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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (2 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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No, con los años se había confirmado más la sensación de que o Peri seguía llevando Walker e Hija o habría llegado el momento de cerrar las puertas de la tienda de punto. El deseo de mantenerlo todo como había sido antes, de congelar el tiempo, seguía siendo muy fuerte entre el grupo de amigas. De modo que, si bien abogaba por un cambio, Peri se sentía culpable. Casi resultaba abrumador. Era producto de alguna fantasía natural que todas compartían pero de la que nunca hablaban: que todo debía mantenerse como estaba «por Georgia». ¿Para qué? ¿Para que deseara regresar? ¿Para que se sintiera como en casa? Porque hacer cambios en la tienda de Georgia sin que ella estuviera presente y sin consultárselo significaría que las cosas eran definitivas, ¿no es cierto? Que todos los momentos que las socias del club de punto de los viernes por la noche y la familia de Georgia Walker habían vivido, tanto los buenos como los malos, habían sucedido de verdad.

Que la tienda de punto de Georgia fuera el lugar donde un insólito grupo de mujeres se hubieran hecho amigas en torno a la mesa situada en el centro del establecimiento. Donde Anita, la elegante anciana que era la mayor adepta de Georgia, aprendió a aceptar a Catherine, la antigua amiga de instituto de Georgia, y aplaudió cuando Catherine redescubrió su capacidad de respetarse a sí misma y abandonar un matrimonio vacío que no la llenaba. Fue en la tienda de Georgia donde la adusta y solitaria estudiante de posgrado Darwin encontró una verdadera amiga en la directora Lucie, que a sus cuarenta y tantos años se había embarcado en su primera maternidad, y donde Darwin se dio cuenta de lo mucho que deseaba afirmar el matrimonio con su esposo, Dan, tras una breve noche de infidelidad. Fue en la tienda de Georgia donde su empleada Peri reconoció que no quería ir a la facultad de derecho, y en la tienda de Georgia donde su amiga de muchos años K.C. confesó que ella sí quería. Fue allí donde el antiguo enamorado de Georgia, James, volvió a entrar en su vida y los dos descubrieron que la llama de su amor no se había extinguido. Y fue en la tienda, donde Dakota, la única hija de Georgia y James, había hecho los deberes y compartido sus
muffins
caseros con las amigas de su madre, y donde había caído rendida en el sofá del despacho de ésta esperando el fin de la jornada laboral para que las dos pudieran tomar una cena sencilla y subir a acostarse al apartamento del piso superior.

Y el hecho de que todo aquello hubiera ocurrido implicaba también que Georgia Walker enfermó con un cáncer de ovarios en fase avanzada, para fallecer de forma inesperada a causa de las complicaciones, dejando que su grupo se las arreglara sin ella a partir de entonces.

A lo largo de poco más de cinco años, todas siguieron adelante como siempre habían hecho —seguían encontrándose con regularidad en las reuniones aun cuando K.C. nunca daba un palo al agua con las agujas y, en cuanto a Darwin, el jersey plagado de fallos que le había hecho a su marido seguía siendo la prenda más compleja que hubiera confeccionado nunca—, y Peri lo había dejado todo prácticamente igual en la tienda. Año tras año resistía el impulso de cambiar la decoración, de volver a diseñar las bolsas de color lavanda con el logotipo de Walker e Hija, de limpiar el despacho de la trastienda con su sofá descolorido o de modernizar la vieja mesa de madera anclada en el establecimiento. Lo mantuvo todo intacto y dirigió el negocio con la misma energía y minuciosidad que había demostrado Georgia, sacó beneficio de cada cuarto de dólar —aunque siempre iba mejor en invierno, claro está— y, siempre que tuvo un momento, trabajó frenéticamente para crear su línea de bolsos de punto y fieltrados. Y todavía le quedó energía suficiente para diversificarse con nuevas líneas y diseños.

Hasta que, al final, se hartó de trabajar en sus bolsos hasta altas horas de la noche y de sentirse siempre cansada. Dejó las agujas y envió un correo electrónico en plena noche. Escribió que necesitaba que se celebrara una reunión y mencionó las reformas. La idea de cambiar las cosas resultó un concepto imposible, por supuesto, y llevó mucho tiempo conseguir que Dakota y Anita accedieran. Aun así, Peri se mantuvo firme y finalmente se tiró la pared, se dieron unas manos de pintura y hasta se sustituyeron las sillas en torno a la mesa central, tan prácticas, por otras más cómodas y recién tapizadas. Esto confirió vitalidad a la tienda; seguía siendo acogedora, pero más fresca y elegante. Como sorpresa —y en un intento por granjearse la aprobación emocional de Dakota—, Peri pidió a Lucie que sacara una copia de una de las tomas eliminadas de su documental sobre la tienda, la primera película que exhibiera en el circuito de festivales, y había enmarcado una fotografía de Dakota y Georgia registrando juntas las ventas, cuando Dakota sólo tenía doce años y Georgia estaba vigorosamente sana. La foto se colgó detrás de la caja registradora, con el logotipo de Walker e Hija al lado.

—Le hubiese gustado —convino Dakota al tiempo que asentía con la cabeza—. Pero de los cambios en la tienda ya no sé qué decirte. Quizá tendríamos que volver a levantar el tabique.

—Georgia creía en seguir adelante —dijo Peri—. Probó cosas nuevas con la tienda. Piensa en el club, por ejemplo.

—No sé —repuso Dakota—. ¿Y si me olvido de cómo era antes? ¿Y si todo se desvanece? Entonces, ¿qué?

Aquella noche, por primera vez, todo el grupo vería el resultado final de la modernización de la tienda. Era una noche de abril agradablemente cálida y el club de punto de los viernes iba a celebrar su reunión habitual. Mientras antes las mujeres se habían congregado todas las semanas en la tienda de Georgia, la combinación de sus ajetreadas carreras profesionales y cambiantes situaciones familiares les hacía más difícil poder reunirse con la misma asiduidad con que lo hicieron en el pasado. No obstante, todas las reuniones empezaban con abrazos y besos tras los que, sin más preámbulos, se ponían a contar los pequeños dramas de su día a día. Entre aquellas mujeres ya no había fingimiento, no se preocupaban por su aspecto o por su manera de actuar, sólo existía un sentido de colectividad que no cambiaba, tanto si se veían una vez a la semana como una vez al año. Había sido el último y más hermoso regalo que Georgia les hizo a cada una de ellas: el regalo de una amistad genuina e incondicional.

Sin embargo, aunque el tiempo no hubiera cambiado sus sentimientos hacia las demás, no les había ahorrado sus efectos lógicos en sus cuerpos, en sus profesiones, en sus vidas amorosas y en su cabello. Habían ocurrido muchas cosas en los últimos cinco años.

K.C. Silverman había publicado en la revista jurídica de la Universidad de Columbia, había pasado airosa el examen de abogacía... para terminar otra vez en Churchill Publishing —la misma empresa que la había despedido de su empleo editorial hacía cinco años— como parte del servicio jurídico interno.

—Por fin soy imprescindible —contó al grupo nada más empezar su trabajo—. Conozco todas las facetas del negocio.

Su nuevo sueldo se transformó, con un poco de orientación por parte de Peri, en una fabulosa colección de trajes. Y ya no llevaba el cabello cortado a lo chico como antes, se lo había dejado crecer y lo llevaba cortado en capas, un estilo más propio para una abogada. Durante una milésima de segundo experimentó con dejar que su cabello volviera a su gris natural, pero decidió que con cincuenta y dos años era demasiado joven para tanta seriedad y optó por un castaño claro.

—Si tuviera este precioso color plateado que tienes tú sería otra cosa —le dijo a Anita.

La difusión del documental de Lucie Brennan en el circuito de festivales había conducido a un trabajo temporal dirigiendo un vídeo para un músico a quien le gustaba hacer punto en Walker e Hija. Cuando la canción llegó a figurar entre los diez primeros puestos de la lista de
Billboard,
Lucie pasó de ser productora a tiempo parcial para la televisión por cable local a dirigir un continuo aluvión de vídeos musicales, mientras a su lado, vestida con un pelele, su pequeña Ginger movía los labios siguiendo la música.

A sus cuarenta y ocho años estaba más ocupada y tenía más éxito de lo que nunca habría imaginado... y el cambio se reflejó en su apartamento. Ya no vivía de alquiler, sino que había adquirido un piso alto y soleado de dos dormitorios en el Upper West Side con un sofá precioso de respaldo ondeado en el que Lucie, quien de vez en cuando todavía padecía de insomnio, se acurrucaba en mitad de la noche. Sólo que ahora, en lugar de hacer punto hasta quedarse dormida, solía planificar las tomas para el rodaje del día siguiente.

Y a las gafas de concha que antes llevaba a diario se le habían unido toda una selección de monturas y lentes de contacto para sus ojos azules. Su cabello, si se lo dejaba con su rubio natural, resultaba un tanto... provocativo, de modo que se lo tiñó unos tonos más oscuro que el rubio rojizo de la pequeña Ginger, para darle un matiz bermejo.

Darwin Chiu terminó su tesis doctoral, publicó su primer libro (sobre la convergencia de la artesanía, Internet y los movimientos feministas) basado en sus investigaciones en Walker e Hija y consiguió un trabajo como profesora en el Hunter College, en tanto que su esposo, Dan Leung, obtuvo un puesto en la sala de urgencias de un hospital local. También encontraron un apartamento pequeño en el East Side, próximo al hospital y a la universidad, cuyo salón tenía las paredes cubiertas de estanterías baratas desbordantes de artículos y notas. A diferencia de las demás mujeres, Darwin no tenía ni una cana, aunque ya había cumplido los treinta, y seguía llevando el pelo largo, sin flequillo, que le daba un aspecto casi tan juvenil como el de sus alumnas de estudios femeninos.

Peri Gayle, una mujer muy atractiva de ojos castaños y mirada intensa, piel caoba y unas trenzas meticulosamente peinadas que le llegaban por debajo de los hombros, dirigía la tienda.

Anita Lowenstein empezó a adaptarse a la feliz relación que mantenía con Marty, aunque la decisión de ambos de no contraer matrimonio no dejaba de mencionarse.

—Vivo mi vida al revés —dijo al grupo—. Ahora que mi madre no puede hacer absolutamente nada al respecto, me rebelo contra lo que espera la sociedad.

Lo había dicho en broma, por supuesto. Para ser francos, irse a vivir juntos era una solución más sencilla en términos de planificación testamentaria y herencias y, tal como decían las estrellas de cine, ni ella ni Marty necesitaban un pedazo de papel para demostrar su compromiso.

—Vamos a llamarlo mi pareja —corrigió Anita a otra de sus amigas que se había equivocado al describir su relación—. Llamarlo novio a esta edad me parece demasiado.

No obstante, se habían comprado un piso nuevo y abandonado el apartamento con jardín privado del edificio de piedra rojiza que Marty poseía en el Upper West Side, dejando que la sobrina de Marty incorporara ese otro piso a lo que era su casa. Anita tenía setenta y ocho años, aunque si alguien se lo preguntaba alguna vez ella mentiría al respecto, y lo cierto era que parecía más joven, con su cabello gris cortado en capas y sus manos bien cuidadas. Gracias a Anita, Catherine apreciaba de verdad el valor de un factor de protección solar elevado.

El pequeño negocio de Catherine Anderson prosperaba al norte de la ciudad, en Cold Spring, aunque muchas veces seguía tomando el tren y pasaba algunos días en la casita bien cuidada y con muebles caros que había adquirido hacía poco, y otros, en el apartamento del edificio San Remo que Anita había compartido con su difunto esposo, Stan.

Se diría que cinco años era tiempo suficiente para que todo lo que había ocurrido se asentara y para que empezasen a aumentar las ganas de probar algo diferente.

—Si todos los regalos están ahí, no se va a sorprender demasiado —exclamó K.C. desde la entrada de Walker e Hija mientras empujaba un carrito rojo lleno de animales de peluche: un mono, una jirafa y dos ositos blancos. Peri interrumpió un momento sus intentos por envolver mejor el regalo de Dakota y saludó con la mano—. Deberíamos tratar de escondernos en el despacho de la trastienda, ¡y luego salir dando un salto y sorprenderla! —añadió K.C. mientras devolvía el saludo agitando la mano, aunque sólo se encontraba a unos pasos de distancia—. ¿Qué decís?

Ella y Peri pertenecían a una generación distinta: K.C. tenía veintitrés años más que Peri; sin embargo, tal como la parlanchina de K.C, con sus problemas para controlar el volumen de su voz, contaba a todo aquel a quien le importara (y a menudo también a los que no) eran el arquetipo de las amigas del alma.

—Nos ayudamos mutuamente a progresar —explicó K.C. cuando, en una de las reuniones, Dakota le preguntó por qué pasaban tanto tiempo juntas siendo tan distintas a primera vista, tanto en su apariencia como en su modo de actuar—. Cotilleamos, vamos al cine, ella me elige la ropa y yo le ofrezco asesoramiento legal para su negocio de bolsos.

La devoción que compartían por sus respectivas profesiones (y los años de experiencia de K.C.) también mantenía la conexión. Orgullosa como estaba de su reinvención profesional, K.C, en definitiva, había intercambiado un estilo de vida adicto al trabajo por otro. De la misma manera en que había trabajado interminables jornadas en el despacho cuando era editora, seguidas de noches de lectura de manuscritos, ahora pasaba las tardes leyendo contratos en el sofá del apartamento de alquiler del West Side, situado en un edificio de antes de la guerra y que fue el hogar de sus padres.

No obstante, en tanto que Peri mantenía contacto con una continua multitud de amigos de los cursos de diseño que había dado, la relación de K.C. con Peri llenaba un poco el vacío dejado por Georgia, a la que había conocido cuando era aún una joven editora auxiliar. Para tratarse de una mujer que nunca se definiría a sí misma como maternal, tenía como norma cuidar de los demás y hacerles de mentora. Y sentía un profundo cariño por Dakota, quien en aquellos momentos parecía exasperada por las últimas palabras de K.C.

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