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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (6 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Consideró este peligro mientras cruzaba el paso de peatones caminando como un pato —¡se acabó eso de cruzar la calzada imprudentemente con dos bebés a bordo!— y alzó la mirada hacia la ventana de Walker e Hija.

Le habría gustado hablar con Georgia de su inminente maternidad. Georgia más que nadie sabía sobre las cosas injustas. Resultaba curioso lo cercana a Georgia que se sentía ahora Darwin, mucho más de lo que lo estuvo cuando ella estaba viva. De algún modo, con el curso de los años, con los desengaños y el tener que mantener las apariencias, Darwin llegó a creer que por fin entendía a Georgia. Ahora hubiera estado encantada de escuchar sus luchas de un modo para el que nunca tuvo paciencia cuando la conoció. Resultaba sumamente irónico que el sufrimiento trajera consigo el don de la compasión.

Darwin tenía la sensación de que Georgia comprendería mejor que nadie sus sentimientos encontrados a lo largo de los años. Que no la juzgaría por la ambivalencia que en ocasiones se apoderaba de ella con respecto a tener un hijo. Hijos, en plural. Del puro terror a los muchos cambios que se avecinaban. Seguido al instante por el sentimiento de culpabilidad por no hallarse en un estado de dicha perpetua y dar gracias por lo que tenía y, en cambio, albergar unos miedos muy, muy profundos, a que algo saliera mal. Esto era lo que sentía más que nada. La certeza absoluta de que las cosas no saldrían bien. Al fin y al cabo, nunca le habían salido bien.

Había tenido los abortos espontáneos. Tres pérdidas adicionales tras el primer aborto hacía más de cinco años, cuando todavía estaba trabajando en su tesis doctoral, antes de convertirse en profesora universitaria de historia en Hunter, donde enseñaba a una ansiosa pandilla de versiones más jóvenes de sí misma. Recordaba aquella época de su vida, cuando era lo bastante atrevida como para saberlo todo con certeza y sentirse poderosa por ello. Sinceramente, le vendría muy bien recuperar un poco de ese coraje.

Cada uno de los abortos le arrebató un poco más de ánimo y la dejó con más preguntas que respuestas. El último tuvo lugar a mediados del segundo trimestre, cuando todo el mundo ya había suspirado aliviado y Dan y ella habían empezado a hablar en serio de mudarse a una casa más grande.

—Si no hubiéramos llamado al agente inmobiliario —le dijo entonces—, esto no hubiese ocurrido.

Su esposo la abrazó y lloró en silencio contra su largo cabello oscuro, esperando que ella no se diera cuenta aunque se le mojara y enfriase la cabeza.

La arbitrariedad de las cosas siempre resultaba lo más difícil de encajar. Entonces también pensaba en Georgia, en cómo había sobrellevado su enfermedad con elegancia. Pensaba en ella durante las muchas visitas al médico, y luego a otro médico, y, por último, a una clínica de fertilidad. Cuidados especiales para problemas especiales. Pensó en ella cuando, uno tras otro, los profesionales de la medicina andaban a trompicones por sus tripas intentando entender por qué era un fracaso. Cuando hablaban de testar los embriones y de implantar sólo los sanos. También era más fácil pensar en Georgia porque ella había sufrido como nadie. Aun estando muertos y todo eso, a Darwin le gustaba imaginar a los bebés que había perdido en una gran guardería de alguna otra dimensión, donde su abuela, fallecida hacía mucho tiempo, cuidaría de ellos y, de vez en cuando, Georgia pasaría a verlos. Les diría que había estado velando por Dakota y el grupo y que Darwin pensaba en sus hijos, al tiempo que se esforzaba por seguir siendo sociable.

La pérdida de alguien a quien nadie más ha conocido supone un dolor peculiar. Un pesar íntimo.

Darwin sentía cierta afinidad con Georgia, a quien la muerte separó de su única hija; los abortos habían separado a Darwin de sus hijos. Darwin no fue consciente de lo mucho que deseaba tener un bebé hasta que no pudo tenerlo, y entonces anheló tener un hijo con toda su alma.

Cuán triste debía de estar Georgia, pensaba ella, por no poder ver a Dakota cada día. Así pues, durante los últimos años, Darwin empezó a pasar más de un sábado por la tarde en la tienda para ver cómo estaba Dakota, sobre todo si Dan tenía visitas en el hospital. Nunca rondaba a la joven, eso ya lo hacían Anita, Catherine y Peri. Darwin asumió otro tipo de papel: aconsejó a Dakota cuando ésta se preparaba para ingresar en la universidad y la inició en toda clase de titulaciones en estudios femeninos de las que Catherine y Anita ni siquiera habían oído hablar nunca. Darwin se adaptó al papel de mentora académica y, al hacerlo, encontró una pequeña distracción. Para honrar a Georgia.

En aquel entonces le tenía mucha envidia a Lucie, aun cuando quería a su mejor amiga y adoraba a la pequeña Ginger, de la que a menudo hacía de canguro. De todos modos, en más de una ocasión Darwin regresaba de comprarle a Ginger un par de playeras chiquititas para sus pies regordetes de niña y acababa por llorar en su mesa del rincón del dormitorio, y fingía trabajar mientras Dan veía la tele en la otra habitación. Pero él la conocía lo suficiente como para dejarla tranquila.

Las miradas de preocupación entre sus padres y sus suegros en las comidas de los días de fiesta, las expresiones comprensivas cuando se reunía el club de punto, las noches en las que oía por casualidad a Dan hablando por el móvil en el balcón con algún amigo de la facultad de medicina que se había especializado en fertilidad; todo aquello fue sucediendo a su alrededor y ella contuvo el aliento, oscilando en todo momento entre la desesperación y la esperanza.

Darwin comprendía, por supuesto, que habría sido más fácil para todo el mundo mostrarse optimista, que expresara con un «¡Nos va a pasar, sucederá!» el espíritu dinámico que calma la inquietud de los demás y con lo que hubiese tenido que lamerse las heridas en la intimidad. Pero ella nunca había sido así y, al final, acabó resultando demasiado duro.

Se había pasado gran parte de los últimos cinco años malhumorada y frustrada, y todavía sentía el aguijón de la vergüenza por estar a punto de romper a llorar cuando la hija de Lucie, Ginger, sopló las velas de su tarta de cumpleaños algunos años atrás. Una niña dulce a la que le había cepillado el pelo, le había preparado la comida, a quien había arropado en innumerables ocasiones cuando Lucie había ido a cenar con productores de cine potenciales, y entonces... ¡zas! De pronto Darwin estalló en tremendos sollozos en tanto que la polvorilla con coletas aplaudía a modo de acompañamiento del
Cumpleaños feliz
y escupía saliva sin querer por todo el pastel escarchado de color rosa mientras trataba de formular su deseo. Humillante. No es que buscase llamar la atención. Ni que quisiera que Lucie, su más querida amiga, tuviera que debatirse entre cortar pedazos de pastel de chocolate para unos niños que habían comido demasiado azúcar y parecían tener lombrices en el culo o seguir a Darwin hasta el baño y ofrecerle un hombro en el que llorar. No, Darwin habría preferido ser totalmente invisible. Pero no se trataba de que pudiera elegir el momento adecuado para una minicrisis nerviosa. De eso se encargaba su corazón, y en el dulce cumpleaños de Ginger, la ira y el dolor acumulados, sencillamente, habían rebosado.

Ojalá no hubiese tenido que soportar las interminables bromas de «¿Cuándo vais a tener hijos?», seguidas por la culpa («Deberías darle hijos a Dan») y coronadas por la curiosidad morbosa («¿Hay algún problema?») que sufrió por parte de sus colegas y familiares.

No preguntes.

No lo digas.

Se diría que estas normas tácitas eran obvias.

En cuanto se hubieron repartido todas las bolsas de regalos y Darwin ayudó a Lucie a fregar los platos en un intento por quitar el cerco de vergüenza que sentía por haber llorado delante de las amigas de su madre, aceptó un silencioso abrazo por parte de esta última. Desde que se habían conocido en el hospital después de que Lucie diera a luz a Ginger, Rosie y Darwin habían forjado su propia relación, una conexión curiosa que nacía de la cercana proximidad de ambas. Rosie había dedicado su vida a cuidar de una familia bulliciosa, cocinar, limpiar y sonar narices. Rosie era plenamente consciente de que Darwin desaprobaba su inquebrantable condición de ama de casa, pero la «adoptó» de todos modos y le regalaba inagotables tarros de salsa de tomate casera y de melocotón en conserva y admiraba cualquier logro profesional tanto como la propia madre de Darwin, que vivía en Seattle. Posiblemente incluso más.

Rosie, Lucie, Dakota, el resto de socias del club, sus familias: todo el mundo estaba emocionado por Darwin y Dan. Todo el mundo, también, tenía la sensación de que sus esperanzas, energías e incluso oraciones privadas —en el caso de Anita y Rosie— habían contribuido en cierta medida. El embarazo de Darwin fue un motivo de gran celebración.

Sin embargo, con tan sólo nueve semanas por delante, Darwin seguía estando nerviosa. Había guardado en la mochila una lista de «Cosas que podrían salir mal», a la cual iba añadiendo nuevos pensamientos a medida que surgían.

Punto 1: Un taxi podría atropellarme cuando cruzo la calle.

Punto 2: Un taxi podría chocar con el taxi que ocupo de camino al hospital.

Punto 3: Un taxi que llevara a Dan podría chocar con el que ocupo de camino al hospital.

Dan la sorprendió cuando escribía frenéticamente a las tres de la madrugada; leyó la lista, discutió cada uno de los puntos como una improbabilidad estadística —procurando analizar en especial todas las preocupaciones médicas de su esposa— y luego la rompió y la tiró a la papelera.

A la mañana siguiente, Darwin sacó los pedazos, los metió en un sobre e inició una lista nueva. Nadie, ni siquiera su querido esposo, iba a gafar las cosas.

A pesar de su furtiva contemplación de escaparates, Darwin se había mantenido firme con Dan en que sería mejor que no pintaran el cuarto de los niños —que en realidad sólo era un rincón acordonado de la sala de estar— ni compraran baberos o ranitas y que, definitivamente, no celebraran ninguna fiesta con obsequios con motivo del nacimiento. ¡Nada de fiestas con obsequios! lisa era su norma invariable. Sólo tras muchas negociaciones consintió en asistir a clases de preparación para el parto. Darwin se había mantenido inflexible en su decisión de probar un parto natural y, diligente, buscó un médico que estuviera dispuesto a dejar que lo intentara.

—Tenemos que ir, Darwin —le dijo Dan, aunque él había asistido cinco partos en la facultad de medicina y unos cuantos más de urgencia desde entonces—. Es importante estar preparado. Además, ¿y si se me olvida?

Dan nunca olvidaba nada. A menos que decidiera hacerlo. Como la malhadada noche que Darwin pasó con aquel amigo de Peri hacía mucho, mucho tiempo. Lo hablaron con un consejero y luego el asunto se había desvanecido, como una pieza más de su historia compartida que no era necesario recordar. Darwin le estaba eternamente agradecida por ello, aun cuando se sintiera molesta con él por haberle roto la lista.

De todos modos, Dan no iba a actuar como médico. Se suponía que en la habitación del hospital sería el padre al cien por cien, y ello significaba quedarse a su lado. Porque esta vez sería distinta de todas las demás. En esta ocasión volverían a casa del hospital con dos bebés, sus hijos, que respiraban, dormían y se podían morir. Ya volvía a notarla crecer, la burbuja de esperanza, y era como si estuviese viendo aquella cuna brillante, como si oliera los polvos de talco. Haciendo un gran esfuerzo, Darwin subió su pesado cuerpo por las escaleras hasta la tienda de punto, oyó que sus amigas daban grititos excitados y pedían ¡chiiist! y se detuvo en el rellano con la esperanza de recuperar el aliento antes de entrar. Tardó un segundo en caer en la cuenta de lo que pasaba. El club le había preparado una fiesta con regalos.

La emoción y la superstición batallaron durante un tiempo parejo, y K.C. abrió la puerta.

—Me pareció oírte resoplar aquí fuera —gritó—. ¡Pasa, profesora Chiu! Eres la que trae a los invitados de honor.

Darwin miró dentro con cautela, a sus amigas, que se volvieron rápidamente hacia ella con bebidas en la mano, a Dakota que estaba junto a la mesa y hacía muecas mientras señalaba risueña un gran regalo asfixiado bajo un papel brillante de color amarillo.

No era la cuna excesivamente cara de sus sueños, pero se le parecía mucho. Darwin sonrió a las socias del club de punto de los viernes por la noche, que se apiñaron en torno a ella, y dejó que Catherine, K.C., Anita y Peri la palparan para notar a los dos diminutos asistentes a la fiesta que pateaban con regocijo en su interior.

Tal vez no pasara nada por ser feliz, pensó. Sólo un poco.

Capítulo 5

Walker e Hija quedó inundada con el papel de regalo que Darwin iba rompiendo para descubrir su recién adquirido botín de artículos para bebé.

—¡Esto es justo lo que me hacía falta! —exclamaba con cada babero, sonajero y diminuto par de calcetines, y tiraba el envoltorio por encima del hombro en tanto que Peri iba y venía en torno a ella chasqueando la lengua con bolsas de basura y un aspirador de mano eléctrico.

—¡Déjame que recoja eso! —chillaba Peri.

El suelo, recién pulido y con los acabados renovados, aún no había recibido ni un arañazo y toda aquella pintura nueva no tenía ni una mancha. Resultaba enervante tener un ojo puesto en las botas con tacones de Catherine que chirriaban en el suelo y otro preocupado por si la cinta adhesiva estropeaba los acabados. «¿Desde cuándo estoy tan nerviosa?», se preguntó. Llevaba días retorciéndose las manos con inquietud pensando en lo que diría todo el mundo sobre las reformas —¿criticarían los cambios?, ¿la juzgarían por haber apurado tanto el tiempo?—, pero no había considerado que estaría más asustada por la posibilidad de que alguna de las socias del club dejara marcas en la madera. Tal vez estuviera perdiendo la perspectiva, pensó para sí mientras desconectaba el Dustbuster.

—¡Gracias a Dios! —dijo K.C. con un susurro teatral—. Pensé que iba a tener que chillar para oír mis pensamientos. —Alargó la mano, arrancó el papel de envolver de manos de Peri y volvió a tirarlo al suelo—. Hazlo luego —dijo—. Te ayudaré y todo... unos minutos. Cinco, como mucho. Vamos, mujer. diviértete. Vive un poco. Mira como nuestra Darwin abre sus juguetes.

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