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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (5 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Además, no podía decirse que lo hubiera hecho muy bien explicándole a su hija lo esencial sobre la reproducción, pues había oído que Ginger le contaba a su abuela que los niños nacían cuando una persona frotaba el trasero con el de otra. Un dato que también suscitó una expresión consternada en Rosie.

—¿Qué pasa? Se lo expliqué y lo entendió de manera más bien confusa. ¿Y qué? —espetó Lucie a su madre cuando Ginger salió de la habitación—. Fuiste tú quien me contó que los niños se encontraban debajo de las hojas de las coles.

—¡Pufff! —exclamó Rosie, expulsando con fuerza el aire de sus labios para demostrar lo que pensaba de aquella afirmación—. En esa época no sabíamos hacerlo mejor. Ahora hay que contarles los hechos de la vida para que nadie les tome el pelo. ¿No has visto
El show del doctor Phil?

En todos los aspectos en los que Lucie era prudente, concienzuda y práctica había omitido considerar la única certeza de la maternidad: sinceramente, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Y los libros... pues bueno, fuera como fuese, con su hija no funcionaban. Era demasiado lista para los psicólogos, eso seguro. No había ningún manual que se adaptara a lodo tipo de niños. Lo sabía. Lo había buscado en la biblioteca.

Ginger comenzó a imponerse en el mismo instante en el que empezó a hablar. Cuando Lucie cerraba los ojos por la noche y al fin notaba que el nudo de ansiedad que tenía constantemente empezaba a aflojarse al oír la profunda respiración de Ginger, en su cabeza continuaba oyendo las frases que la niña se pasaba el día diciendo: «No, mamá» y «¡No lo haré!» o «¡No, hazlo tú!».

—Una cría de dos años me manipula —solía decirle a Darwin cuando las dos amigas se encontraban para tomar café.

En aquel entonces su carrera profesional empezaba a animarse. Más adelante, al cumplir tres, cuatro y cinco años, Ginger se hizo aún más experta en conseguir lo que quería. Y Lucie, exhausta del trabajo que estimulaba e interesaba su mente, agotada tras pasarse todos sus momentos libres yendo detrás de Ginger en el intento de agarrarla para que se sentara y se estuviese quieta, se daba por vencida. Compraba la tranquilidad. La vendían en la juguetería. En la tienda de donuts. En el mercado y en el cine.

—Quiero mucho a Ginger —confesó a las socias del club un lloroso viernes por la noche—. Pero la prefiero cuando está dormida.

Consideró explicarle a Ginger que era hija de un donante, que lo era, en cierto sentido. En el sentido de que el hombre que la había engendrado compartió voluntariamente ciertas partes de sí mismo. Claro que él no contaba con tener descendencia. Todo fue cosa de Lucie, desde el principio. Obtuvo el esperma del donante al viejo estilo: lo sedujo.

Bueno, no exactamente. Will Gustofson le gustaba mucho. Era un tipo muy interesante. E inteligente. Cuando salían juntos, él era investigador en el hospital Sloan-Kettering. Era un hombre atractivo, e incluso divertido. Pero Lucie, que había sufrido unos cuantos desengaños amorosos, no quería emprender ninguna relación. Se había cansado de esperar, no quería jugársela con su reloj biológico. La única relación a la que estaba segura de querer comprometerse era con un bebé. Y la tuvo. Pero el bebé se había convertido en Ginger. Una personita con muchas opiniones. Y de pronto Lucie se encontró con mucho, mucho más de lo que había esperado.

Seguía esperando llegar a entenderlo todo. Saber qué hacer con una Rosie que envejecía y cómo disciplinar a Ginger. Antes de que naciera su hija, su mayor problema era la sensación de que su vida se hallaba en situación de espera. No obstante, de algún modo, dicha sensación se había remontado sigilosamente a otros tiempos: lo único que tuvo que hacer fue llegar a primer curso, al instituto, a la universidad. Lo único que tenía que hacer era intentar que no se le escapase nada y no verse zarandeada entre una niña que iba a la escuela primaria y una madre que se asentaba en la vejez. ¿Cuándo iba a tener sentido? ¿Cuándo iba a despertarse sin sentirse cansada? ¿Cuándo iba a tener la sensación de que todo iba bien?

K.C. miró el despertador —las tres de la madrugada— y sintió náuseas. No una náusea en el estómago, como si tuviese la gripe y estuviera dolorida y cansada, sino más bien de asco. De horror. De vergüenza. Daba igual que hoy en día la gente hablara abiertamente de ello. La verdad era que resultaba muy desagradable despertarse en mitad de la noche empapada en un sudor pegajoso y con el pijama chorreando. Probó con camisones de algodón. Probó a dormir desnuda. Probó a dormir en la bañera. Pero siempre pasaba lo mismo: sus noches se veían interrumpidas por una repentina sudoración que la dejaba empapada. O sufría subidas bruscas de temperatura durante una reunión importante en el trabajo, por la tarde. Le ocurría sin ton ni son. ¡Y sus períodos! ¿No se suponía que esas dichosas cosas tenían que desaparecer? Bien, pues no iban a hacerlo antes de lanzar sus últimos hurras, más abundantes y frecuentes que nunca. Últimamente se estaba gastando una fortuna en la farmacia en tampones y compresas extra-extra-extra absorbentes.

Se diría que sus órganos reproductores podían dejar de funcionar tranquilamente y ocuparse de sus propios asuntos. Al fin y al cabo, ella nunca los utilizaba. Dejó que se soltaran la melena cuando disfrutó de la vida, probó con un par de maridos que no resultaron adecuados del todo y luego se concentró en su carrera profesional. Tampoco era que les hiciera caso omiso, pues pasaba las revisiones habituales para asegurarse de que sus cañerías funcionaban. Sobre todo después de la enfermedad de Georgia. ¿Y qué consiguió? Noches de sufrimiento y una fuerte jaqueca.

«¡Ay, K.C.! —se dijo—. Te estás convirtiendo en tu madre.» Gruñona y menopáusica. Y era una mierda.

Una vez a la semana, como mínimo, K.C. iba a hacerle compañía a Peri mientras ésta trabajaba en sus bolsos. K.C. acudía allí con el pretexto de recibir clases particulares para confeccionar sus mantas Georgia, de las que terminaba una, y sólo una, cada año.

Se sentaba diligentemente en el sofá de Peri con las agujas en la mano, un ojo en el televisor y otro en el periódico. K.C. no era de esas personas que podían quedarse sentadas sin moverse.

—Puedes dejar las agujas —dijo Peri, que estaba revisando los colores de la lana, comparando cómo quedarían las franjas de distintos tonos—. Todo el mundo sabe que soy yo quien teje tu manta Georgia cada año. Está demasiado bien hecha.

—Sí, en cuanto a eso... —dijo K.C.—. Este año tal vez podrías incurrir en unos cuantos fallos, ¿no?

—Ya lo probé —repuso Peri—. Pero hasta los fallos resultaron demasiado uniformes.

—¡Uf! —masculló K.C, y se fue al baño a toda prisa. Estaba sudando. Otra vez.

Peri llamó a la puerta con una toalla limpia en la mano.

—Tienes que ir a ver a un médico, K.C. —le dijo—. Que te dé hierbas, hormonas o algo. El sufrimiento está pasado de moda, ¿sabes?

K.C. asomó la cabeza.

—A veces el sufrimiento no es más que sufrimiento —replicó—. Tienes que soportarlo para pasar al otro lado.

—No creo que más allá de la menopausia te aguarde el nirvana —comentó Peri.

—Bueno, no lo sabremos hasta que lo descubramos —contestó K.C., que refunfuñó entre dientes tras la puerta. El mundo tenía suerte de que sólo estuviera fumando, pensó.

En el apartamento de Peri reinaba la tranquilidad, como siempre. Una ensalada para cenar, tal vez un poco de pollo a la plancha, y luego la emprendía con el trabajo número dos: diseñar, tejer, fieltrar, actualizar su página web, preparar pequeños pedidos para
boutiques.
Peri había cambiado por completo el ambiente del lugar desde la época en la que Georgia y Dakota vivían allí: compró el mobiliario del tamaño adecuado para el espacio —Georgia siempre tuvo un sofá en el salón— y aprovechó al máximo las tres habitaciones, cada una de las cuales se utilizaba para múltiples usos. En el antiguo dormitorio de Dakota, donde Peri tenía la mesa del ordenador y su estudio, las paredes estaban cubiertas de estanterías abiertas para almacenar su bagaje personal, sus agujas, sus labores a medias, sus artículos de costura, su colección de una década de
Vogue.
Había guardado todo lo que fue de Georgia y lo había metido en el archivador grande que Marty le ayudó a subir. De vez en cuando Dakota iba allí para mirar las cosas, lo más probable es que apareciera después de la jornada del sábado. A Peri nunca le importaba, comprendía que la joven necesitara reconfortarse.

—¿Alguna vez has visto por aquí una carpeta? —preguntó a Peri durante una de esas inspecciones.

—¿Cómo es? ¿Como las del colegio?

—Algo así —respondió Dakota—. Estoy buscando una cosa. A veces pienso que se quedó aquí. No consigo encontrarla.

Juntas revisaron todos los cajones y el estante superior del armario que en otro tiempo había contenido la caja de recuerdos de Georgia, pero lo único que encontraron fueron cajas y más cajas de material para los bolsos de Peri.

—Podría decirse que has convertido tu casa en un lugar de trabajo, ¿lo sabías? —comentó Dakota—. Quizá le hayas dado mejor aspecto a la tienda, pero este sitio nunca te dará paz. No tienes escapatoria.

Peri se encogió de hombros. Sabía que en realidad Dakota no estaba buscando nada, por supuesto. ¿Quién vuelve después de cinco años en busca de los apuntes del colegio? Pero ella necesitaba tocar, ver, recordarse cómo había sido. Hacer sonar esa parte perdida y secreta de sí misma que pertenecía al pasado.

Capítulo 4

Las cosas eran mejores de lo que habían sido, por supuesto. En ciertos momentos, Darwin sentía una felicidad pura y esencial que nunca se había esperado sentir, aun cuando la parte central de su cuerpo parecía contener los balones de todo un equipo de baloncesto, metidos debajo de la camisa, y las estrías de su vientre le dejaban la piel rayada como la de un tigre. Una dicha que era una especie de combinación entre «mañana de Navidad», «aroma de galletas con trocitos de chocolate» y «por fin voy a tener un bebé» y que la hacía andar más ligera y sonreír con más facilidad. Ahora que se aproximaba la fecha prevista, Darwin se daba el gusto de soñar despierta más a menudo, se sumía en la modalidad de fantasía y deseaba con todas sus fuerzas una cuna en forma de diminuto carruaje de cuento de hadas que vendían en una
boutique
cursi de Madison Avenue por 23.000 dólares. Eso estaba a millones de kilómetros del alcance de su bolsillo y ofendía todas y cada una de sus sensibilidades feministas; pero, aun así, encontraba motivos para detenerse frente al escaparate de la tienda y mirar boquiabierta la cuna-carruaje que relucía y centelleaba con la luz del sol que entraba a raudales por el cristal.

Había más: Darwin tenía un frasco secreto con polvos de talco escondido en el cajón de la ropa interior y durante el día lo olía de vez en cuando, saboreando el aroma a bebé de antaño. Su mesita de noche estaba a punto de combarse bajo el peso de los diecisiete libros sobre la crianza de los hijos que había leído, aumentado por una carpeta llena de notas tomadas a mano. Creó una tabla en el ordenador para comparar y contrastar distintas sugerencias, y realizaba una escala de valoración para determinar si quería una cama familiar o si optaba por contratar un servicio de pañales de tela en vez de comprarlos desechables. Como factor a tener en cuenta debía incluir el agua de la colada, ya sabéis.

Pero entonces se contenía.

—No hay nada que traiga más mala suerte en la vida que entusiasmarse con ella —le decía cada vez a su marido—. Siempre sucede algún contratiempo.

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