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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (7 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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¿Qué es ese olor? —Peri olisqueó el aire y miró a Dakota. Bajó la voz—. ¿Has estado fumando?

—No —respondió la joven—. No es lo mío.

Dakota se alejó. Peri se acercó a mirar la pared gris llena de bolsos allí donde antes se dejaba caer en el gastado sofá del antiguo despacho y charlaba con su madre sobre cómo le había ido el día. En otra vida.

El olor a humo persistía justo por... por allí.

Se inclinó para acercarse a K.C., rodeó a su amiga con el brazo y la condujo tranquilamente hacia la ventana aunque en realidad tuvo que ejercer bastante presión para empujarla.

—¿Estás fumando? —le preguntó.

—¡Pff! —repuso K.C.—. ¿Tú me ves algo en las manos?

Peri entrecerró los ojos.

—¿En qué estás pensando? No puedo permitir que ese olor se pegue a la lana.

Aquello no le hacía ninguna gracia y empezó a abrir las ventanas, las cuatro, y hasta allí llegaron los sonidos del tráfico y los cláxones de abajo, de Broadway.

—Lo siento —se excusó K.C.—. Sacaré el abrigo al rellano.

—Y ya puestos, lávate el pelo. Te daré una botella de agua y todo.

—¡Oh, vamos! —replicó K.C.—. No es para tanto.

—¿Qué pasa? ¿Quién se pone a fumar a tu edad? —preguntó Peri, intentando no levantar la voz para no perturbar la entrega de los regalos—. Lo que quiero decir es que ya sé que diste unas cuantas caladas cuando estudiabas para el examen de abogado, pero ¿esto que es? ¿Una especie de crisis de los cuarenta?

—Por Dios, si tengo una crisis espero hacer algo un poco más dramático que fumarme un paquete de cigarrillos.

—¿Un paquete entero?

—No, quedaron unos cuantos. Mira, es que me mudé de despacho y se habían dejado un paquete olvidado en la mesa.

—¿Y el despacho no venía con papelera? ¿Pensaste que debías reciclarlos filmándotelos?

K.C. se encogió de hombros.

—Fue cosa de una sola vez. Tenía curiosidad, hacía siglos que no fumaba. Había tenido un día duro. Ya sabes...

—No —repuso Peri—, no lo sé. Nunca he fumado. ¿Y sabes por qué? Porque no hace ningún bien.

—De acuerdo, dejemos el sermón antes de que empieces —dijo K.C, y se quitó la chaqueta—. Entiendo lo que dices, pero quizá deberías volver a sintonizar un poco en general. La tienda es importante, pero no es lo único. No lo sabes todo de todo el mundo.

Darwin estaba totalmente ajena a Peri y a K.C. No podía dejar de sonreír. Estaba embelesada con los globos, las hortensias, las bolsas de lunares para pañales de la nueva línea de Peri, las dos chaquetitas de punto que había tejido Anita con patucos a juego, el champán que ella no podía beber, las magdalenas con distintos tipos de glaseado, el cochecito por el que se le caía la baba cuando leía catálogos de bebé por la noche. Nunca se había sentido tan... liviana. Como si sencillamente pudiera despegar y alejarse flotando en una nube de alegría.

Siempre le había parecido una tontería sentarse en círculo para mirar cómo alguien abre regalos. Siempre que veía a las mujeres hacer eso en los programas de televisión ponía los ojos en blanco y le hacía la observación a Dan de que era una necedad. Que sólo exaltaba el consumo ostentoso y que, por lo tanto, era un mal ejemplo para los tripulantes del útero. Ahora Darwin veía con claridad que nunca había reflexionado sobre lo increíblemente divertido que resultaba ser la que abría todos los regalos. Le encantaba ser el centro de atención.

—Nadie me había dado nunca una fiesta —soltó.

Se avergonzó de su frase de inmediato. Era la verdad; cuando Dan y ella se casaron se presentaron en el ayuntamiento y se habían saltado cualquier tipo de recepción, y los cumpleaños los celebraban cenando en restaurantes lujosos que Dan seleccionaba tras una investigación minuciosa en la guía
Zagat.

El nunca sugirió ni intentó siquiera organizar una fiesta, pues había escuchado atentamente todos los motivos por los que Darwin nunca quería una. Y ahora ella se sentía como si se lo hubiese perdido.

Pero ¿dónde estaba Lucie? Todas las mujeres del club estaban allí y no veía a su mejor amiga por ninguna parte. Si aquello hubiera ocurrido hacía un año, Darwin se hubiese preocupado mucho, pues sabía que Lucie habría sido la primera en acudir. Pero ahora, no. Ni siquiera se lo había preguntado a Peri al llegar porque ya sabía que, sin duda, Lucie aún estaba trabajando. A diferencia de hacía unos años, cuando se hicieron amigas, cuando Lucie trabajaba por cuenta propia como productora para la televisión y tenía unos horarios muy flexibles, últimamente estaba ocupada con frecuencia. Y Lucie empezaba a ser conocida por llegar tarde o por llamar diciendo que no podía acudir, ya fuera a una reunión del club o a un encuentro con Darwin para comer a toda prisa una ensalada César con pollo en uno de esos establecimientos de sopas y ensaladas. Ahora, a Darwin le encantaba su trabajo, le encantaba enseñar y le encantaba exponer sus argumentos hasta que quienquiera que fuese su interlocutor acabara rindiéndose. Sabía lo que era trabajar duro. Ser una adicta al trabajo. Sin embargo, era terriblemente solitario estar casada con un médico y tener una mejor amiga cuyos correos electrónicos siempre empezaban con una explicación de por qué no le había devuelto aún la llamada. ¡Qué caramba! Como si los demás no tuvieran demasiado que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

De todos modos, Lucie había prometido que se tomaría unas semanas libres cuando llegaran los bebés, que estaría allí para Darwin, igual que ésta había estado allí para ella cuando nació Ginger. Le hacía mucha ilusión todo aquello: el nacimiento, que Lucie viniese a ayudarla, que Dan tuviera un breve permiso por paternidad, dar el pecho, contar cuentos y cantar canciones. (En realidad, Darwin ya leía
Buenas noches, luna
a los niños cada noche, y se daba unas palmaditas en el abdomen al volver cada página.) Darwin esperaba con tantas ganas la expansión de su familia y pasar tiempo con Lucie que hasta había pedido a sus padres y a su hermana, Maya, que esperasen unas semanas antes de ir a visitarla. De modo que iban a venir en una fecha más próxima a la fiesta que celebraría cuando los bebés cumplieran un mes. Al fin y al cabo había esperado mucho tiempo para ver aquellos rostros diminutos, y mientras antes no había querido tener mucho que ver con las tradiciones chinas de su familia, últimamente Darwin tenía un sentimiento de legado que antes nunca había comprendido. Para una mujer que se había pasado la mayor parte de su vida preguntándose adónde pertenecía, fue una sorpresa maravillosa.

Los bebés dieron una patada.

—¡Anda! —exclamó Darwin—. Les encantan los regalos.

—¿Puedo tocarte a ver si los noto? —le preguntó Catherine al tiempo que alargaba los dedos dubitativa.

—¡Dios mío! Eres una de las pocas personas que me lo ha preguntado —comentó Darwin—. Por regla general las desconocidas se limitan a extender la mano y a acariciarme la barriga en cuanto me atrevo a detenerme. Por eso las embarazadas van siempre caminando como los patos: intentamos escapar de vuestras manos sobonas.

Catherine retiró el brazo de inmediato, pero Darwin le tomó la mano y se la puso sobre su vientre.

—Tú puedes hacerlo —dijo—. Espera y verás, espera...

—¡Fíjate! —exclamó Catherine con un gritito—. ¡Es como si ahí dentro hubiera un alienígena!

—Más o menos —aceptó Darwin—. Hay dos alienígenas perfectos y muy listos. Van a ir a Harvard.

—Recuerdo que cuando estaba embarazada de Nathan —comentó Anita—, continuamente tenía ganas de vomitar. Pero fue en los años cincuenta, ¿sabéis?, de modo que no paraba de intentar repintarme los labios y cepillarme el pelo.

—Y yo me acuerdo de cuando estaba en estado de Ginger —terció Lucie al tiempo que entraba afanosamente por la puerta cargada con un maletín de ordenador, un bolso y una bolsa grande de lona llena de comestibles—. Se me pusieron las tetas enormes. Me dolían de lo lindo, pero ¿y lo estupendas que quedaban con el sujetador? Hasta me compré uno de esos sujetadores con agua para levantarlas aún más.

—¿Pasaste por la tienda antes de venir? —preguntó Darwin mientras señalaba un manojo de apio que asomaba de la bolsa de Lucie.

—Sólo fueron unos minutos para comprar un poco de leche y alguna otra cosa —respondió Lucie, que se acercó a la mesa y le dio un abrazo a Darwin por detrás de la silla—. No tenía otro momento libre para hacerlo. Pero ahora estoy aquí y veo que vosotras, chicas, os lo estáis pasando muy bien. K.C., lléname la copa de lo que sea que estés sirviendo. —Tomó la copa de vino, se lo bebió de un trago y la tendió otra vez para que se la volviera a llenar—. Hoy he tenido un día pésimo en el trabajo —continuó diciendo en cuanto hubo tomado otro sorbo de la segunda copa—. La modelo era un completo desastre. Si le decía que pusiera una expresión seria, hacía un mohín. Si le decía que se mostrara sexy, ponía cara de aburrimiento. Yo ya me estaba tirando de los pelos.

—Pues a mí me parece que los llevas bien —comentó Darwin en voz baja.

Lucie le lanzó una mirada.

—¡Ya sabes lo que quiero decir! —replicó—. Y tengo una gran noticia: por fin me han comunicado que he conseguido la dirección del vídeo musical de una cantante que es lo último, todo un éxito en Europa: Isabella. Me moría de ganas de hacerlo.

—Enhorabuena —la felicitó K.C.—. Creo que la vi en uno de esos concursos de Eurovisión. —Se percató de la mirada que le dirigió Catherine—. ¿Qué pasa? Resulta que tengo satélite. Me interesa el mundo que me rodea. Los abogados pueden permitirse muchos más canales que los editores, eso tenlo por seguro.

—La cuestión es que apenas tengo tiempo de terminar este trabajo y antes de darme cuenta voy a estar en Italia.

—¿Cómo dices? —Darwin se pasó el cabello oscuro por detrás de las orejas, como si quisiera oír con más claridad—. ¿Adónde te vas y cuándo?

Quería estar sinceramente contenta por Lucie, sabía lo mucho que estaba trabajando. No sin esfuerzo, logró esbozar una sonrisa con la boca cerrada.

—Conseguí el vídeo de Isabella —le dijo Lucie a Darwin—. Pero podría ser que esto cambiara un poco las cosas, de manera que ya hablaremos luego, ¿de acuerdo? ¿Qué te han regalado? se inclinó y susurró al oído de Darwin—: He hecho enviar una cosa a tu apartamento. Te llegará dentro de poco. —Volvió a ponerse de pie y tomó un conejito de algodón orgánico—. ¡Qué mono! ¿Quién eligió esto?

—Fui yo —dijo Catherine—. Está hecho con algodón de comercio justo. Me costó un dineral, pero me siento muy, muy bien conmigo misma.

—Nunca hubiera pensado que fueras de ésas a las que se les desorbitan los ojos cuando ven cosas de bebé, Cat —comentó Lucie—. No me pareces el estereotipo de madre.

—Sí, ya —aceptó Catherine—. No es la primera vez que lo oigo.

—No pasa nada por no tener hijos, señoras —terció K.C.—. Catherine y yo no somos las típicas mamaítas. El mundo ya está bastante superpoblado. Además, a mí los niños no me gustan. A excepción de los presentes, claro está —dijo, y alzó la copa en dirección al vientre de Darwin para hacer un brindis; luego, la movió levemente en dirección a Dakota y meneó la cabeza.

—Eso táchalo, jovencita —dijo K.C. dirigiéndose a Dakota—. Tú ya no eres una niña. Pronto estarás llevando la tienda y luego el mundo, o viceversa.

—¿Llevando la tienda? —exclamaron Peri y Dakota al unísono.

¿Ya había llegado el momento? Hubo una breve pausa en la conversación y entonces Peri empezó de nuevo a meter el papel de regalo en la bolsa de basura de manera compulsiva y Dakota se alejó para mirar por la ventana, observar los taxis amarillos que subían y bajaban por Broadway, los faros que brillaban mientras empezaba a caer la noche. Todas las demás estaban embobadas con la pareja de moisés de mimbre para los que Anita había confeccionado unas mantas al estilo de los paños de cocina, con hilo lavable a máquina, y se rieron cuando Darwin se frotó las mejillas con ellas y comentó lo suaves que eran.

¿Llevar la tienda? ¡Pero si acababa de empezar en la universidad! Dakota se maravilló de que nadie se ocupara siquiera de preguntarle si eso era lo que quería. Sólo se encontraba con suposiciones. Por parte de su padre, de que quería ir a Princeton como había hecho él. Ambos habían tenido que dar un gran salto y pasar de empezar a conocerse y tenerse únicamente el uno al otro. Él era muy distinto a su madre en muchos aspectos. La transición de ser simples amigos a que James fuese quien tomara las decisiones había supuesto todo un reto. Pues bien, no quería ir a Princeton. Quería ir a la escuela de hostelería para convertirse en repostera. Pero James dijo que su niña no iba a ir a la facultad a hacer galletas. Elaborar dulces para la familia y las socias del club estaban muy bien, había dicho, pero eso no significaba que debiera desperdiciar su vida por el hecho de tener un pasatiempo.

Su matrícula en la Universidad de Nueva York fue la solución intermedia, endulzada por el hecho de que James hubiera accedido a regañadientes a que Dakota hiciera un curso de pastelería aparte. Sin embargo, él no era el único en decidir lo que la joven iba a hacer. Incluso Anita hablaba mucho de lo estupendo que sería cuando se hiciera cargo de la tienda, y cuando Dakota protestaba, chasqueaba la lengua con desaprobación y empezaba a relatar otra versión más del día en que conoció a Georgia en el parque. «¿Por qué desentenderte de tu legado?», se preguntarían todos ellos. Pero eso no era todo. Sus amigos, la madre de su padre, el hermano de su madre, Donny, todo el mundo tenía una opinión sobre Dakota. ¿Eso era porque su madre estaba muerta o porque eran todos increíblemente entrometidos y dogmáticos? Resultaba difícil saberlo. Pero la ausencia de límites se daba incluso con los desconocidos. Dakota había tenido mucha suerte y a mitad del semestre consiguió una habitación en la residencia de estudiantes —resultaba casi imposible que los que vivían en la ciudad obtuvieran una plaza—, y su compañera de habitación pensó que bromeaba cuando le dijo que la foto de Georgia que tenía pegada con cinta adhesiva en la pared encima de una de las pequeñas camas gemelas era de su madre. Porque Georgia era blanca y Dakota era... de su propia mezcla característica de Georgia y James. Blanca y negra. Protestante y baptista. Y un poquito escocesa, también. Pero de eso nadie podía darse cuenta a primera vista.

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