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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (8 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Peri fue directa y le dijo que debía unirse al Sindicato de Estudiantes Negros.

—Todo el mundo te verá como una chica de color —le había dicho—. Así pues, abraza la idea. Puedes pasarte la vida entera diciendo que eres birracial, pero para los blancos eso no es más que otra palabra para decir negro, ya sabes.

La cuestión era que Dakota no quería que todos le dijeran quién tenía que ser y cómo debía actuar.

—A mí no me importa todo el mundo —respondió a Peri—. La que me importa soy yo.

Pero eso tampoco facilitaba las cosas. Y sólo suponía de la misa la media. Sus problemas se extendían mucho más allá de las opiniones de Peri, de la incapacidad de su molesta compañera de habitación para no dejar las toallas mojadas en el suelo y del hecho de que hubiera engordado más de cuatro kilos en menos de diez meses. No, a decir verdad, quien acaparaba todos sus pensamientos durante gran parte del día —y de la noche— era Andrew Doyle. Asistía a su clase de literatura norteamericana y era uno de esos tipos curiosamente atractivos que no acababan de encajar. No era superesbelto, ni un atleta, y tampoco tenía un atractivo convencional. Era casi tres centímetros más bajo que Dakota, tenía la nariz prominente, llevaba la misma sudadera con capucha roja todos los días, y aun así, era el chico más divertido, sexy y encantador que había conocido. Su atractivo —y Dakota había dedicado mucho tiempo a pensar en el asunto— radicaba en sus aparentemente interminables reservas de confianza en sí mismo. Andrew entraba en todas partes como Pedro por su casa. ¡Dios, cómo le gustaba eso de él!

Pertenecían al mismo grupo, totalmente. Bueno, algo así. No, la verdad era que no. Pero sí que tenían algunos conocidos comunes y muy a menudo habían asistido a los mismos acontecimientos. Como a la fiesta de Navidad de Greg Durant en su estudio de la calle Mercer, y a la concentración del Día de la Tierra en el parque de Washington Square. Además, Andrew Doyle debía de saber cómo se llamaba. No, no, lo sabía, segurísimo. Como aquella vez que pasó junto a su asiento en la sala de conferencias —ella estaba allí sentada con su amiga Olivia— y dijo: «Eh, Dakota». No dijo:
«
Eh, Dakota y Olivia». Sólo dijo su nombre, y ella contuvo una risita tonta y estuvo a punto de soltar un eructo cuando el codo de Olivia se le clavó en las costillas. No es que supiera qué pasaría si él llegara a invitarla a salir o algo así. A diferencia de Olivia, quien mantenía una entregada relación con un chico del Purchase College de la Universidad Estatal de Nueva York, y de Catherine, con sus ocho millones de historias de chicos en el instituto Harrisburg en los ochenta, e incluso de Anita, que hablaba extasiada del día en que conoció a Stan, Dakota tenía un pequeño secreto vergonzoso. Nunca la habían besado. Ni una sola vez. Jamás. Ah, sí, se había citado con un chico para ir al baile de graduación del instituto, un tipo bastante simpático. Un amigo. Y si bien estuvo considerando los pros y los contras de darle un beso para quitarse de encima el tema, al final decidió esperar a un beso que significara algo. O al menos que fuera ardiente. Ardiente de verdad, tan ardiente que echara humo.

Se dio de nuevo la vuelta hacia el grupo, las escandalosas amigas de su madre; vio que Catherine tenía las mejillas coloradas, y que sus ojos castaños eran oscuros e inalcanzables. Para los demás.

—No odio a los niños, de verdad —insistía en voz demasiado alta—. En realidad se me dan muy bien.

—Pues en cuanto ves a Ginger echas a correr —señaló Peri, y el grupo rió con ganas—. No lo digo en broma —continuó, y las mujeres se rieron más aún; la expresión de Catherine se tensó.

Respiró hondo y se rió con las demás, pero en su fuero interno se sentía cada vez más perdida. Miró el teléfono móvil para comprobar qué hora era y empezó a comentar que tendría que marcharse porque había quedado con alguien.

—Sexo recreativo —alardeó K.C.—. Eres una medallista olímpica en este deporte.

Catherine hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—Dijo la sartén al cazo —repuso mientras recogía el abrigo con una mano y le daba un breve abrazo a Darwin con la otra—. Gracias por dejar que te tocara la barriga —dijo en voz baja—. Te lo agradezco.

—Ah, espera Catherine —terció Lucie, que levantó la mirada y dejó la conversación apasionada que tenía con Anita—. Tú vas a Italia constantemente. Me vendrían bien unos consejos de viaje. Han pasado muchos años desde la última vez que fui para ver el pueblo de mi madre. Necesito saber qué hoteles, restaurantes y...

Catherine movió la cabeza en señal de asentimiento, se llevó la mano a la cara con el meñique apuntando a la boca y el pulgar al oído y le dijo articulando para que le leyera los labios: «Llámame»; tras ello, se escabulló por la puerta. En cuanto estuvo a salvo de las miradas de las demás, bajó corriendo las escaleras y empujó la puerta de cristal que daba a la calle con la esperanza de que un poco del aire fresco de la noche enfriara el ardor de sus mejillas. Pensó que habría sido una mamá estupenda si hubiese tenido la oportunidad.

Un hombre que pasaba le dirigió un rápido asentimiento con la cabeza en señal de admiración y, automáticamente, Catherine metió su tonificada tripa y ladeó la cabeza para dejar ver el cuello y parecer más vulnerable.

«No estropees el maquillaje con lágrimas», dijo para sí. Era la primera regla en los negocios. Nunca estropees la mercancía.

Capítulo 6

Resultaba imposible encontrar el horario de El Fénix: Muebles y Vinos Selectos, ni predecirlo siquiera. Lo cierto era que este detalle no figuraba en el cartel colocado encima de la puerta principal de la tienda de antigüedades de Catherine, y en el cartel que había en el gran escaparate de cristal cilindrado tampoco constaban las horas de atención al público. Ni en ningún otro sitio, en realidad. Al fin y al cabo, era la tienda de Catherine, una elegante mezcla de antigüedades, coleccionables y prácticamente cualquier otro artículo u objeto que a ella le pareciera atractivo. Era igual de probable que abriera a las siete de la mañana (si no podía dormir) como a las once (si dormía demasiado). En ningún caso era un modelo de cómo había que montar un negocio próspero —no se parecía en nada a la tienda de punto que su mejor amiga había puesto en marcha en Manhattan hacía tanto tiempo—, y, sin embargo, ahí estaba, floreciendo en la calle principal de Cold Spring, en Hudson Valley, al norte de la ciudad de Nueva York. La tienda era como un pequeño joyero, con su abundante revoltijo de sillas de brocado, mesas de caoba y lámparas de lágrimas tintineantes.

El Fénix tenía el mismo aspecto que si en la compacta parte delantera de la tienda hubieran metido en masa todo un magnífico salón de belleza de otro siglo. Trasponer la puerta de entrada era como una invitación a una majestuosa pero acogedora vivienda particular en la que se oía el frufrú de las faldas y la gente se reunía para tomar el té, y la habilidad que tenía Catherine para hacer de anfitriona cordial ejercía una fuerte atracción en sus clientes. Eso, y el hecho de su anterior matrimonio con un banquero de inversiones de familia rica, cosa que intrigaba a bastantes mirones. ¿Era una primera esposa pisoteada y desechada a la que pudieran sentirse superiores? ¿O algo mucho más interesante, una mujer que intentaba empezar una vida de verdad? Algunos días hasta la propia Catherine tenía sus dudas.

La tienda contaba con una clientela bastante constante de cazadores de antigüedades serios —el hecho de no mantener una jornada laboral regular no era en absoluto un indicio sobre la calidad de las mercancías de la tienda— y seguía siendo un destino muy frecuentado por la gente que había acudido al lugar a pasar el fin de semana, gente que disfrutaba curioseando el mobiliario y luego se escabullía por la puerta cristalera que había en una de las paredes. La entrada lateral los conducía a una bodega y sala de degustación independiente que había al lado, llena de vinos, procedentes unos de viñedos locales y otros, de lugares remotos. Este aspecto del negocio —para el que Catherine, con perspicacia, había contratado a un encargado— cumplía un horario puntual y vendía muchísimo durante el fin de semana, cuando todos los habitantes de la ciudad acudían a sus casas «rurales» y se regalaban con comidas suculentas elaboradas con productos frescos de las ferias de agricultores y brindaban una y otra vez con las copas llenas del buen vino de las estanterías de Catherine.

No obstante, ella no había olvidado su inspiración para la tienda. A un lado de la habitación había un maniquí con un precioso vestido dorado de punto, protegido y conservado en el interior de una vitrina transparente. En realidad, el único cartel que había en todo el establecimiento era una pequeña tarjeta color crema con las palabras «No está en venta» escritas en caligrafía y colocada a los pies de aquel vestido divino hecho a mano. La vitrina tenía una placa dorada que revelaba el nombre de la diseñadora del vestido. Rezaba así: «Georgia Walker. Diseñadora y socia fundadora del club de punto de los viernes por la noche».

En ocasiones, ya fuera por admiración, por vivo deseo o simplemente en el curso de la cháchara, las clientas preguntaban sobre el precio del vestido o si Georgia Walker podría confeccionarles una prenda menos ornamentada para ellas.

—No. Sencillamente no es posible.

Catherine no añadía nada más. Nunca daba más explicaciones. Nunca les contaba que su mejor amiga estaba muerta. Las pocas veces que había comentado algo, la gente hizo una mueca, como si hubieran probado algo de sabor desagradable. Una taza de infusión de mortalidad. Resulta difícil fingir empatía por un desconocido. Expresar preocupación cuando no la hay.

Incompleta. A la deriva. Así se sentía ella. Pero ¿a quién le importaba? En cambio, se acordaba de sonreír y mostrarles una tetera de cien años de antigüedad con pajaritos pintados a mano que revoloteaban en torno al pitón, de distraerlos con alguna pieza de cerámica Art Decó.

En la misma pared de la vitrina había un cuadro casi de tamaño real de Catherine Anderson vestida con el modelo expuesto, de una época en la que muchos la conocían como Cat Phillips, una persona que figuraba mucho en sociedad. Cuando públicamente fingía que su matrimonio era feliz y que tenía los días ocupados yendo de compras. Era un retrato que imponía y en el cual sus ojos castaños miraban a los observadores, retándolos a que deslizaran la mirada por el canesú que le abrazaba el pecho, siguieran la línea de sus caderas y bajaran por la falda de vuelo generoso. El cabello, tan brillante y dorado como el vestido mismo, lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza como una aureola. A diferencia de la prenda, el cuadro sí estaba a la venta. Por el precio adecuado. Al comprador adecuado.

En El Fénix, Catherine formaba parte del entretenimiento tanto como los vinos y el mobiliario. Aquella rubia no era nada sobria y comedida, con sus grandes anillos, su ropa de diseño (negro sobre negro con toques de negro, todo ello rematado por un poco de colorido en forma de un bolso de color lima o unos zapatos rojos), su voz melosa y sus leves flirteos con los atractivos esposos de sus clientas. A menudo lucía una D de diamantes en el cuello y le encantaba explicar que no era la inicial de su nombre, sino la de «divorciada».

Sus días constituían un reto maravilloso que consistía en ver cuánto tiempo podía encandilar a alguien para que permaneciera en la tienda. La venta de aquellas chucherías era algo totalmente secundario. Catherine se alegraba visiblemente cada vez que un cliente entraba por la puerta —sobre todo si se trataba de gente a la que no había visto con anterioridad— y le encantaba charlar con ellos sobre todas las piezas que vendía. Porque si algo era Catherine, era precisamente una estudiante aplicada de historia del arte y las antigüedades: se había especializado en historia del arte en Darmouth, aunque también se pasó buena parte de sus años de universidad persiguiendo al hombre que se convirtió en su esposo. Todas y cada una de las mesas o armarios cautivaban su mirada, la enamoraban un poco con su belleza y luego le rompían el corazón al venderse al mejor postor y mudarse con su familia perfecta. Así era como pensaba en sí misma: como una especie de madre adoptiva de artículos hermosos y deslustrados a los que ayudaba a encontrar un hogar permanente. Era una habilidad por la cual cobraba espléndidamente.

¿El vino? Todo tenía que ver con la diversión.

Catherine necesitaba atención en la misma medida en que la mujer media necesitaba el oxígeno, y hasta el último detalle —desde la manera en que contoneaba las caderas al andar hasta las blusas que nunca parecían ceñidas y, sin embargo, se adherían a todas las curvas de su bien dotado cuerpo— estaba pensado para atraer las miradas.

—El hecho de que una chica deje de ser una esposa trofeo no significa que abandone sus atractivos —había dicho Catherine más de una vez a la hija de Georgia, Dakota.

Aunque Dakota vivía con su padre, James, ellas dos seguían disfrutando con frecuencia de sesiones de andar por ahí los domingos por la tarde. Y, por supuesto, se veían siempre que había reunión del club. Así pues, la vida podía haber estado bien. Catherine Anderson era muy popular en Cold Spring. Y no sólo por dirigir la tiendecita más mona de esa parte de la ciudad de Nueva York.

No, se había ganado fama de mujer pintoresca al viejo estilo: daba pasto a los chismosos del lugar. Poco después de empezar con el negocio, Catherine metió la pata repetidas veces con las relaciones: se acostó con el quesero que había calle abajo y que era todo un monumento, así como con un tipo divertido que pasaba los fines de semana en el lugar y que resultó haber olvidado mencionar la existencia de una esposa en la ciudad, e incluso con el hombre que le vendió el seguro para su negocio, quien le proporcionó una emocionante diversión antes de que ella descubriera que aborrecía todo cuanto aquel tipo tenía que decir y que discrepaban en todo, desde la política hasta el sabor de los helados. Incluso había considerado un intento de caldear el flirteo con un estudiante universitario de veinte años que trabajaba en el restaurante de la esquina. Pero le pareció mucha molestia para un revolcón que con toda probabilidad sería atlético, pero difícilmente satisfactorio. Por no mencionar el hecho de que cayó en la cuenta de que, próxima a cumplir los cuarenta y tres, tenía casi la misma edad que la madre del joven en cuestión.

Y todo ello fue mejor que los quince años que estuvo casada con el insensible Adam Phillips. Ah, sí, a él le gustaba mucho el sexo: Adam siempre procuraba tener una sucesión de novias, además de a Catherine. Y todo se centraba siempre en él, él y otra vez él. El suyo había sido un matrimonio solitario y, una vez liberada de todo aquello, Catherine se deleitaba al descubrir que había muchos hombres dispuestos a ayudarla a compensar el tiempo perdido. Hombres que la encontraban encantadora. Hombres a los que gustaba. Hombres que eran... generosos. Sin embargo, nada terminaba de cuajar.

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