Read El club de los viernes se reúne de nuevo Online

Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (3 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
8.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Para empezar, ya no hay trastienda —señaló Dakota entre dientes al tiempo que se inclinaba hacia K.C. y le hacía señas para que echara un vistazo a sus espaldas—. De modo que no funcionaría.

—Y, en segundo lugar, nuestra política es la de no asustar a las mujeres embarazadas —añadió Anita, quien entraba entonces por la puerta, a unos dos pasos por detrás de K.C.

Como cada día, Anita llevaba un elegante traje pantalón y una selección de joyas elegidas con muy buen gusto. Era la socia del club más rica y de más edad, y también (todo el mundo coincidiría en ello) la más amable y atenta. Anita cargaba con una hortensia gigante de flores azules; Marty llevaba otra de flores rosadas. Asintió con la cabeza con aire solemne y afirmó:

—Las reformas son excelentes, querida.

Pese a lo dicho, Peri sospechaba que la intención de Anita era principalmente disipar las dudas de Dakota, puesto que ella había comprobado repetidas veces cómo iban las cosas por la tienda.

—Ya estoy aquí, ya estoy aquí —dijo una voz desde las escaleras. Era Catherine, que entró majestuosamente en el establecimiento con cierta fanfarria de cosecha propia, un montón de regalos envueltos de manera muy profesional con papel de colores vivos y una bolsa grande de lona llena de botellas—. Hola, queridas —dijo, y lanzó tantos besos al aire que a cada uno de los presentes le tocaron tres—. Hola, gruñona —saludó a Dakota, y le pasó el brazo por los hombros suavemente mientras contemplaba la habitación—. Pensaba que llegaba tarde. ¿Ha venido ya?

Sonó el teléfono de la tienda. Era Lude; llamaba para decir que no podía escaparse del trabajo y que no la esperaran. Peri consultó su reloj y dejó escapar un gritito de preocupación. Rápidamente, K.C sacó una caja de magdalenas glaseadas del fondo del carrito rojo y Catherine abrió una botella mágnum de champán sin hacer saltar el tapón.

—Cuando pienso en el club de punto de los viernes por la noche, siempre recuerdo las copas de plástico —comentó Catherine a Dakota—. Le da un cierto je
ne sais quoi.
—Hizo un guiño a Dakota y logró de ella un encogimiento de hombros.

Desde que, años atrás, Georgia había acogido a Catherine durante su divorcio y dejó que durmiera en el suelo de la habitación de Dakota, entre las dos se había forjado un vínculo como de hermanas; en muchas ocasiones, durante los años posteriores a la muerte de Georgia, el cinismo y excesivo dramatismo de Catherine habían supuesto un antídoto perfecto para el malhumor adolescente de Dakota. Anita seguía siendo la fuente de amor incondicional de Dakota; a Catherine se le daba muy bien guardar secretos y parecía dispuesta a convertirse en su cómplice, si es que se les ocurría algún plan.

—Por Walker e Hija —dijo Catherine, que tomó un sorbo y luego otro—. Por las reformas, por mi chica favorita y por el club —añadió, y las demás mujeres alzaron sus copas.

Aunque persistía una vaga desazón por las reformas, Peri supo que la velada iba a ser alegre. Cualquiera podía darse cuenta. Toda la pandilla estaba allí, juntas de nuevo; el volumen ya era ensordecedor puesto que todo el mundo hablaba al mismo tiempo, tratando de embutir en unos pocos minutos las novedades de todo un mes. Empezó a relajarse cuando vio que Dakota se dejaba caer en una de las sillas nuevas, pasaba la pierna enfundada en unos vaqueros por encima del brazo del asiento, le gorroneaba un sorbo de champán a Catherine y las dos echaban un rápido vistazo para ver si Anita se había dado cuenta.

Aquella noche Georgia habría estado orgullosa del club de punto de los viernes. Celebraban una reunión especial para darle una fiesta sorpresa a Darwin Chiu, quien, al fin, tras largos años de intentos e ilusiones, esperaba sus primeros bebés.

Porque Darwin y Dan iban a tener gemelos.

Capítulo 2

Cuando Anita era joven, tener hijos nunca había sido una posibilidad; sencillamente, constituía el orden esperado de las cosas. El matrimonio quería decir hijos, y los hijos querían decir matrimonio. Y todo el mundo se sorprendía cuando no sucedía enseguida. No hubiera habido remedio para una pareja como Darwin y Dan, que habían deseado sin perder la esperanza poder formar una familia. Habría resultado muy difícil ser madre soltera como lo fue Georgia, o como había decidido ser Lucie. Aunque últimamente Lucie tenía aspecto de estar muy cansada y tensa, y su hija, Ginger, no siempre era un encanto como lo fue la pequeña Dakota. De todos modos, era estupendo que las cosas fueran distintas. Que pudieran ser distintas. Anita creía en las opciones. Por otra parte, a veces todo resultaba un tanto confuso en estos tiempos.

Anita se casó con veinte años recién cumplidos, pero entonces no se daba cuenta de lo joven que llegaría a parecerle esa edad. Creyó estar en la cumbre de su adultez con su vestido de cóctel blanco y su velo de encaje. Stan parecía un hombre muy fuerte y sensato; tenía respuesta para todo, cosa que al principio la reconfortaba, en años posteriores la divertía y que al fin acabó siendo un poco molesta a veces.

Con veintiún años, lo único que Anita había visto era que su vida se desarrollaba sin complicaciones, hora tras hora, año tras año. Fue en la década de 1950... y ella era lo bastante mayor como para casarse y formar una familia y lo bastante ingenua como para eliminar deliberadamente las guerras mundiales de la memoria cotidiana. Apoyaba la idea de un futuro con tostadora y dicha doméstica, donde todo iba a ocurrir simple y fácilmente. En su noche de bodas todo eran posibilidades y el futuro parecía infinito: se moría por estar a solas con Stan y demostrar las habilidades que había aprendido de un libro. Fue una gran sorpresa descubrir, más adelante, que el sexo no lo resolvía todo, que podía convertirse en una rutina y que en ocasiones, cuando no le apetecía, resultaba irritante. Que el hecho de estar enamorado no paliaba los enfados y frustraciones insignificantes. Y que incluso un buen matrimonio, una pareja maravillosa, tenía sus momentos malos.

En el transcurso de los años, Anita perdió el contacto con las siete amigas que habían sido sus damas de honor, no sabría por dónde empezar a buscar a la niña de las flores que llevaba una réplica de su vestido en color verde menta y que la siguió por todo el banquete con el cestito de pétalos de rosa bien agarrado, la pequeña que se resistía a despedirse cuando ella abandonó la estancia con Stan. Su hermana menor, que le decía adiós con la mano.

A decir verdad, el hecho que el club de punto de los viernes por la noche permaneciera unido era especial. A la hora de mantener el contacto lo habían hecho mucho mejor que Anita con sus damas de honor. ¿La apoyarían las socias del club si se casaba con Marty? Sabía que sí lo harían. Pero que Marty y ella se casaran era, como poco, una fantasía. La suya era una relación entre iguales. Firmemente asentada en el mundo real. Además, ¿quién se casa cuando no sabe cuánto tiempo más le queda de vida?

—¡La Tierra llamando a Anita!

Anita levantó la mirada, sobresaltada, con una madeja de lana verde claro en la mano. K.C. estaba delante de ella con una amplia sonrisa.

—Te habías quedado ahí un poco aislada, cielo —dijo K.C.—. ¿Por qué no te sientas en una de las sillas nuevas y te unes al grupo?

Sintiéndose ridícula, Anita dejó que la condujesen al centro de la habitación. Odiaba que las chicas la trataran como si fuera una vieja y necesitase cuidados y atenciones especiales. ¡Ja! Habría que ver si ellas, con casi ochenta años, serían capaces de trabajar varios días a la semana por decisión propia— y de lidiar con tres hijos que tenían opinión sobre todo. Incluyendo el hecho de que no les gustaba el que era su compañero en la vida. Esos chicos debieran estar demasiado ocupados con sus propias familias como para meterse en sus asuntos, pero lo hacían. Al sentarse, Anita apretó aquella madeja de lana que tanto le recordaba el color del vestido de la niña de las flores. Le dirigió un esbozo de sonrisa forzada a K.C., quien de veras creía que la ayudaba y pensaba que Anita empezaba a chochear un poco. Pero Anita no estaba confusa. Estaba preocupada. Por las bodas. Por el pasado. Por el futuro. Por sus hijos de mediana edad que se llevaban un berrinche cada vez que se olían la continuidad de su idilio con Marty. Por todos los amigos de su generación que empezaban a desaparecer con regularidad. Y ahora ya no se iban precisamente a Florida.

—¿Estás trabajando en algo?

Era Dakota, que alargó la mano para tocar la lana. Los chalecos habían sido la prenda preferida de Anita durante tanto tiempo que incluso parecía sorprendente que confeccionara otra cosa. Los chalecos que siempre había hecho para Stan, con diseños y colores que ella misma creaba. Una artista, la había llamado su difunto esposo. Dejó de hacerlos después de juntarse con Marty porque era algo muy particular de Stan. Por supuesto, echaba de menos la familiaridad con los diseños, los patrones que se sabía de memoria, la sensación cuando el chaleco iba tomando forma, casi como si lo creara con el pensamiento. Sin embargo, no le había parecido bien seguir haciendo la misma ropa que destinaba a su difunto esposo cuando su nuevo compañero estaba sentado a su lado en el sofá, mirando otro partido más. Oh, sí, le hizo una chaqueta con un logotipo de los Yankees que le encantó, y una funda para la almohadilla que se llevaba al estadio, pero, a diferencia de los chalecos, no había tanto lugar para la expresión creativa. Sólo existía un único logotipo y un solo color azul, el de los Yankees.

En secreto aún tenía un chaleco a medias, metido en el fondo de un cesto. La mera presencia de la prenda inconclusa la tranquilizaba, mantenía un vínculo con los tiempos pasados. El hecho de avanzar no significaba que tuviera que desprenderse del pasado, de Stan, de Georgia. Se trataba más bien de aceptar que ya no estaban en el día a día y de vivir su vida en consecuencia. El dolor poseía su propio ritmo. Anita lo sabía muy bien.

Así fue como empezó a hacer sombreros para organizaciones benéficas y ese tipo de cosas. Algo que pudiera tejer cuando jugaban los Yankees por televisión. Y así fue también como incitó a las socias del club de punto de los viernes para que crearan juntas una labor para beneficencia. Al principio —daba la sensación de que habían pasado siglos—, el club intentó tener normas y actividades, e incluso trabajar en un mismo modelo de jersey, lo cual se convirtió en un desastre compartido. K.C. lo dejó después de intentarlo apenas, Catherine ni siquiera lo intentó, Darwin se esforzó mucho e hizo un jersey muy feo y Lucie terminó más de un suéter precioso y muchas otras labores. Después del funeral, el club se reunió a menudo, pero con frecuencia se encontraban con que las emociones las distraían, después fueron sus vidas ajetreadas y, aunque seguían reuniéndose, las labores de punto fueron quedando abandonadas por el camino.

Y entonces, mientras caminaba por la avenida Broadway una mañana de sol radiante varios meses después de la muerte de Georgia, Anita decidió que lo que debía hacer era adaptar el patrón de la manta de punto que las del club habían confeccionado para Georgia cuando estaba enferma. Cada una de ellas tejió una parte separada que luego juntaron para formar una manta muy grande y algo torcida que a Georgia le encantó, pese a que carecía de elegancia.

Para conseguir que su idea tuviera éxito, Anita había rehecho el patrón para que fuera más bien una manta de viaje, de modo que la prenda era más compacta y manejable. También aumentó el tamaño de las agujas para que la labor avanzara más deprisa, cosa crucial si esperaba que K.C., quien apenas tejía, lo intentara, y les impartió un curso de reciclaje durante una de sus reuniones habituales. Con su estilo característico, amable pero firmemente persistente, Anita animó a las socias del club para que tejieran unas cuantas pasadas antes de irse a la cama, o durante el fin de semana, y siempre comprobaba la marcha de sus labores. Enseguida logró infundirles de nuevo el entusiasmo por el punto y todas tejieron tantas «mantas Georgia» como pudieron y las donaron a una organización benéfica para pacientes de quimioterapia. Cada año, su meta era terminar un montón de esas mantas antes de realizar juntas su marcha contra el cáncer de ovarios en septiembre. Hasta creó un premio para quien hiciera más mantas: las Agujas de Oro del club de punto de los viernes por la noche. No eran más que un par de agujas pegadas a una base de madera y pintadas con aerosol dorado, y Anita ganó su propio premio la mayoría de las veces, pero la entrega de las Agujas de Oro durante la reunión del club posterior a la marcha se convirtió en un ritual esperado.

En parte, su historia común y los objetivos compartidos eran lo que mantenía la unión entre las integrantes del grupo, aun cuando el transcurso de sus vidas las llevara en direcciones distintas. Procurar que el grupo permaneciese unido parecía crucial cuando Dakota era más pequeña, y Anita, con callada eficacia, se encargó de que todas las socias sintieran que tenían una responsabilidad para con el grupo. Que sintieran que formaban parte de ello. ¿Una vieja chocha? ¡Ni mucho menos! Aunque representar el papel era una de las ventajas de envejecer: la gente bajaba la guardia en compañía de las personas ancianas aparentemente inofensivas y, en ocasiones, eso facilitaba mucho que todo resultara como ella quería. Anita no estaba por encima de sacar provecho de las cosas.

—Espero que no estés haciéndome algo a mí con ese color —bromeó Dakota, mientras pasaba el dedo con suavidad por la lana de color verde menta.

—No; la elegí sin pensar —repuso Anita—. Este color me recordó a alguien. Hubo una época en que fue el tono de moda.

—Es bastante horrible, Anita —afirmó Dakota con las cejas enarcadas.

—Sí, es muy del estilo
Corrupción en Miami
—comentó Catherine, mientras rellenaba una copa y luego se dirigía a la siguiente vacía—. Pero los colores pastel son estupendos para las prendas de bebé. ¿Querías hacer alguna otra cosa para Darwin?

Anita puso la lana en las manos a Dakota.

—Déjala en su sitio, cariño. No quiero causar tanto alboroto por nada.

Dakota cerró las manos sobre las de la anciana, quien seguía siendo la combinación perfecta de abuela sustituta y mentora y que siempre estaba disponible sin vacilar. Incluso cuando encontró una nueva vida con Marty. Y sobre todo después de que la madre de Dakota muriera. Anita consiguió ser una presencia emocional constante al tiempo que se mantenía en segundo plano, al margen del repentino aluvión de todos los parientes que anhelaban un pedacito de la pequeña de Georgia para tranquilizarse. Sus abuelos Bess y Tom, su tío Donny, ¿cómo podrían recuperar todo el tiempo que habían malgastado con su actitud distante hacia su hija y hermana, respectivamente? Y los padres de su padre, Joe y Lillian, y todas sus nuevas tías, tenían su propia variación de lo mismo: se habían perdido muchas cosas porque su padre mantuvo en secreto la existencia de Dakota durante los doce primeros años de su vida y necesitaban compensar el tiempo perdido. La interminable rotación de fines de semana en Pensilvania y Baltimore durante sus años de instituto llegó a ser agotadora.

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
8.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Defiant Lady Pencavel by Lewis, Diane Scott
The Sixth Commandment by Lawrence Sanders
Colton Manor by Carroll, Francene
Porch Lights by Dorothea Benton Frank
Forgotten Child by Kitty Neale
And She Was by Cindy Dyson