En el camino de regreso a nuestro real fue de las veces que me enfrenté al Urdaneta con la razón de mi parte, aunque él no quisiera dármela. Traía el semblante fosco que parecía que quitarle el Moluco era quitarle la vida, y yo le hice ver que quiénes éramos nosotros para discutir decisiones que emanaban de Su Majestad Imperial, a lo que el Urdaneta dijo algo que nunca creí que saldría de sus labios: «Los reyes también se equivocan.» Digo esto porque él era fidelísimo vasallo en todo, y así como otros pensábamos en nuestro provecho y en la parte del botín que nos pudiera corresponder, él sólo pensaba en la gloria de España; por contra, yo no era tan buen vasallo, mas en aquella ocasión me expresé así porque en ello veía el fin de nuestras penas. ¿No había decidido Su Majestad vender sus derechos en el Moluco? Pues bienvenida fuera determinación que así nos permitía retornarnos a Castilla; mas el Urdaneta para nada quería atender a tan sabias razones y sostenía que sin
Provisión
no había rendición. Esta canción fue la que le metió al Hernando de la Torre que era muy picajoso en cuestiones de honor y decía que no podíamos marcharnos del Moluco, con el rabo entre piernas, sólo porque lo dijera un portugués que a saber si decía verdad. Tengo para mí que todos estábamos deseando partir de allá, mas queríamos hacerlo sin merma de nuestra honra; bendita honra cuántos quebraderos de cabeza nos da. ¿Cómo no habíamos de querer irnos si sólo quedábamos diecisiete de Castilla? ¿Es que con tan menguado ejército habíamos de poder conquistar aquel dédalo de islas sin fin?
Volver, volvimos, mas pasados meses, quizá años, y en lo que alcanzo a recordar, las cosas sucedieron de esta manera:
Con
Provisión
o sin ella, no nos hacíamos guerra con los portugueses pues como queda relatado ambos bandos nos habíamos juramentado a tener paz delante de la Hostia Consagrada, y el Hernando de la Torre, como muy devoto que era, antes se dejaría matar que faltar a tan sagrado compromiso. En éstas, el Gonzalo de Pereira, haciéndose el amistoso, nos pidió de prestado un calafate para embrear uno de sus navíos, y nuestro capitán después de pensárselo les mandó a un tal Arenas, con el compromiso de que terminado el trabajo, cosa de un mes, había de volver a nuestro castro. Pasó el tiempo previsto y otro tanto más y el Arenas que era del sur y resultó muy falso (no digo que fuera falso por ser del sur, sino que lo era por naturaleza) se quiso quedar en Terrenate, por el mucho regalo que recibía de los portugueses, y el Gonzalo de Pereira, con gran desvergüenza, dijo que no le podía obligar a volver. No podía consentir tal nuestro capitán general y primero mandó al Urdaneta, para hacerle volver, mas como retornara de vacío, me mandó a mí, en mi condición de escribano que lo era a la sazón; en compañía del alguacil mayor y con solemnidad, le requerí para que devolviera al calafate y que de no hacerlo así, nuestro capitán general, don Hernando de la Torre, se consideraba libre del juramento que había prestado ante la Hostia Consagrada.
Esto sucedía en una estancia muy hermosa que tenían los portugueses en su fortaleza de Terrenate, tan adornada de tapices y pinturas que parecía que estábamos en Europa, y el Gonzalo de Pereira escuchaba mi requerimiento con el aire recogido, como quien tiene en mucho lo que dice quién habla en nombre de un capitán del emperador más grande del mundo, de ahí mi asombro cuando al terminar mi discurso se levanta de su sitial, toma un palo y se dirige a mi persona y comienza a golpearme con él, en medio de una lluvia de insultos, acusándome de deslenguado. ¿Cuándo se ha visto que un caballero haga tal? Los otros caballeros portugueses, abochornados, le sujetaron con no poco esfuerzo y sus últimos bramidos fueron para jurar por Dios que, como libre quedaba del juramento sagrado, antes de mucho había de tomar a los castellanos maniatados y desterrarlos a las islas de Mandibar.
Más que los palos, lo que me dolió fue que mucho me temí que con semejante energúmeno se desvanecían nuestras esperanzas de que hubiera paz y, de su mano, nos pudiéramos retornar a Castilla. Y ahora volvamos a los del profeta en ancas: ¿quién nos había de decir que de la menudencia de un calafate traidor, había de venirnos la dicha de concertarnos con los portugueses para nuestro anhelado retorno? ¿Quién nos había de decir que semejante cólera nos había de resultar tan provechosa? No se le había pasado el enojo por lo del calafate cuando los de Terrenate vinieron a pedirle la libertad de uno de sus notables, de los que había hecho preso el Meneses y se había olvidado de degollarlo como hizo con los otros; el Gonzalo de Pereira con el mismo desprecio que usó conmigo despidió a los embajadores, lo que dio lugar a que al poco se alzaran todos los indígenas de Terrenate, sitiaran la fortaleza y pasaran a cuchillo al señor gobernador y a sus ayudantes, porque el que siembra vientos recoge tempestades. Me compadecí de su alma, como debe hacer todo buen cristiano, pero no pasé pena alguna por su muerte; bien merecido se lo tenía.
Los portugueses que no murieron en el motín consiguieron con no poco trabajo encerrarse en la fortaleza, y allí quedaron al mando de un tal Fonseca, sitiados por una multitud de quienes habían sido sus vasallos y se habían cansado de serlo. La fortaleza estaba bien guarnida y los indígenas no podían con ella, mas tampoco podían los sitiados salir de allá. En éstas, los de Terrenate mandaron cuatro embajadores a nuestro castro para decirle a nuestro capitán general que era llegada la hora de acabar de una vez con todas con los portugueses, para lo que bastaba que el Hernando de la Torre mandara la artillería de la que disponía para poder derribar los muros de la fortaleza, y que el resto corría de su cuenta (de la de los indígenas); a cambio prometían convertirse en fidelísimos vasallos del emperador. A lo que el De la Torre replicò: «¿No os habíais obligado, antes, a ser vasallos del serenísimo rey de Portugal y mirad en qué ha venido a quedar vuestro compromiso?» A esto razonaron los de Terrenate que había sido por culpa de los portugueses, que les habían prometido ser sus padres, y terminaron siendo sus verdugos. El Hernando de la Torre no dijo ni que sí, ni que no, y los indígenas se marcharon creyendo que era que sí, aunque luego resultó que fue que no, pues el Fonseca logró al amparo de la noche hacer una salida del fortín, y consiguió llegarse a nuestro castro donde con gran verdad, y no poca humildad (algo insólito tratándose de un portugués) le dijo a nuestro capitán general lo que sucedía; la situación más apurada no podía estar, faltos como se encontraban de bastimentos, de suerte que no les quedaba otro remedio que morir matando, y los que no murieran en el empeño serían degollados por los salvajes como era costumbre en ellos. Si, además, los españoles se ponían de parte de los de Terrenate, el fin sería más inmediato. ¿Se podía consentir tal cosa entre cristianos, rodeados como estaban de paganos? A lo que nuestro capitán general replicó que sólo se acordaban de que unos y otros eran cristianos, cuando le convenía. A esto el Fonseca agachó sumiso la cabeza, y nuestro capitán se retiró a deliberar con algunos de los oficiales y también con los frailes agustinos, que le recordaron que a saber si no seguía comprometido por el juramento ante la Hostia Consagrada; por su parte el Urdaneta, pese a ser de natural tan belicoso, le hizo una consideración que mucho pesó en su ánimo: cierto que ahora podíamos acabar con los portugueses, mas... ¿por cuánto tiempo? Portugal no podía consentir semejante afrenta y presto mandaría una armada de las más cumplidas, bien desde Malaca o de la India, a la que nosotros no podríamos hacer frente. La determinación fue que nuestro capitán le dio buenas palabras al Fonseca y dispuso unos paraos bien abastecidos, no sólo de provisiones de boca, sino también de alguna artillería, y el portugués salió de nuestro castro con lágrimas de agradecimiento, jurando que nunca más nos haría guerra y por su parte cumplió, aunque otros portugueses no fueran tan nobles como él, no digo de darnos guerra, que ésa ya no la volvimos a tener (entre otras causas porque se supo ser cierto que el emperador Carlos V nos había vendido el Moluco) mas sí de demorar nuestro retorno a España en más de lo debido.
Con ese viático poco le costó al Fonseca poner fin al sitio de los de Terrenate que, como todos los salvajes, son de poca paciencia y si no alcanzan lo que buscan de primeras, presto se cansan y abandonan. Además, al poco comenzaron a llegar navíos enviados desde la península de Malaca, primero dos, y luego una poderosa escuadra al mando de Tristán de Tayde, muy bravo que, una vez que domeñó del todo a los de Terrenate, se situó frente a la isla de Gilolo para que los gilolenses supieran que no tenían otro remedio que someterse al serenísimo rey de Portugal.
Ciertos estábamos que habíamos de volver, pues nos cruzamos cartas con el virrey de la India, y todo era mostrar agradecimiento por lo caballeroso que se mostrara el Hernando de la Torre en el episodio relatado, mas no terminaban de aparejar las naves que habían de llevarnos y entretanto, como no podíamos guerrear ni medrar botín, nos dedicamos a la caza del jabalí. También nos dedicábamos a engañar a los de Gilolo, diciéndoles que no nos íbamos a ir dejándolos a merced de los portugueses y cuando avistamos la poderosa escuadra que mandaba el Tristán de Tayde, el Hernando de la Torre dispuso montar nuestra artillería en la playa, como si fuéramos a combatirla, mas no hicimos tal sino que nos montamos en navíos portugueses para abandonar Gilolo para siempre. Los gilolenses no salían de su asombro viéndonos hacer tal, y cuando el hecho estaba consumado, se dieron a la fuga de manera que el Tristán de Tayde pocos apuros tuvo en desembarcar. Lo que sucediera después no lo conocemos, aunque nos lo imaginamos pues sabíamos cómo se las gastaban los portugueses con quienes no se les mostraban sumisos. ¿Mas qué podíamos hacer nosotros si de castellanos en aquel día sólo éramos diecisiete, que todos los demás eran ya muertos?
Y ahora procede que cuente las penas del Urdaneta en tan triste despedida. Amigos entre los de Gilolo contaba como el que más, no siendo pocos los que le tenían por un dios de la guerra y por él se hubieran dejado matar. En sus diversas tropillas siempre llevaba gentes de aquella isla a las que instruía en el arte de guerrear y también en las verdades de la fe cristiana; en tantos años —cerca de diez— no fueron pocos los que se habían bautizado. ¿Qué será de ellos?, se lamentaba una y otra vez. ¿Qué pensarán de nosotros, los cristianos, que de tal modo los dejamos en manos de sus enemigos? A tanto llegó su apuro que los que bien le queríamos temimos que tentara de quedarse en la isla y hacerse coronar por su rey, lo que no digo que fuera quimera por el gran valimiento que tenía entre ellos, y porque el reyezuelo que los gobernaba era cosa de poco. Y lo temimos con fundamento pues se confió con Fernando el Gapi, pensando que había de quedarse con él, mas el noble indígena díjole que como le debía todo, con él se quedaría, pero sería para morir, pues los gilolenses, así que vieran la traición de los castellanos la pagarían con ellos y, de salir de ésta, de lo que no se librarían sería del enojo de los portugueses que de ningún modo podían consentir que uno de Castilla se pusiera al frente de sus enemigos. Urdaneta humilló la cerviz y, con gran desazón, se aprestó a tomar parte en el engaño que les tendimos a los de Gilolo.
Otro de los engaños fue aún más doloroso, como más personal que era, y hace relación a su hija Gracia. Tendría cosa de ocho años y, como queda dicho, hacía honor a su nombre y todos nos deleitábamos con ella, pues era de buen talle, y acertaba a decir lo que convenía en cada momento, tanto en el habla castellana, como en la del Moluco, que su padre no quería que la perdiera; oírla y darse a reír todo era uno. Por su padre sentía gran devoción y cuando éste volvía de una de sus descubiertas, la tomaba en brazos y así se estaba un rato con ella, para acabar diciendo: «Por esto bien que vale la pena seguir viviendo.» También gustaba de dormirla por la noche cantándole canciones de nuestra tierra y una que dice así,
Ume tixquiza, siaskan dago, amak etzanyo, lo egiteko,
que es la que cantan las madres a los niños que no quieren dormir, se la aprendió la niña de memoria, y cuando no tenía ni cuatro años ya la cantaba y sonaba muy graciosa en sus labios.
Con ser mucho el amor por su padre, tampoco era corto el que sentía por su nodriza, la que la amamantó cuando quedó huérfana, que resultó tan nutricia que todavía de dos o tres años seguía la niña hincada a su pecho. ¿Cómo no había de quererla si su sangre estaba hecha con leche de esa mujer? En cuanto a la Huanqui, tal era su nombre, la correspondía con no menor fervor pues al nacer se le había muerto la niña para la que era la leche, que luego fue para Gracia Urdaneta; en su desvarío a veces se pensaba ser Gracia hija de sus entrañas, y aunque nada decía, pues las indígenas acostumbran a ser comedidas en la relación con los conquistadores, le daba trato de tal, diciéndole «niña mía», «hija mía». Digo lo de desvarío pues llegó el momento de separar esos amores, ya que el Hernando de la Torre determinó que ninguno de los que íbamos a marchar en los navíos de los portugueses, podía tomar consigo a sus naborías u otra clase de mujeres, por mucho amor que las tuvieran, y cuando la Huanqui supo que la apartaban de la niña, dijo que de ser tal allí mismo se iba a dar muerte, y como muestra de ello tomó una piedra muy afilada, de las que se sirven para sus trabajos de despiezar las reses y el pescado, y comenzó a lacerarse el rostro hasta quedar bañada en sangre, que daba espanto el verla. El Urdaneta, que en mucho la tenía por el amor que había puesto en su hija, dijo que parase y que la llevaría consigo, y ahí estuvo el engaño porque el Hernando de la Torre no podía ceder, porque a su vez los portugueses no cedían, y mucho fue que lográramos que viajaran con nosotros Fernando
el Gapi
e Isabel
la Tagina,
haciéndolos pasar por castellanos aunque por la color bien se veía que no lo eran.
Como queda dicho nuestra partida de Gilolo fue subiéndonos en los navíos que mandaba el Tristán de Tayde, que cuando fondeó su escuadra en la rada principal de la isla comenzó con tiros de lombarda para espantar a los gilolenses, como así fue, y por eso pudimos embarcar sin mayores apuros y tomar nuestros pertrechos, así como la artillería que habíamos emplazado en la playa.
De esta suerte engañamos, o espantamos, a todos los gilolenses, mas no a la Huanqui que con no poco asombro por nuestra parte vimos que se echó a nadar hacia el navío en el que estábamos con la niña Gracia y yo vide lo que sucedió a continuación y es de las cosas tristes que recuerdo de la conquista. Cuando estábamos discurriendo lo que habíamos de hacer con aquella desventurada, de subirla a bordo y ocultarla donde no pudiera ser vista, hasta ver de negociar con dinero su pasaje, oímos un disparo de escopeta y las aguas alrededor de la Huanqui se tiñeron de sangre, y luego desapareció. Quien había disparado fue un centinela portugués, que se defendió diciendo que ésas eran las órdenes que había recibido del Tristán de Tayde, que de ninguna de las maneras habían de dejar que se acercasen indígenas a los navíos, y que si era hombre o mujer él no acertó a distinguirlo por culpa de una neblina que se había levantado. El Urdaneta, forzudo como era, se fue a donde el centinela al que golpeó hasta hacerlo sangrar, aunque el hombre se disculpó de la forma dicha, y cuando lo sujetamos entre varios, se echó a llorar, clamando: «¡Así pagamos a los que bien nos sirven! ¡Cómo no hemos de dar cuenta de ello a Dios!»