orines, creo que ya lo he contado, y ni recordarlo quiero pues me vienen bascas al estómago, pero entonces no tuvimos otro remedio. Cuando ya estábamos para morir dimos con un charco de agua y con unas matas de apio que fueron nuestra salvación y, por fin, con una marisma en la que había patos y yo pude apañar algunos con mi escopeta, loado sea Dios, que cerca estuvimos en aquella ocasión de dejar la vida, que morir nunca es grato, pero menos en aquella desolación en la que quedarían nuestros cadáveres al raso para ser devorados por los patagones que por todas las trazas también se apreciaba ser caníbales. A estos patagones seguíamos viéndolos, mas siempre en la distancia, y si tentaban de acercarse les tirábamos tiros a dar; eran todos de buen tamaño y los pies muy grandes, de ahí que por las huellas de sus pisadas les llamáramos patagones; ellas muy rollizas, de suerte que bien se colegía que aquellas carnes sólo podían lucir comiéndose los unos a los otros.

A partir de ese día comida no nos faltó, pues de lo que cazábamos guardábamos para cuando no había caza, y en cuanto al agua discurrimos arrancar la tierra que estaba helada y dejarla escurrir y así nos arreglábamos aunque su sabor fuera como de hierbas podridas, pero mejor que los orines ya era.

Aquí se vio el acierto que tuvo el señor Elcano nombrando como jefe de la expedición al Andrés de Urdaneta, pues el camino, a los comienzos, parecía que sólo era caminar orilla del estrecho, pero esto no era siempre posible ya que se levantaban tales acantilados que ni las cabras podrían atravesar, lo que nos obligaba a meternos tierra adentro, a veces varias leguas hasta vernos perdidos en aquella desolación, pero el Urdaneta con ese saber que tenía para todo lo que atañía a la geografía, siempre nos sacaba con bien porque acertaba con lo que más nos convenía, bien por el vuelo de las aves o la dirección de los vientos, o la forma de este acantilado o del otro, o la situación de las estrellas las pocas veces que se dejaban ver, y de no haber tenido ese jefe nos hubiéramos puesto a discutir los unos con los otros y otro hubiera sido nuestro final. Cuando por fin alcanzamos el lugar en el que se encontraban los restos de la
Sancti
se lo hice ver al Cortado que agachó la cabeza. La alegría de los que nos esperaban es de imaginar pues ya temían que las otras naves, al igual que la
Sancti
habrían naufragado y se sentían abandonados a su suerte hasta que el Señor se apiadara de sus almas.

De lo que fue el paso del estrecho baste considerar que nos llevó cosa de dos meses, según las cuentas de Urdaneta cincuenta días que para el caso da igual, y de las siete naves que entramos sólo salieron cuatro y todas muy maltrechas, y la peor de todas la nao capitana, la
Santa María de la Victoria,
con todo el codaste roto más tres brazas de la quilla. Con ser grande la contrariedad que sentía nuestro almirante, señor Loayza, viendo tan malparado navío en el que tanto confiaba, mayor dolor le produjo la deserción de los capitanes de la
Anunciada
y la
San Gabriel que
dieron la media vuelta cuando las cosas se pusieron bravas.

El capitán de la
San Gabriel
era don Rodrigo de Acuña, de noble cuna, pero en extremo orgulloso y poco dado a obedecer. Este Acuña, cuando todavía andábamos por el golfo de Guinea, tuvo un enfrentamiento con otro de los capitanes, don Santiago de Guevara, al extremo de que se desafiaron en duelo, lo cual no podía consentir el almirante general que castigó a uno y a otro, al Acuña a dos meses de arresto en la nao capitana, cumplido el cual y recuperado el mando de su navío, sólo pensaba en resarcirse de aquella afrenta y el modo fue abandonándonos cuando más podíamos precisar de su navío. días antes de su deserción, en presencia de donjuán Sebastián, el almirante general le dio orden de ir en busca del patache que andaba en apuros, a lo que el Acuña se negó alegando que estaba mala la mar, como si algún día estuviera buena; ante la insistencia del señor Loayza el Acuña le replicó de manera descomedida que no le mandara ir donde el señor almirante no quisiera hallarse. Terció donjuán Sebastián diciendo que en la mar no se podía consentir semejante desobediencia y tal descomedimiento, y que el Acuña merecía ir al cepo, pero el almirante se limitó a dar unas voces y de ahí no pasó.

Don Pedro de la Vera, el capitán de la
Anunciada,
se largó por su conveniencia ya que los navíos que desertaban de las escuadras españolas eran bien recibidos por los portugueses, con los que siempre andábamos en pugna, o por los franceses que acostumbraban a darles una corso, que era negocio muy provechoso. Tengo para mí que todos estos señores y grandes capitanes a la hora de tomar el mando, hacían grandes loas a cómo se debían al servicio de Sus Majestades Católicas, los reyes de España, pero cuando se les presentaba la ocasión presto se pasaban al servicio de majestades que no eran tan católicas, pero que les pagaban mejor; digo que los hubo que se pusieron al servicio de las majestades de Inglaterra, de los más contrarios a la fe católica, y de los que más daño hacían a la Corona de Castilla con sus piraterías polla ruta del Caribe. No digo que todos fueran así y nunca se le pasó por mientes semejante tropelía a nuestro señor Elcano, aunque los portugueses le hubieran pagado su peso en oro por lo mucho que sabía de la mar océana.

Other books

Demon Marked by Anna J. Evans
Misguided Target by Jessica Page
The Bombay Marines by Porter Hill
Unlucky Charms by Linda O. Johnston
The Boy Who Followed Ripley by Patricia Highsmith
The Wake of Forgiveness by Bruce Machart