Otro día, pasados unos meses, díjome que había platicado con el virrey don Luis de Velasco, al que le había suplicado que le dispensara de seguir siendo corregidor de Ávalos, y yo con no poca torpeza, en lugar de interesarme del por qué de tal decisión, le demandé apurado: «¿Y qué va a ser de mí?», a lo que él, tomándome del brazo con mucho amor díjome: «He dispuesto las cosas de manera que puedas ocupar, antes o después, el cargo que queda vacuo.» Quedé tan avergonzado que no sabía qué decir, y me postré a sus plantas, no para darle las gracias, sino para pedirle que no hiciera tal pues yo sólo servía para ser mandado suyo y obedecerle en todo; a lo que él, muy tiernamente, me replicó que de allí en adelante sólo debía obedecerle en lo que atañía a mi alma, para no perderla, que camino de ello llevaba.
Aun así no me dijo lo que se barruntaba en su interior, sino que se apartó del Michoacán por un tiempo y a la siguiente vez que le vi, vestía el hábito de la gloriosa Orden de San Agustín, con su túnica negra, ceñida con una humilde correa de cuero, y su capucha en forma de manteleta triangular cubriéndole el pecho y la espalda. ¿Qué se hizo de aquel joven que tanto empeño mostraba en lucir el jubón de tafetán plateado que heredara de don Juan Sebastián Elcano? Ahora era un hombre maduro, pobre en el vestir, que pese a tanta ciencia como tenía, hacía sus estudios como el más humilde de los novicios en un convento que tienen los agustinos en la ciudad de México, bajo la advocación de san
Ver barriendo suelos, tan humilde, a quien había sido tanto, me dio qué pensar, pues si Dios no andaba por medio aquello no se entendía. Además se había rasurado la barba mostrando la quemazón del rostro sin embarazo alguno.
Y lo que es más de admirar es que ya no parecían interesarle las cosas de la mar, y aquella cabeza prodigiosa de la que estaba dotado, la había puesto al servicio de las Sagradas Escrituras y de los textos de su amado fundador san Agustín, estudiando con tanto aprovechamiento que tengo para mí que no estuvo en el noviciado, lo que es costumbre en la Orden para los que son más legos. Tengo dicho al comienzo de esta
Relación,
que mi amistad con el Urdaneta comenzó siendo yo su preceptor en el habla castellana, y algo en la latina, de la que sacó muy poco provecho pues decía no interesarle, en cambio ahora me escribía unas cartas en la lengua de Cicerón, muy hermosas, haciendo burla de lo mal maestro que yo había sido.
Por fin, en la primavera del año de gracia del 1553 hizo profesión y prometió entregarse a Dios todopoderoso y a la gloriosa Santa María, su Madre, y al glorioso padre san Agustín, y al venerable padre prior del monasterio en aquella ciudad de México, y a los que fueran sus sucesores, y de vivir sin nada propio, en obediencia y castidad, hasta el fin de sus días. Fue de las ceremonias hermosas que yo recuerdo y el Urdaneta, desde ese día fray Andrés, el que no sabía estarse quieto siempre urdiendo nuevas aventuras, ahora se mostraba sumiso, tumbado en el suelo como es costumbre en las ceremonias de ordenación, para lo que quisieran hacer de él. Al verle de esta suerte me vino a las mientes aquellos primeros días en que lo conocí, cuando apenas era un adolescente rebelde, que con no poco susto por mi parte en una mañana en la que discurríamos por una vereda que iba de Zumaia a Getaria, se subió a un acantilado y quitándose la ropa se echó a la mar, sin hacer caso de los gritos que yo le daba para que no hiciera tal. Estos y otros recuerdos me reverdecieron de tal forma que se me removieron las negras entrañas de mi corazón.
Ahora conviene que cuente algo que atañe a mi persona para que se entienda lo que luego sucedió. Pese a los buenos deseos de fray Andrés, en aquella ocasión no salí como corregidor de la región de Ávalos porque el virrey don Luis de Velasco, con muy buenos modos, me razonó que convenía que lo fuera un sobrino suyo, hijo de una hermana viuda, que se encontraba en gran necesidad, y que ese hijo era la única fuente para que pudiera mantener a una familia de muchos hermanos, creo que no menos de diez, y que el padre de ese mancebo había hecho muchos méritos en la conquista, y que el mayor de todos era el haber muerto pobre, por lo que ahora procedía pagar en el hijo, lo que no se había lucrado el padre. Yo había de quedar en la Magistratura como oficial mayor, con las prebendas propias del cargo, que no eran pocas, digo si no eras en extremo honrado. Por este cargo tuve ocasión de pasar buena parte del año en la ciudad de México, que era donde residía mi familia por ser más conveniente para su instrucción, que no en los pueblos del Michoacán o Jalisco, muchos de los cuales andaban todavía por poblar.
Así tuve ocasión de no perder el trato con fray Andrés de Urdaneta porque el palacete en el que residíamos estaba próximo al convento que tenían los agustinos en la ciudad de México y en el cual el Urdaneta desempeñaba nada menos que el cargo de maestro de novicios y en él, según mis cuentas, estuvo no menos cinco años. ¿Cómo se entiende esto? ¿No decía fray Andrés que se había hecho de la Orden para predicar el Santo Evangelio a los indígenas, y lo tenían sujeto en el convento en misión más propia de licenciados que de hombres de acción? Por la mucha confianza que teníamos el uno con el otro se lo hice saber, a lo que me contestó: «La santa obediencia obliga a eso y a más, como obediente fue Nuestro Señor Jesucristo que lo fue hasta morir en una cruz. Además, bien me razonan mis superiores que el adoctrinar a los que están llamados a ser misioneros, hacen de mí un misionero de misioneros.» Así discurría y parecía ser feliz o, a lo menos, transmitía una gran paz en su derredor de la que yo también me aprovechaba, aunque no del todo pues no le tenía el suficiente respeto y aunque me hablara con mucho fundamento, con citas de las Sagradas Escrituras y de su fundador, me costaba no ver en él el aventurero con el que tanto padecí y disfruté en el Moluco.
Así se hubiera estado años si no fuera porque en la Nueva España había entrado la comezón de que los navíos alcanzaban con no demasiado quebranto las islas que pronto se llamarían de las Filipinas, en atención a nuestro Rey y Señor, mas a la hora de retornar ninguno lo conseguía, y se quedaban por el camino desarbolados, o habían de retornarse dando la vuelta al mundo por el cabo de Buena Esperanza, eso cuando lo conseguían pues allí estaban los portugueses que tenían aquellos mares, digo los del océano índico, por suyos. Los había muy supersticiosos que decían que sobre ese camino de retorno pesaba una maldición y que era querer de Dios, o del diablo, que los españoles no se hicieran con esas islas tan ubérrimas. Pues ¿de qué servía el ir si luego no acertábamos a volver?
Esto se entiende muy bien sin necesidad de ser nauta; como es sabido la Nueva España tiene una costa muy hermosa sobre el océano Pacífico, con puertos de gran refugio, tal el de Acapulco, o el de la Navidad, desde los que parten las naos por los veinte grados de latitud, y por una ruta muy derecha alcanzan las islas de los Ladrones, o Marianas, y de allí en un salto se topan con las Filipinas, siempre con los vientos favorables, salvo cuando saltan las calmas que son de temer. Pero más de temer son las vueltas porque a partir de las Marianas todo son adversidades y es cuando los navíos deben desistir, o cambiar el rumbo hacia el índico, o perecer en el empeño.
El primero que fracasó en ese empeño y le costó la vida, fue don Alvaro de Saavedra, aquel capitán que al mando de la
Florida v
ino en nuestro socorro cuando andábamos en el Moluco, y fuimos nosotros los que tuvimos que acabar socorriéndole a él, aunque con poca fortuna. Este fue el que muy terne dijo que convenía para el buen gobierno de aquellas islas que pudiéramos unirnos a Castilla por la ruta más corta, sin tener que dar la vuelta a la mitad del mundo; esto dijo con mucho fundamento, mas no lo consiguió.
Otro que lo tentó fue un tal Hernando de Grijalba, muy experimentado en la conquista, que primero por mandado del señor Cortés se fue en ayuda de don Francisco Pizarro que andaba en la conquista del Perú y luego, por su cuenta, se metió en la hazaña de irse a las islas del Poniente y cuando quiso volver no pudo y, los de su tripulación se encontraban tan exhaustos, que no se tenían en pie y andaban a cuatro patas, y desesperados por tener tan mal capitán le dieron muerte; creo que ninguno de ellos salió con vida, o si lo consiguió alguno fue para acabar de esclavo de los indígenas, de eso no estoy cierto.
Y el más sonado de todos los quebrantos fue el que padeció don Ruy López de Villalobos que gozaba de gran prestigio como navegante y por eso se le puso al frente de una armada de seis navíos, ninguno de los cuales bajaba de los cien toneles, con una tripulación muy cumplida de cerca de cuatrocientos marineros y soldados, sin contar tres frailes agustinos que iban con intención de evangelizar. Llegar, como siempre, llegaron y tuvieron sus más y sus menos con los portugueses que estaban en Tidor, y con otros salvajes de aquellas islas, mas a la hora de regresar no acertaron y a los treinta grados de latitud hubieron de desistir, con tales golpes de huracán que lo que andaban un día, lo desandaban al otro, con tanto desaliento de la tripulación que se alzaron contra el almirante obligándole a tomar la ruta del índico. A don Ruy López de Villalobos le entró tal tristeza por este fracaso que al poco murió en ese desgraciado viaje de regreso.
Hubo otros que también lo tentaron y no lo consiguieron, mas no alcanzo a recordar sus nombres y con lo relatado es sobrado para que se entienda cómo no es de admirar que los más supersticiosos dijeran lo de la maldición, mayormente cuando los que lo procuraban no volvían con vida.
¿Quién era quien más se dolía de estos quebrantos? El virrey don Luis de Velasco que era quien más deseaba que se pudiera ir y volver a las islas del Poniente desde Acapulco, porque así la Nueva España se convertiría en el lugar más rico de las Indias y capital del Reino de Castilla en aquellas tierras. Ítem, en este empeño no poco le acuciaban los encomenderos y cuantos tenían negocios en ultramar, pues ya mucho se hablaba de la riqueza de las islas y todos querían traficar con ellas. Tampoco se mostraban indiferentes a este tesón los frailes de las diversas órdenes, que decían que si allí había muchas almas de paganos, aquí estaban ellos para que dejaran de serlo.
Ahora viene una cuestión que da que pensar: hay quienes sostienen que fue fray Urdaneta quien puso en el ánimo del virrey Velasco que debía armar una nueva escuadra que, a su mando, sería capaz de encontrar el deseado camino de retorno, o tornaviaje. ¿En qué cabeza cabe semejante dislate? Ya habían pasado los tiempos en que los frailes se ponían al frente de los ejércitos o las armadas para batallar, y menos cabía pensar tal de fray Urdaneta, que vivía muy sosegado en su convento de México, muy entregado a las Sagradas Escrituras y muy puntual en la asistencia a los rezos y cánticos del coro. Esto lo vide yo en más de una ocasión y por mucho que lo viera, no dejaba de admirarme ver tan puesto en las cosas de Dios, quien antes lo estuviera en los afanes de este mundo. Cierto que a los novicios a los que instruía, por hacer las lecciones más livianas, les contaba cosas de aquellas islas, y de lo que pasamos en ellas, siempre ocultándoles lo que atañera al pudor, mas no a la violencia de la que mucho se dolía, y decía que debíamos reparación. Cierto que era grande la amistad que le unía con don Luis de Velasco, como corregidor suyo que había sido, y que seguían teniendo trato, y que era de rigor que hablasen de su vida pasada, por otra parte bien conocida del señor virrey, y que en más de una ocasión con esa maña que se daba el Urdaneta para pergeñar mapas y planos, en pocos trazos, pintara dónde estaba el Poniente y el Saliente, y hacia dónde caía el Moluco, y los vientos que allí soplaban los pintaba con su arrebol, y hasta pájaros ponía para que se viera el vuelo que tomaban según fuera la fuerza de esos vientos. En esto de los vientos mucho insistía, pues la mar no se comprendía sin ellos, y entendiendo a éstos se conocían sus misterios, digo los de la mar, y así se pudo decir de él que fue el primer navegante que acertó a dominar lo que la gente de la mar llama huracán.
En uno de esos atardeceres estando yo de presente en palacio, muy regalados como siempre que íbamos allí, aunque fray Urdaneta muy comedido pues la Regla de su Orden le vedaba todo lo que fuera faltar a la austeridad, salió lo de las penas que se traía el señor virrey por causa de que no se pudiera hacer el tornaviaje, y el Urdaneta, que aunque comedido se había bebido alguna copa de un licor de endrinas que el señor Velasco tenía en mucho, dijo por modo de chanza: «¿Volver de las islas del Poniente? No con una nao, sino hasta con una carreta me retornaría por el Pacífico.» Que lo dijo, cierto es, y allí estaba yo para adverarlo, mas considérese que esa chanza, un poco subida si se mira sólo a las palabras, muy del habla de nuestra tierra, y es muy propio de los euskaldunes decir: «¿Tal cosa? Con una mano atada la haría yo.» Mas el señor virrey tomó la chanza por el modo que más le convenía y, como bien sabía el arte tan grande que se daba el Urdaneta en lo de navegar, cada poco le recordaba lo que había dicho y le decía que no una carreta, sino toda una escuadra pondría a su disposición para tentar de conseguirlo una vez más, a lo que fray Urdaneta le contestaba que cuándo se había visto un fraile en tales menesteres más propios de capitanes y que él ya no lo era, a lo que el señor virrey con mucho acierto le replicaba: «¿Y qué me dice Vuestra Paternidad de tantos infelices paganos que allá nos esperan a fin de que alguien vaya a ocuparse de sus almas?» Ya digo que era grande la amistad que mediaba entre el fraile y don Luis de Velasco y entre chanzas y veras, por fin Su Excelencia convocó una Junta de Notables en la que fray Urdaneta expuso lo que sabía de la mar del Sur, y todos quedaron tan convencidos que, al término de la misma, el señor virrey dirigió una carta a Nuestro Señor, el rey don Felipe, diciéndole cómo convenía organizar una nueva armada, y que en ella fuera fray Andrés de Urdaneta, el más conocedor de todos los cosmógrafos de lo que sucedía en aquellas misteriosas aguas. ítem, que como el Andrés de Urdaneta decía tener olvidada su condición de navegante, como muy entregado que estaba a su nueva vocación, procedía que Su Majestad le hiciera ver la necesidad de que acometiera ese viaje, para bien de la Corona y gloria de Dios por las muchas almas que allá nos aguardaban.
Aquí viene otra cosa que es de admirar: que yo alcance a recordar en más de una ocasión tentó el Urdaneta de ser atendido por Sus Majestades y nunca lo consiguió, ni tan siquiera cuando era un glorioso capitán que volvía del Moluco con novedades de gran valer para la Corona y ahora, por contra, cuando era un humilde fraile recibía una carta firmada por el rey don Felipe, en la que al tiempo que le ordenaba, le suplicaba que siendo buen navegante y notable cosmógrafo fuera en los navíos de la armada que estaba disponiendo el virrey para «el servicio de Dios Nuestro Señor y nuestro. Yo, el rey, seré muy servido y mandaré tener cuenta de ello para que recibáis merced en lo que hubiera lugar, sin olvidar que lo principal de esa jornada es saber la vuelta, pues la ida se sabe cómo se hace en breve tiempo». La carta venía firmada en Valladolid a 24 de septiembre del 1559 y refrendada en Eraso, y de ella hicimos copias para que se entendiera que, si fray Urdaneta después de tantos años volvía a embarcarse, no era de grado sino por obedecer a Su Majestad Católica; digo copias que se hicieron llegar a los superiores de la Orden, a los que el Urdaneta estaba sujeto en virtud de la obediencia debida.