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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (29 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—Agua —respondió a la azafata, que había tenido que preguntarle dos veces lo que quería para sacar a Catherine de su ensimismamiento—. Con gas. Con lima.

¡Qué alivio habría supuesto hablar con Anita, o con las socias del club, sobre otra posible relación... que se desvanecía justo cuando Catherine volcaba en ella su corazón! Pero ¿cómo iba a hacerlo ahora? En ocasiones, el gran alivio de desahogarse sólo sirve para aumentar la carga de otra persona. ¿Qué podía esperar que hiciera Anita? Sería muy incómodo para todos los implicados. Y no tendría sentido ponerse de parte de alguien, porque el único bando que Anita elegiría sería el de Nathan. Por comprensiva que fuese Anita, podría ser que no entendiera muy bien que Catherine se acostara con su hijo casado, y en el que antes fuera el dormitorio de Anita, nada menos.

Si lo de Nathan y ella hubiera funcionado habría sido maravilloso. Pero revelar el idilio fracasado sólo crearía posible incomodidad y vergüenza para todos los involucrados.

No; Catherine se había metido sola en ese lío y ya era lo bastante mayorcita como para mantener la boca cerrada al respecto.

Así pues, no hubo llamadas telefónicas en mitad de la noche, tampoco correos electrónicos ni seguimientos de ningún tipo para perturbar lo que ella suponía que sería el feliz reencuentro de Nathan en Atlanta. Cuando llegó la ropa de la lavandería —ella siempre la enviaba los lunes y los jueves— y encontró un par de calzoncillos limpios de Nathan metidos entre sus cosas, empuñó unas tijeras de inmediato y cortó las prendas en pedazos a modo de terapia antes de tirarlas. A continuación echó un vistazo a fondo por el apartamento y se deshizo de cualquier cosa que él hubiese tocado: una pastilla de jabón, un tubo de dentífrico recién abierto, la caja de galletas de la que comió. Se cercioró de que no quedara ni rastro de la semana que habían pasado jugando a las casitas y organizó las cosas para enviar todas sus pertenencias a la casa de Cold Spring.

Estar con Nathan había puesto fin a sus años de estancia en el apartamento de Anita: sencillamente no se veía comiendo cereales Cheerios y viendo la televisión en el mismo sofá donde Nathan le había hecho el amor una semana antes.

No obstante, el hecho de no poder hablar de ello le causaba una sensación de soledad; se sentía realmente abotargada guardándose la historia para sí misma.

Se revolvió en su asiento de primera clase y suspiró en el preciso momento en que la azafata regresaba con su bebida. «No os lo vais a creer, chicas —fingió para sus adentros que podría decirles a las socias del club—, pero he tenido una aventura con el hijo problemático de Anita, Nathan. ¡El sexo fue impresionante! Hasta que puso pies en polvorosa y volvió con la esposa de la que se estaba divorciando.» Al menos eso era lo que ella creyó que le dijo. Quizá Nathan no había sido tan explícito, pero... ¡No! No iba a contarlo. Eso complicaba demasiado las cosas, la hacía igualmente responsable. En cambio, intentó visualizar la cara que pondría cada una si les revelaba que habían pasado cuatro noches juntos. La decepción de Anita. La crítica de Darwin. ¿Qué sabían esas mujeres de la tentación? Sólo K.C., con sus dos divorcios a cuestas y su actitud neoyorquina de quien lo ha visto todo, no quedaba horrorizada en la visión de Catherine.

No es que careciera del todo de límites: no se había acostado con un hombre casado sin más. Bueno, sí, lo había hecho. Pero no del todo. Nathan le dijo que ya había presentado los papeles. O que había iniciado los trámites. ¿Qué le dijo con exactitud? Hubo muchos besos y toqueteos en medio de la conversación.

«Vamos, Catherine, no eres tan tonta como para no ver lo ocurrido. Un trato no lo es hasta que se cierra», pensó para sí.

—Tendría que habérmelo imaginado —murmuró mientras miraba las nubes por la ventanilla—. ¿Verdad, James? —añadió mientras alargaba el brazo y le daba unas palmaditas en la mano, un tanto contundentes, para llamar su atención.

—Mmm —murmuró él con expresión desconcertada al levantar la mirada de su ordenador portátil—. Perdona, ¿qué decías, Catherine?

—Sólo que Venecia va a ser el lugar perfecto para mí —comentó—. Un antídoto.

Tomó un sorbo de agua mineral y asintió enérgicamente con la cabeza, aguardando a que él le hiciera la pregunta. Que le preguntara si algo iba mal. «¿Por qué estás tan tristona, colega?»

Sería muy fácil sincerarse con James, pero, de algún modo, el hecho de que K.C. los viera en el restaurante y se lo contase a todo el mundo había pinchado la burbuja segura del secreto que protegía su amistad. Estuvo a punto de contárselo hacía unos días, pero sintió una punzada de duda: ¿y si le explicaba a James lo de Nathan y él se lo contaba a Anita?

Entonces decidió que si se lo preguntaba se lo contaría. Eso estaría bien. Si no, sufriría en silencio.

—Necesitaba salir de la ciudad... —empezó a decir, deseando que James la sonsacara.

—Bien —repuso James en tono agradable, y volvió a su trabajo. Catherine le caía bien. Mucho. Pero precisamente aquel día no tenía tiempo para escuchar. Tenía mucho trabajo por delante: durante unos días iba a inspeccionar una posible urbanización en la ciudad acuática y luego iría a Roma a pasar el verano. Cuidando de Dakota.

El jefe de la empresa, Charles Vickerson, parecía contento de que James se tomara tanto interés en los hoteles europeos, y aún se alegró más cuando le hizo saber que iba a tener a su hija trabajando para él un día a la semana. James Foster se había abierto camino a fuerza de trabajo y pasó de ser miembro del equipo de arquitectos de un hotel parisiense hacía casi veinte años a formar parte integral del imperio hotelero V. Y Vickerson estaba siempre en guardia con las empresas que estaban decididas a robarle a sus altos ejecutivos; el hecho de que James quisiera involucrar a su hija con la empresa le parecía una buena señal.

—Me pregunto cómo le irá a Dakota mañana en el avión —comentó entonces Catherine, intentando captar la atención de James—. Es su primer viaje sin progenitores.

—Estaba muy emocionada, te lo aseguro —contestó James, que alzó la vista de su ordenador muy brevemente—. Habría ido sola a Escocia cuando era más pequeña, pero nunca quise que estuviera sola en Heathrow.

El viaje de Catherine, que había previsto suspender cuando creía que iba a vivir feliz para siempre con Nathan, volvió a ser un hecho antes de que nadie supiera que había considerado no realizarlo. Pensó que un viaje sería perfecto para huir de otro desastre más en su vida amorosa, aunque el contacto que mantuvo con Dakota para organizar las cosas la había dejado exhausta.

—Tengo intención de comer de todo —le comentó a Catherine, y luego se pasó diez minutos enumerando todos los platos que esperaba consumir, tras lo cual pasó a todas las cosas que tenía intención de ver—. Y también voy a conducir una Vespa, al menos una vez...

«Antes era como ella —se dijo Catherine, que se sintió consumida cuando cayó en la cuenta de que habían pasado veinticinco años desde que tenía la edad de Dakota—. No es así como quería que fuera mi vida...» El entusiasmo imparable de Dakota era como levantar las persianas cuando te estabas recuperando de una resaca: su alegre resplandor te hacía daño. En todas partes.

Catherine afirmó que tenía que encontrar unos cuantos objetos de cristal de calidad para El Fénix y gracias a dicha estratagema se retiró del vuelo a Roma con Dakota y compañía y prometió reunirse con ellos más adelante. Cambió el destino a Venecia e hizo coincidir su partida con el viaje de James, unos días antes de lo previsto. El hecho de que no pudiera hablar de cómo se sentía no significaba que deseara que la dejasen en paz. Aunque James no resultaba una compañía entretenida precisamente, pues no levantaba la nariz de su trabajo.

Anita, quien también había planeado un gran viaje por su cuenta, negoció muy bien con James los detalles de la aventura veraniega de Dakota. La joven cuidaría de Ginger basándose en los horarios de rodaje de Lucie, pero trabajaría al menos ocho horas a la semana en el despacho de su padre: archivaría, recopilaría datos, mecanografiaría cartas... James había anunciado que la joven no iba a recibir ningún trato especial y que quería que aprendiera más cosas sobre el trabajo en un entorno empresarial. Que tuviera un poco de contacto con el mundo más allá de la venta al por menor y de la universidad. Además, Lucie, Dakota y Ginger iban a alojarse en el hotel V, en el mismo pasillo donde estaba James. De modo que Dakota estaría casi sola, pero no del todo: las noches que no tenía que cuidar de Ginger, Dakota debía hacer acto de presencia ante su padre a la una de la madrugada. Él le dijo que si llegaba antes también le parecería bien.

No era ésa la idea que Dakota tenía de un verano perfecto, con una niña de cinco años a la que cuidar y su padre pasillo abajo, pero era mejor que quedarse en casa y trabajar en la tienda. Así pues, ¿y qué si tenía que hacer de auxiliar administrativa unas horas a la semana? Podría soportarlo.

En cuanto a Anita, ella y Marty habían reservado un pasaje en el
Queen Mary 2
y Catherine fue al barco a despedirse poco antes de tomar su avión. La pareja iba al Reino Unido —ya habían contratado a un investigador privado para que se reuniera con ellos al llegar— y allí pensaban analizar sistemáticamente todas las pistas que pudieran de las casi cuarenta postales que Anita había estado guardando durante todos aquellos años. Catherine no le dijo que tenía la última postal: no quería darle motivos a Anita para que sintiera que la había defraudado. Bastante lo había hecho ya.

Catherine sabía que el viaje suponía un esfuerzo enorme para Anita. Pero su miedo a volar implicaba que los desplazamientos terrestres y marítimos fueran la única opción.

—Fui pusilánime —le confesó a Catherine en el muelle—. Me resistía a afrontar mis miedos y pesares con mi hermana. Ahora tengo que cruzar el mundo en barco para encontrarla.

Catherine asintió comprensiva.

—¡Solíamos pasárnoslo tan bien! Era como mi bebé de prácticas —le contó Anita—. La llevaba al parque y comíamos cucuruchos de helado. Para darle un respiro a mi madre, ya sabes. Sarah era mucho menor que yo.

—¿Cuántos años tendría ahora?

—Sesenta y tres —respondió Anita, tras lo cual retomó sus recuerdos—. Sarah era una tejedora excelente. Yo le enseñé. Mi
Bubbe
me enseñó a mí, y yo a ella. Tenía un ojo magnífico. Perfecto.

—¿Mejor que el tuyo?

—Sí —reconoció Anita—, aunque nunca lo admití. Pienso en ella cuando trabajo en el abrigo de novia, ¿sabes? Imagina si pudiéramos hacerlo juntas. Lo rápido que iría. Lo divertido que sería. Solíamos hacer jerséis entre las dos, una manga cada una; ella, la parte delantera y yo, la espalda. Los hacíamos para regalárselos a mi padre el día de su cumpleaños y esas cosas.

Catherine miró hacia el Hudson y Anita siguió hablando, explicándole que Nathan adoraba a su joven tía —su primera niñera y su favorita— y que Sarah pasaba casi todos los fines de semana jugando con sus sobrinos pequeños.

—Me ayudó, igual que yo ayudé a mi madre con ella. Y a su lado te partías de risa, no paraba nunca con sus bromas. En otra generación creo que habría sido humorista.

—¿Qué hizo?

Ante la pregunta de Catherine, el semblante de Anita se ensombreció. Insistió para que le diera detalles, averiguar qué había salido mal, pero Anita se limitó a mover la cabeza.

—No estoy preparada —respondió—. Me preocupa que al hablar de ella esté confirmando que ya se ha ido. No dejes que la gente se te escurra entre los dedos, Catherine. Puede resultar muy fácil hacerlo y duro, muy duro, recuperarla.

En cuanto a la pandilla que se quedaba de guardia en la ciudad, Catherine había pasado por Walker e Hija antes de abandonar el San Remo para adquirir una nueva bolsa grande fieltrada de verano de la línea Peri Pocketbook. Tenía necesidad de ver a todo el mundo, casi como si quisiera poner continuamente a prueba su determinación de no hablar de Nathan.

—¿Estás saliendo con alguien últimamente, Peri? —le preguntó en la tienda cuando faltaba menos de un día para su vuelo. Normalmente Catherine era una viajera muy organizada, pero la situación la había dejado distraída.

—¡Ja! —repuso Peri—. Soy la quintaesencia de la profesional ocupada de casi treinta años en Nueva York que está horrorizada y alarmada de descubrir que no tiene pareja.

«O de cuarenta y tantos», se dijo Catherine.

—Pensaba que K.C. tenía al hombre perfecto para ti, ¿no?

—Bueno, ya conoces a ese tipo de hombres. Se pasó toda la velada hablando sobre sí mismo.

Nathan había parecido interesado cuando ella le habló de su vida, de que había crecido en Nueva York, de que Anita era como una madre. Ahora Catherine lamentaba no haber mantenido la boca cerrada. Odiaba conocerlo tan bien como lo conocía. O, al menos, conocer su cuerpo tan bien como lo conocía.

Sonó el teléfono. Era Darwin, y le pedía a Peri que le enviara un mensajero con más hilo. Desde que Dakota le enseñó a hacer calcetines pequeños, Darwin se había convertido en una mujer obsesionada, cautivada por la idea de los deditos de Cady y Stanton calzados con los zapatitos de mamá. Aun sabiendo que sería mejor para ella echar una cabezada, seguía intentando hacer unos cuantos puntos antes de quedarse dormida.

—De manera que este verano voy a centrarme en darle clases particulares a Darwin en su casa —dijo Peri—. Cuando no tenga a Rosie de visita. Tal como ella dijo, cuantas más madres, mejor.

—No sé qué decirte —repuso Catherine.

Intentaba con todas sus fuerzas hacer el papel de la amiga interesada y comprometida. Pero se sentía como los heridos que pueden caminar, traumatizada por la guerra de un modo como hacía mucho tiempo que no lo estaba.

—Yo tampoco —dijo Peri—, puesto que lo único que hago es tratar de que aquí funcionen las cosas y de poner mis bolsos en manos de las famosas de cuarta categoría. Nada de viajes a Italia para una que yo me sé.

Peri había dejado muy claro que no estaba del todo entusiasmada con el viaje de Dakota, pero cedió y aceptó una sustituta durante el verano: era la amiga de la universidad dé la joven, Olivia. Lamentablemente, Olivia tenía problemas para anotar en caja la magnífica funda para ordenador portátil de color azul cobalto que Catherine estaba comprando. Ella había insistido en pagar lo que valía y no quiso beneficiarse siquiera del descuento como socia del club de punto de los viernes que Peri generosamente ofrecía a sus amigas.

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