Las islas de la felicidad (16 page)

Read Las islas de la felicidad Online

Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
3.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

El modo del que me servía para engrosar las bolsas era el de siempre, engañando a los indígenas, bien mediante trueque de baratijas, o con el juego de los huesecillos; y si el Urdaneta, que bien conocía mi vicio, me veía en este quehacer y me miraba con malos ojos, yo le replicaba también lo de siempre: que lo hacía por tener trato de amistad con los salvajes, como nos lo tenía mandado nuestro capitán general. Y como eran tantos los problemas que teníamos, y tantos los trabajos del Urdaneta, el más afanado de toda la armada, presto se olvidaba de mí. No digo de mi persona que siempre la tenía muy presente, sino de mis enredos.

Y ahora viene un sucedido en que de manera admirable la amistad pudo más que mi codicia.

El Francisco de Soto era ese oficial de Su Majestad, de cierta alcurnia, aunque de nuestra tierra no era, en el que tanto confió el Carquizano cuando lo nombró contador general al hacerse con la capitanía, de suerte que era el segundo en el mando muy considerado por toda la tripulación. Cuando perdimos para siempre la
Santa María de la Victoria
fue de los que entendió que no debíamos de seguir enfrentados a los portugueses, pues sin el navío llevábamos todas las de perder, sino que había concertarnos con ellos, pero el Carquizano no quería ni oír hablar de tal, sino que seguía terne en lo de fundar conforme a la Providencia del emperador; así son los de Elgoibar, tozudos. Entendió De Soto que el Carquizano era el único en discurrir de esta manera y comenzó a urdir para quitarle el mando, de modo muy sensato a mi modo de ver.

Con cuántos habló no lo sé, mas sí que debió de obtener su anuencia y también habló conmigo pues recordaba cómo en la reunión que hubimos al poco de llegar al Moluco había manifestado mi parecer contrario a batallar con los portugueses; lo hizo no porque mi persona sirviera de mucho en aquella urdidura, sino porque trajera a nuestro bando al Urdaneta que, pese a su juventud, era tenido como uno de los lugartenientes del Carquizano, mas en esto se equivocaba, digo en lo de la soga tras el caldero, pues era yo el que iba tras el Urdaneta, pero no al contrario.

Lo del Francisco de Soto estaba muy bien urdido; cuando se hiciera con la capitanía les diría a los portugueses que nos iríamos de allí, mas no de vacío, y les pediría como precio de nuestra marcha una buena provisión de clavo, la que pudiera cargar un navío de los más grandes, y a buen seguro que los portugueses aceptarían por quitarse de encima ese abejorro que no les dejaba estar, amén de que tenían clavo sobrado. Ítem, con uno de sus navíos volveríamos a Castilla por la ruta del índico, que es la que ellos dominaban, con mucho más conocida que la que habíamos traído nosotros, y luego dejaríamos la nao en Lisboa, muy amistosos, y todos nosotros llegaríamos ricos a España con nuestra carga de clavo. En cuanto al emperador le daríamos su parte en la carga y le contaríamos cómo estaban las cosas por el Moluco y que si quería fundar en las islas, era preciso volver a mandar una armada más cumplida, con lo cual prestábamos un servicio a la Corona, y nuestras personas no salían mal paradas, que bien que nos lo merecíamos después de tantas penas como llevábamos pasadas.

Me pareció de tanto fundamento cuanto discurría el De Soto, que se lo hice saber al Urdaneta, no como si existiera una urdidura contra el capitán general, sino como algo que sería de gran conveniencia para todos, mas la respuesta de Urdaneta pocas dudas me dejó, pues no menos encendido que el Carquizano dijo que estábamos allí para fundar y así había de hacerse aunque fuera lo último que hiciéramos en esta vida. Así se lo hice saber al De Soto, advirtiéndole que no podíamos contar con él, y el contador general me dijo una frase que me dio que pensar: «Pues bien que lo lamento por don Iñigo de Carquizano y por el Urdaneta, mas lo que hay que hacer se hace aunque algunos lo tengan que pagar.»

Más que nada deseaba yo en aquellos años retornarme a Castilla con las dos bolsas de oro, más la parte que me tocase en la carga del clavo, y hasta discurría que en tan largo viaje de vuelta, ocasión tendría de aumentar mis tesoros a costa de los marineros que para distraerse en el ocio en las travesías no hacen reparos en tirarle de la oreja a Jorge, bien con los huesecillos, bien con el naipe. Por ahí iban mis deseos y anhelaba que acertara el De Soto con su intención, y puse de mi parte cuanto pude, digo de hablar con otros de la tripulación para que estuvieran advertidos, pero siempre con la comezón de lo que sería del Carquizano y del Urdaneta, si no se avenían. Y uno de los confabulados más bravos y despachado en el hablar, díjome que era bien sabido que en los motines quienes no consentían, habían de ser muertos pues nunca se debía dejar a las espaldas a quienes fueran de otro parecer. Por fin algo hablé de esto con el que hacía cabeza y díjome: «Dios quiera que no lleguemos a tanto, mas si se ha de hacer se hace, pues por dos vidas no podemos consentir que se pongan en peligro cien más.» Don Francisco de Soto lo decía sin que hubiera rencor alguno en sus palabras, muy sosegado, como quien sólo mira al provecho de los demás. Mas yo me temía que sí habíamos de llegar a tanto pues el Carquizano, creo que esto ya lo he dicho, era muy terne que es algo muy propio no sólo de los de Elgoibar, sino de todos los euskaldunes del interior, a diferencia de los de la costa que somos más sueltos en nuestra manera de obrar. El Urdaneta, aunque había nacido tierra adentro, se había hecho cerca de la mar, y tenía de los unos y de los otros, pero para él la fidelidad formaba parte de su religión y por nada faltaría al capitán general, a quien se la debía y era correspondido.

No se puede pensar que haya motín entre la gente de la mar sin que medien cuchillos, pistoletes y escopetas que, en último extremo, decidan la suerte del envite y, para mi desgracia, por tener fama de diestro en el manejo del arcabuz, se me asignó el apuntar con él al Carquizano «y a los que estuvieran de su parte» y si preciso fuera disparar a una orden del Francisco de Soto.

Bien comprendía yo que los motines habían de hacer así, mas ¿sería capaz de disparar contra el Urdaneta? También entiendo que son muchos los motines que se urden, mas no todos prosperan pues siempre hay un traidor que los denuncia, y en aquella ocasión el traidor fui yo. La víspera del día señalado se lo conté todo por menudo al Urdaneta, a quien le faltó tiempo para hacer otro tanto con el capitán general, siempre jurándome uno y otro que nunca habían de decir de dónde les venía ese saber; el Carquizano, como buen capitán que era, tomó las medidas que procedían de retirar las llaves del armero para que nadie pudiera tomar armas de él, y con el alguacil mayor, que no estaba en la urdidura, fue tomando presos uno a uno a los que eran más cabecillas, comenzando por el Francisco de Soto que, como muy noble que era, dijo que él había de pagar por todos pues los otros sólo habían hecho lo que les había mandado. De primeras se fue al cepo, con intención de ser ahorcado, aunque luego no sucedió así pues el Carquizano, magnánimo, le perdonó la vida, pero ya nunca fue el mismo. Digo que el ascendiente que tenía con la tripulación dejó de tenerlo, pues se había puesto a la cabeza de un motín que no salió con bien y la gente de la mar desea ser mandada por capitanes que acierten, pues en ello les va la vida, mayormente en lugares apartados rodeados de salvajes y toda clase de enemigos.

Si lleváramos un profeta en ancas otra hubiera sido la suerte del Francisco de Soto y con la suya, la nuestra, pues de allí a pocos meses murió el Carquizano, como se contará en su lugar, y el De Soto, como segundo en el mando, se hubiera alzado con la capitanía y sin necesidad de motín hubiera podido poner por obra su concierto con los portugueses, mas no fue así y a la hora de suceder al Carquizano nadie pensó en el que había sido contador general. ¡Ay, Dios mío, quién llevara un profeta en ancas para que nos dijera en cada momento lo que nos conviene hacer, pensando en lo que ha de suceder!

Ahora viene una parte del relato, que no sé si es antes o después de lo narrado, pero que viene al hilo de lo que ha de suceder y no imaginamos que pueda ser de ese modo.

Trae relación con dos de los indígenas que me traje conmigo, la Tagina y el Capi, que tomaron un derrotero que nunca hubiera imaginado, pues mi discurrir era torpe, propio de hombre vicioso, y me olvidaba que había Alguien por encima de nosotros que no necesita llevar un profeta en ancas puesto que Él es el padre de todos los profetas, y quien nos los envía. Del Capi ya queda dicho el favor tan grande que recibió del Urdaneta, y cómo lo traía y llevaba siempre consigo, y cómo le daba trato de amistad dejándole poner sus ropajes, pues de estatura eran parejos y veces había que el Gapi parecía un caballero, como los que hay por Andalucía, digo por la color del rostro más cetrina que la nuestra. Sin llegar a tener mando, el mismo Carquizano lo tenía en mucho, y le concedía la consideración de piloto por el arte que se daba en navegar, mayormente desde que perdimos la
Santa María de la Victoria
y nos teníamos que valer de los paraos de los indígenas, que los manejaba con más soltura que nuestros pilotos de oficio. Cuando pusimos fin a la
Santa María
todo el pío del Carquizano era que hiciéramos una nao de las nuestras, pero no se pudo conseguir porque aquellas maderas eran muy bellacas para ese menester y al llegar a las cuadernas, que son como las costillas del navío, se encorvaban y no se podía seguir. Mas esas mismas maderas son buenas para hacer los paraos, que no precisan de cuadernas ni curvaturas, y de ellos nos servíamos tomándolos de los indígenas o aplicándose hacerlos nuevos nuestros carpinteros de ribera, más apañados para que en ellos pudiéramos emplazar las culebrinas y que la vela latina fuera más cumplida alzando en alto el palo mayor. Acabamos haciendo unas naos muy marineras, no digo para atravesar el Pacífico, mas sí para navegar por aquellas islas y para que los portugueses siguieren teniéndonos temor. Estos paraos, además de las velas precisan remeros y en el orden de éstos es donde lucía el saber del Gapi, amén de su ciencia de las mareas entre las islas; uno de estos paraos podía llevar hasta sesenta hombres, unos mandando y los más remando.

En cuanto a la Tagina yo le había prometido que en mi país sería como una princesa y procuraba darle trato de tal, apartándola de toda clase de trabajos serviles, que se los hacían unas indias que habíamos tomado a los de Terrenate y que éstas sí que eran esclavas. También estaba lo de los vestidos que yo le había pintado cuando le animaba a ayudarme a huir, que eran los que llevaban las damas en Castilla, y en ese quehacer me ayudó un carpintero de ribera, de nombre Ginés, muy aficionado a cosas de mujeres, no digo de trato con ellas, sino de sus vestidos y arreglos, porque el infeliz no estaba limpio del mal de sodomía, aunque siempre muy discreto y resignado con su suerte, bien es cierto que otra cosa no podía hacer, pues si ponía por obra su sodomía ya sabía que le aguardaba la horca, no por gusto de los que mandaban, sino porque así lo disponían las ordenanzas de Su Majestad Católica. El Ginés tomaba telas de aquí y de allá y a veces se la hacía tejer por las mujeres indígenas de Tidor, que no se dan mala maña en ese quehacer, y luego le hacía unos trajes hasta con adornos de oro, que le llegaban hasta los pies, y a la Tagina le parecía de gran distinción el no mostrar parte alguna de su cuerpo. Tanto gustaban estos trajes, que el Ginés también había de hacérselos a otras damas de la corte del rey de Tidor, y así era de admirar ver de ese modo vestidas a las que poco antes andaban en cueros. Asimismo les hacía chapines con pieles que habíamos sacado de la
Santa María de la Victoria,
y luego los recubría de cordobán con pellejo de cabra, que es animal que allí no falta.

La Tagina más ufana no podía mostrarse con tanta distinción y, como agradecida que era, procuraba darme gusto en lo que más precisaba yo de ella, hasta que las cosas se tornaron a la vuelta de una de las descubiertas que me tocó hacer con el Urdaneta, que duró cosa de veinte días, quizá un mes. Nos las mandaba hacer el capitán general, bien para que averiguáramos cosas de los portugueses, bien para que atendiéramos a alguna necesidad del rey de Gilolo, bien para que apañáramos algo del clavo que andaba de una isla a otra en juncos que no fueran de los indígenas amigos. Recuerdo con agrado aquellos viajes pues las islas eran todas muy hermosas, y en ellas éramos bien recibidos y agasajados, y salvado que nos topáramos con los portugueses, en los demás lugares nos tenían gran temor pues nuestro parao era de los que cabían sesenta hombres, con sus culebrinas y la vela mayor muy marinera. El Gapi siempre al timón lo cual nos daba mucha confianza, y yo con la mecha de la escopeta presta, pues en eso no cedía el Urdaneta y decía que siempre habíamos de estar advertidos, y nunca confiar hasta estar cierto de que eran amigos con los que nos topábamos. También nos advertía que no habíamos de fiarnos con los salvajes, que un día se decían amigos, y al otro no. Así discurría el Urdaneta, como buen capitán que era, aunque pecaba de temerario, y en más de una ocasión hube de disuadirle de no presentar combate a los portugueses que también andaban por aquellos pagos.

Andaba yo por los veinticuatro o veinticinco años, eso no alcanzo a recordarlo, pero muy maduro en las cosas de la vida y apreciaba el placer que nos ofrecía aquella natura ubérrima, más el gusto de disfrutar de las puestas de sol y del baño sosegado en los arroyos que bajaban de las montañas, que allí también las hay, o en las calas cuyas aguas son tan nítidas que parece que puedes tocar los corales con la punta del pie, y todavía están a más de diez palmos. En todo esto yo me complacía de un modo distinto que el Urdaneta a quien sólo le interesaban los mares, las islas, las nubes o las estrellas, para apuntarlos en su cuadernillo de cosmógrafo y luego hacer mapas con ello. Si yo le ensalzaba el colorido del sol poniéndose entre un mar de nubes, con el ánimo arrebatado ante tanta hermosura, él me respondía que eso anunciaba que íbamos a tener viento mistral, entre poniente y tramontana, y que al otro día habíamos de navegar con tal vela o tal otra. Y de lecturas no se diga; yo me había hecho con los pocos libros que habíamos sacado de la
Santa María de la Victoria,
de los poetas griegos y romanos, y también de algunos castellanos, y el Urdaneta para nada quería saber de ellos, y sólo leía los que habían pertenecido al señor Elcano, todos de cosas de la mar. En esto pienso que aventajaba al Urdaneta pues estaba más que él por los bienes del espíritu, que son los que nos acercan a Nuestro Padre Creador, mas esa ventaja la perdía por la codicia que seguía mostrándose conmigo implacable, y así que llegábamos a alguno de aquellos paraísos mis ojos se iban tras las ajorcas que lucieran en los tobillos de los indígenas, o con cualquier fruslería que llevaran encima y me ponía a discurrir cómo hacerme con ellas, para lo cual llevaba siempre el zurrón lleno de baratijas. El Urdaneta consentía porque creía que era cosa de poco, mas ya iba por la tercera de las bolsas, que me las hacía de cuero recio para que el preciado metal no sufriera ningún daño. Mas el que en verdad sufría era yo, siempre escondiéndolas donde nadie pudiera encontrarlas, y cuando volvía de uno de estos viajes, lo primero que hacía era comprobar que seguían allí, y luego ya me iba en busca de la Tagina, muy anhelante de sus encantos, y en uno de esos viajes fue cuando me la encontré remisa a concedérmelos. Nada dije pensando que tendría algún mal propio de las mujeres, mas al otro día sucedió lo mismo, y lo mismo al otro y al otro, y por fin vino a reprenderme fray Francisco, y aquí conviene que explique lo siguiente:

Other books

Musical Star by Rowan Coleman
Naked in Knightsbridge by Schmidt, Nicky
Rex Stout_Nero Wolfe 46 by A Family Affair
Wrong Turn by Diane Fanning
The Second Deadly Sin by Larsson, Åsa
The Illumination by Kevin Brockmeier
Blissfully Undone by Red Phoenix