Las islas de la felicidad (23 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
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Por fortuna la niña Gracia dormía cuando esto sucedió, mas pasados los meses seguía preguntando por mama Huanqui, que era como la llamaba, y decía que cuándo se iba a juntar con nosotros, y el Urdaneta también la engañaba diciéndola que de un día para otro, y este engaño también le dolía mucho, mas no había otro remedio pues otra cosa no se le podía decir.

No había de ser ésta la última pena que le quedaba por pasar al Andrés de Urdaneta en su despedida del paraíso que dejábamos detrás; de Gilolo nos fuimos a Terrenate, y allí nos tuvieron detenidos por largo tiempo, no alcanzo a recordar bien por qué, y por fin salimos para España, digo para España, pero haciendo muchas escalas, y la primera de todas fue en la isla de Banda a la que llegamos, sería marzo del 1535, en el junco de un mercader portugués, de nombre Lisuarte Cairo, al que se le daba poco de qué nación fuéramos, con tal de que le pagásemos el pasaje, que no fue corto. Y allí nos estaban esperando, o le estaban esperando al Urdaneta, unos notables de Tidor y Gilolo, a quienes se les había pasado el enojo por nuestra traición y venían a suplicarle que no los abandonásemos; nos contaron lo que ya nos temíamos, que los portugueses les habían destruido sus tierras y muerto la mayor parte de Tidor y que cada día les trataban muy mal y todo porque los reyes de Tidor y Gilolo habían recogido navíos y personas de Su Majestad Católica, y que éste, como príncipe muy poderoso que era, debía mandar una armada gruesa para que los portugueses fueran echados de aquellas tierras, porque así que vieran esa armada las islas del Moluco les rendirían vasallaje gustosos, porque todos deseaban ser súbditos de tan gran emperador, y no de los portugueses.

El Urdaneta, en extremo compungido, díjoles que Su Majestad Católica no podía mandar tal armada al Moluco porque había vendido sus derechos a los portugueses, y esto no lo entendían porque en su habla no hay palabras que hagan relación a derechos, ni tan siquiera a ventas, pues ellos se mueven en sus negocios por el trueque y no conocen lo que es la moneda, aunque algo aprendieron de nuestra estancia entre ellos. A lo último, viendo Urdaneta que por esa trocha no podían entenderle, dijo que sí, que les haría llegar su petición al emperador porque se contentasen; también pesó mucho en su ánimo este último engaño. ¿Pero acaso podía hacer otra cosa? En Banda los portugueses no tenían poderío de fortalezas, ni el junco del Lisuarte Cairo disponía de artillería como para hacer frente a los gilolenses que se habían traído consigo los notables de aquel reino. Cuando partimos de esa isla, dijo el Urdaneta: «Triste cosa es que me avenga mejor con los paganos, que con los cristianos.» Esto último lo decía porque los portugueses consentían que viajáramos en sus navíos, mas siempre con grandes recelos, y no permitían que fuéramos todos los castellanos juntos en uno, no fuera a ser que nos hiciéramos con él, sino que nos distribuían entre varios, y en el nuestro sólo íbamos el Urdaneta, el Capi, un marinero de Huelva, y quien esto suscribe, sin contar mujeres y niños.

El Urdaneta, mientras navegábamos entre las islas, no se apartaba de la borda por mejor conservar en la retina de sus ojos tanta belleza, y suspiraba y a mí me hacía confianza de cuánto le dolía tener que dejarlas; su único consuelo era traer consigo a la niña Gracia que, como hija de tal padre, se movía por el navío con gran soltura y aunque padeciéramos tormentas nunca se mareaba. También, conforme a su costumbre, tomaba nota de dónde estaba cada isla, si tenía caladero, o no lo tenía, cuál era su latitud, y cuáles los vientos que la dominaban. Este tesón de saber cosas de la mar, y apuntarlas, fue ocasión de contrariedad cuando llegamos a Lisboa, como en su lugar se verá.

Luego hicimos escala en Java y en la península de Malaca, de allí fuimos a Ceilán y Cochin, en donde residía el virrey portugués, que nos dio licencia para embarcarnos en la nao
San Roque,
por lo que hubimos de pagar cincuenta ducados por el pasaje, con muy mal trato de los portugueses pues nos quitaron los bastimentos que traíamos para nuestro sustento, y en su lugar nos dieron dos fardos de arroz y pescado seco. La licencia era para poder navegar por la ruta del océano índico, de la que los portugueses se mostraban muy celosos, como si sólo a ellos les perteneciera, y bien que hacían para que así fuera, pues a lo largo de ella tenían fortalezas y artillería para disuadir a otros navíos de navegar por aquellas aguas.

En la primavera del 1536 alcanzamos el cabo de Buena Esperanza, que es cuando se entiende que la travesía es cumplida, pues una vez atravesado (lo que lleva sus penas pues allá se encuentran los dos océanos, el índico y el Atlántico, y el agua cambia de color y se pone muy brava), sólo resta subir por la costa occidental de África, hasta dar con la isla de Santa Elena, donde paramos ocho días para hacer aguada y, por fin, a los comienzos de aquel verano, alcanzamos Lisboa. Y aquí sucedió lo que no era de imaginar y fue que tentaron de tomar preso al Andrés de Urdaneta. ¿Cómo así? ¿No veníamos amigados y en naves de su pabellón? Sí, mas los portugueses mucho temían por su negocio de las especias y el contramaestre del
San Roque
le denunció al guarda mayor del puerto sobre cómo el Urdaneta traía una libreta de mucho valer pues en ella llevaba relación de la derrota que había de tomarse para llegar al Moluco, de suerte que con esa libreta se acabó el misterio de alcanzar tan codiciadas islas. El guarda mayor, en persona, y asistido de alguaciles, se subió a nuestra nao y con no poco agravio para el Urdaneta le desposeyó no sólo de esa libreta, sino de todas las memorias que llevaba escritas, y cartas, y planos, y la relación del viaje que se iniciara con el García Jofre de Loaysa, y todo lo que fuera escrito sobre un papel, por lo que el Urdaneta le increpó y le demandó que por qué hacía tal, y qué autoridad tenía para ello, a lo que el guarda mayor, muy soberbio y engalanado como gustan de vestir los portugueses con mando, le contestó lo que quiso, aunque hizo referencia a que la ruta del Moluco no era para ser conocida por los que no fueran de su nación lo que, aunque colérico, dio de reír al Urdaneta que le replicó: «¿Pensáis que con quitarme esos legajos tenéis todo hecho? ¿Creéis que no traigo en mi cabeza, punto por punto, lo que ha de hacerse para llegar a lugar que tan celosamente pretendéis celar?»

El guarda mayor, aunque no conociera lo de la prodigiosa memoria del Andrés de Urdaneta, algo temió y aunque consintió que desembarcáramos, luego dio noticia al gobernador de la plaza para que detuvieran a quien podía atentar, por sabiduría, contra los intereses de Su Majestad Serenísima; mas, por fortuna, en decirse estas cosas tardan mucho los portugueses pues se sirven de oficios con sobra de palabrería, y tiempo dio para que llegara la noticia al embajador de Castilla, de nombre don Luis de Sarmiento, caballero muy cumplido aunque algo medroso, pues dispuso que el Urdaneta huyera a España no fuera a ser que los portugueses pusieran por obra su amenaza; a tal fin le proveyó de un caballo. Urdaneta más dolido no podía estar, y bien que se lamentaba de que en tierra de cristianos tuviera que padecer semejante injusticia; don Luis de Sarmiento, por contentarle, díjole que él vería de rescatar sus papeles, lo que nunca ocurrió. En lo demás bien que se portó el señor embajador, pues cuidó de nosotros, digo de mi persona y de la niña Gracia, que allá nos quedamos con instrucciones del Urdaneta de que la llevara a nuestra tierra en donde habría gente de su familia, hasta que él dispusiera otra cosa, como así hice, y allí la dejé al cuidado de un hermano suyo, de nombre Ochoa de Urdaneta, y de su mujer, que la recibieron con gran asombro, aunque con no poco contento. ¿Cómo no había de ser así, si daban por muerto al Andrés de Urdaneta? Esto no es de extrañar pues este viaje, por el que por segunda vez se dio la vuelta al mundo, nos llevó once años. El del señor Eleano no llegó a los tres años.

Cuando Urdaneta salió para España a uña de caballo era un hombre fornido, en la flor de la vida, no contaría más de veintisiete años, aunque por las hazañas que había acometido es como si tuviera el doble de edad. Se traía unas barbas que le disimulaban las quemaduras que padeciera por la explosión del barril de pólvora, que no digo que le afeasen, pero a él no le gustaba mostrarlas.

En Valladolid el Urdaneta tentó de ver al emperador, mas no fue posible pues Su Majestad se hallaba en Italia, peleando contra el rey de Francia gastándose los trescientos cincuenta mil ducados por los que vendió el Moluco. Mas fue atendido por el Consejo de Indias donde dio cuenta de aquellos once años, con detalles de navegación que antes no eran conocidos en Castilla, con tanto aprovechamiento para el futuro, que los del Consejo mucho se holgaron de oírle y le socorrieron con sesenta ducados de oro, en tanto que el emperador, nuestro señor, venía a sus Reinos de Castilla. Mas el emperador fue venido y ya no se volvió a hablar de lo que se debía a Andrés de Urdaneta, que según mis cuentas no bajaban de los mil quinientos ducados de oro, parte de los cuales nos correspondían a los que no éramos tanto como él.

Y aquí se termina la relación de aquel tremendo viaje, que no creo que otro igual se vuelva a suceder, digo, lo de estar once años por el mundo adelante, y pasaré a relatar lo que atañe al tornaviaje por el que el Andrés de Urdaneta cobró justa fama, y cuyos derechos no han sido todavía reconocidos por Su Majestad Ilustrísima, y son los que justifican este escrito en el que se cuenta todo tan por menudo.

Se puede interpelar a quien esto suscribe: ¿y para reclamar lo del tornaviaje, era preciso narrar lo antecedente? La respuesta es: si el Andrés de Urdaneta no se hubiera pasado tantos años en el Moluco, y no se hubiera recorrido sus islas una y mil veces, y no hubiera tomado razón de sus corrientes y sus vientos, nunca hubiera dado con la ruta del tornaviaje que de tanto provecho es para la Corona de Castilla.

Capítulo 11

FRAY ANDRÉS DE URDANETA.

(Observación del transcriptor: En el relato obrante en el Archivo General de la Nación, de México, se aprecia que el Martín Andonegui despacha veinte años de la vida de Andrés de Urdaneta con poco interés y detalle. Se limita a contar que como consecuencia de la amistad que hizo con el famoso conquistador Pedro de Alvar ado, en Valladolid, con él se vino a América con intenciones de pasar al Extremo Oriente, cosa que nunca ocurrió. También consta un intento de ir en ayuda de Francisco Pizarro que, a la sazón, estaba consumando la conquista del Perú, pero por fin no fue necesaria esa expedición en la que, según nos cuenta Martín Andonegui con orgullo, «figuraba el Andrés de Urdaneta como su almirante general». También nos cuenta que tanto él, como Urdaneta, solicitaron tener repartimiento de indios, como cualquier encomendero, y es de suponer que se los concederían. Como era habitual en la época hizo negocios privados para conquistar tierras en México, arriesgando sus dineros a «fin de pacificar a los indios», entendiéndose por «pacificar», el hacerlos esclavos.

Hacia 1543 había fallecido Pedro de Alvarado, y aparece Urdaneta como corregidor de la región que abarcaba el Michoacán y buena parte de las comarcas de Jalisco y Colina, con poderes muy amplios de visitador de las zonas vecinas, por lo que se puede asegurar que era una personalidad relevante en el Virreinato de la Nueva España. Junto a él, en un lugar secundario, pero de mucha confianza aparece Martín Andonegui realizando funciones de esa magistratura, en la que acabó sucediendo a Urdaneta, como se deduce por el comienzo de su
Relación,
«yo, Martín Andonegui de Lizarra, corregidor de la región en la Nueva España... »

En esta parte de la
Relación
Andonegui se refiere a un aspecto muy doloroso en la vida de Urdaneta: el fallecimiento de su querida hija Gracia, pero no nos explica por qué falleció, ni la edad que tenía, ni si vivió con su padre en México, o se quedó con sus parientes de Ordicia. Pero sí parece que la tristeza que le debió de producir ese fallecimiento pudo influir en su cambio de vida.

Consta que Martín Andonegui debió de casarse y formó una familia, que es para la que reclama a Felipe II los emolumentos que le son debidos por su participación en el famoso tornaviaje, pero no da detalles de su matrimonio. En cambio, como siempre, sale en defensa de Andrés de Urdaneta de quien dice «que si no casó, no fue por la fealdad de su rostro, sino porque ya había tenido otros amores muy limpios, que no quería olvidar, y porque otra era su vocación y lo que Dios esperaba de él». Hechas estas aclaraciones retomamos la
Relación
en el punto en el que a Andonegui le vuelve a interesar la vida de su principal.)

Volvía yo de pacificar indios en un pueblito del sur de Michoacán, que se habían alzado porque no se avenían a hacer lo que se les mandaba, cuando me encontré à Urdaneta muy meditabundo y me hizo reflexiones de que las cosas no podían ser así. «¿Y cómo quiere vuesa merced que sean?», le demandé. A lo que me respondió: «¿Crees que es arreglado al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, que cuando no hacen lo que es de nuestro gusto los pongamos en el cepo, cuando no les quitamos la vida?» No me extrañaba que me hablara así pues de unos meses a esta parte andaba muy prendido de las palabras de unos frailes agustinos, que habían sido capellanes de la Armada de Ruy Lope de Villalobos, y que no se cansaban de decirnos cómo debía ser nuestro trato con los indios, que no eran menos hijos de Dios que nosotros, y nosotros nos cansábamos de oírlos, mas poco caso hacíamos. Esto de escuchar a los frailes fue de siempre en el Urdaneta, y cuando andábamos por el Moluco nunca faltó el respeto ni a fray Francisco ni fray Antonio, y les escuchaba compungido, mas luego cuando era llegado el momento de entrar a los indígenas lo hacía con no menos saña que los demás. Ahora se daba golpes de pecho por aquel mal que hicimos, mas como corregidor de Ávalos otra cosa no se podía hacer. También por aquellos años había adquirido gran fama un predicador, de nombre fray

Bartolomé de Las Casas, que éste no era agustino, sino dominico, pero muy terne en predicar que los indios eran nuestros hermanos, y que les debíamos dar tratos de tal; decían que tenía mucho ascendiente con Nuestro Señor, el emperador, y con los teólogos de Salamanca, pero Salamanca estaba allá lejos, y México y Perú aquí, y lo que dijeran aquellos sesudos teólogos se les daba una higa a los encomenderos que sólo miraban a su provecho, aunque no digo que todos fueran igual; el mismo Andrés de Urdaneta cada día se mostraba más dulce con los indios de su repartimiento, y más aún desde que muriera su hija Gracia, que parecía que todas las cosas las hacía por darle gusto a ella que, según sus cuentas, ya estaba en el Cielo, mientras que él llevaba mal camino de alcanzarlo de no cambiar de vida. También gustaba de recordar a la que yo llamaba la Canéfora, con la que se desposó aunque no del todo, y decía que salvaje era cuando la conoció, vestal de un dios pagano, y luego se hizo cristiana con muchas luces, y que por qué no habíamos de hacer otro tanto con los indios que el Señor había puesto en nuestro camino. Y esto no lo decía una vez, sino muchas a lo largo de los días; al principio me sorprendía este modo de hablar en quien había sido tan bravo soldado, como me sorprendería ver pacer a un león en medio de un rebaño de corderos, mas luego me acostumbré y asentía a cuanto decía pues la doctrina era buena, mas no para aquellos parajes con indios tan levantiscos.

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