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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (4 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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En otra época de su vida, Dakota habría considerado esas escapadas de fin de semana ideales para alejarse de una madre que se inmiscuía en exceso. Y cuando ya no tuvo madre, lo único que deseaba era quedarse en casa —James y ella se mudaron enseguida a un apartamento espacioso y Dakota pintó, cambió la decoración e hizo todo lo posible para recrear la sensación de que todavía vivía encima de la tienda— y devanarse los sesos intentando encontrar la forma de que las cosas resultaran distintas. Bastaría con que pudiera repasar todos los momentos, todos los acontecimientos, y comprender bien lo que había pasado; entonces estaría preparada para vivirlo todo de nuevo, y esta vez hacerlo bien. Intuir que su madre sufría y llevarla antes al hospital. O, mejor aún, según su historia revisionista preferida, haría un trabajo en la escuela de primaria sobre la importancia de acudir al ginecólogo y convencería a su madre para que se hiciera una revisión mucho, mucho antes. Crisis evitada.

La recreación de estas distintas versiones le proporcionaba un inesperado consuelo íntimo. Lo único que tenía que hacer era quedarse sola y pensar, pensar y pensar en cómo salvar a su madre. Estas imaginaciones conllevaban una sensación de control y aplacaban sus miedos. Su dolor iba y venía, pero siempre permanecía allí, al acecho.

Hubo un lapso de tiempo, durante su primer y su segundo año de instituto, en el que Dakota estaba tan ocupada con el trabajo escolar, las visitas a sus abuelas y las sesiones de apoyo psicológico para personas en duelo a las que James insistió que asistiera —aunque él nunca lo hizo—, en que tenía la sensación de que todo el mundo intentaba que no pasara mucho tiempo en la tienda, el único lugar donde deseaba estar. Y de que querían alejarla del club. Cuando tenía trece, catorce y quince años, el hecho de estar con las mujeres del grupo le proporcionaba cierto alivio. Un vínculo con su madre. Además, ¡eran la mar de divertidas! También resultaban esclarecedoras, porque le abrían el mundo adulto de una manera muy poco sofisticada. Sin hablar del tema ni tomar ningún tipo de medidas sobre lo que era apropiado, todas ellas —tanto Lucie como Darwin, Catherine, K.C., Peri y Anita— habían dejado de adaptar sus conversaciones para proteger sus jóvenes oídos. Así pues, la trataban como a una más del grupo. Dakota oyó hablar de luchas laborales, de relaciones abrumadoras y del mejor lugar para comprar zapatos de diseño a mitad de precio («¡Gracias, Peri!»). Era la única adolescente cuyas mejores amigas tenían, como mínimo, diez años más que ella. Y, por regla general, muchos más. Anita le había dicho entonces lo que ella sabía que era cierto: siempre estaría allí donde Dakota necesitara que estuviera.

Con el tiempo, su frenético calendario se calmó y Lillian, la madre de James, ya no se aferraba a ella cada vez que se disponía a marcharse y a tomar el tren de vuelta a la ciudad, resistiéndose a perder de vista a su nieta sorpresa. Al cabo, hasta la madre de Georgia, Bess, empezó a relajarse y a librarse del temor a que la muerte fuera a arrebatarle a otra de las personas que amaba. Ésa fue una de las cosas más extrañas que Dakota había llegado a entender en los años posteriores a la muerte de Georgia: el hecho de que Bess no hubiera sido la clase de madre que Georgia quería no implicaba que no quedase destrozada por la pérdida de su hija. Lo estaba. Todo el mundo lo estaba. Y una simple sonrisa por parte de Dakota podía hacer que las cosas fueran mejores para todos. Todos ellos necesitaban que Dakota fuera feliz.

Lo cual suponía una tremenda carga.

Anita había hablado de todo eso con ella. Si antes nunca había sido partidaria de las largas conversaciones telefónicas, Anita presionó a James —no, en realidad se había limitado a hacer una sugerencia deliberada a su propio estilo, elegante e insistente— y adquirió unos teléfonos móviles para que Dakota y ella pudieran estar en contacto constante. Anita era mejor que una confidente de instituto: no tenía toque de queda y nunca se metía en líos por recibir mensajes de texto durante las horas lectivas, dado que en realidad no tenía clases, por supuesto. Tanto de día como de noche, Anita nunca reprendía a Dakota por ponerse en contacto con ella cuando se suponía que debía estar haciendo otra cosa, ya fueran los deberes, fregar los platos o atender la caja registradora en la tienda. Y si Anita estaba levantada en mitad de la noche, era muy probable que le respondiera con un mensaje de texto, intentando escribir animosamente en su propia versión del lenguaje abreviado.

Ahora que Dakota iba a la Universidad de Nueva York, Anita la llamaba a menudo para decirle que se encontraba por la zona. Últimamente parecía andar por el Village con mucha frecuencia, y aunque Dakota sospechaba que iba hasta allí a propósito para verla, a ella no le importaba en absoluto.

Quedaban para tomar un café en Dean & DeLuca en Broadway, o se sentaban en el parque de Washington Square en el lado del arco y observaban a los transeúntes. La única norma de Anita era que sólo dirían cosas agradables de los desconocidos y no hacía caso de las sonrisitas de Dakota, por lo que alababan a todas las personas que pasaban por allí por casualidad. Por no mencionar que la anciana parecía tener un apetito insaciable por las conversaciones sobre los profesores, las clases y las molestas costumbres de las nuevas compañeras de habitación. Y así, el vínculo entre Anita y Dakota se fortaleció aún más.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó entonces Dakota en la tienda—. ¿Es por las reformas? ¿Tanto te fastidian?

—No, cielo. Sólo estaba distraída. —Se inclinó para acercarse a Dakota, que ya era tan alta que Anita se sintió diminuta allí sentada en la silla. Lo peor de que los niños crecieran y se hiciesen mayores era que, invariablemente, eso significaba que también le estaba sucediendo a ella. Le molestaba la falta de control que tenía sobre el tiempo. ¡Había tantas cosas que quería hacer y decir!—. No estoy perdiendo el juicio, ¿sabes? Estaba ensimismada.

—No pasa nada —aceptó Dakota amigablemente—. Además, no creo que chochees. Pero te diré cómo probar si alguien lo piensa: haz algo realmente vergonzoso, o incluso grosero, y mira si la gente te sigue tratando con amabilidad. Si lo hacen, es que oficialmente eres una vieja bruja.

Anita puso cara de susto y luego se echó a reír, como siempre hacía, ante la sinceridad natural de Dakota. No había duda, la joven tenía algunas cosas que parecían sacadas directamente de su madre —la amplia sonrisa, la esbeltez de su cuerpo— y otras cosas, como su habilidad para cautivar a los demás, que eran de James. Pero en muchos aspectos, Dakota era sencillamente ella misma: su descaro, su franqueza, su sentido del humor inexpresivo. Los rasgos infantiles de sus años adolescentes se habían desvanecido y lo que quedó fue una joven casi pulida, escultural y llamativa. Era un poco polvorilla, la niña, con sus comentarios de sabelotodo. Y la ira que, valientemente, trataba de contener. Podía resultar difícil apreciar lo que tenías —un padre, un grupo que te apoyaba, amigos—, cuando tu pérdida era tan grande. Anita lo sabía, y lo comprendía.

Dakota era guapa, como siempre había sido, con su cutis terso y sus dientes blanquísimos que relucían cuando sonreía, y sus piernas largas y estilizadas que rara vez lucían otra cosa que no fuera unos vaqueros. «Igual que su madre —pensó Anita—. Siempre con los vaqueros.» Dakota era lo mejor de Georgia.

Sólo que ahora había crecido y resultaba mucho más difícil protegerla.

Capítulo 3

Cuidar de su pequeña la volvía majara. Ya está. Ya lo había dicho. No se lo dijo a nadie en particular, claro, pero al menos fue capaz de reconocerlo. Ginger, esa monada de niña, era un soberano coñazo.

—He creado un monstruo —dijo Lucie a su ayudante de producción, que asentía con la cabeza con una sonrisa y tomaba nota de todas sus palabras—. Mi hija está fuera de control.

Un día determinado, Ginger se resistía a levantarse para ir al jardín de infancia o de repente detestaba los cereales del desayuno. No quería ponerse calcetines cortos o se los quería poner sólo de color rosa, de ningún otro. Sus chillidos cuando no lograba lo que quería eran más fuertes que la sirena de una ambulancia y llamaban más la atención de los neoyorquinos que pasaban por la calle que un vehículo de emergencia. Durante el día no perdía nunca la energía: Ginger se pasaba todo el día de guasa con sus peluches, su madre, sus profesores, sus compañeros de clase, hasta que por la noche prácticamente caía redonda, una niña de cinco años ebria de agotamiento, y había que llevarla a la cama.

Hubo una época en la que Lucie había llorado hasta quedarse dormida porque el deseo de tener un hijo —un bebé que oliera bien, al que arrullar y abrazar— le desgarraba el corazón. Ahora lloraba hasta quedarse dormida a causa de la fatiga, la confusión y, en sus momentos más sombríos, de arrepentimiento.

Siempre imaginó el hecho de no tener hijos como un destino terrible. Sin embargo, había logrado encontrar algo mucho peor: fastidiarla como madre.

Era una interminable espiral de culpabilidad.

Lucie sopló para apartarse el flequillo de los ojos; la semana anterior se había teñido el pelo de color castaño con una marca comercial que compró en la droguería pensando que así el tema quedaría en segundo plano y tendría una cosa menos en la que pensar. Pero calculó muy mal el tono y sólo consiguió que su cabello adquiriese un horrible color parecido al del barro, lo cual hacía necesario que encontrara tiempo para ir a la peluquería y ponerle remedio —volver a las mechas rojizas— antes de marcharse a Italia dentro de unas semanas. Aunque su madre nació allí, Lucie sólo había visitado el país algunas veces en sus cuarenta y ocho años. La familia de su madre emigró después de la guerra y Rosie se enamoró de un veterinario irlandés-americano, lo cual provocó un miniescándalo que ya no importaba a nadie. Los tiempos y las ideas cambian, a veces para bien.

Le gustaba mucho la idea de ver a sus primos si le quedaba tiempo, aunque no los reconocería, de saborear platos enormes de pasta y quizá hasta de hacer una escapada para ver los lugares de interés. El verano en Italia parecía perfecto. Sobre el papel. Sin embargo, cuando la emoción de ser una directora de vídeos musicales muy solicitada —¡a su edad!; ¡con su formación!— había empezado a desvanecerse, Lucie se quedó haciendo malabarismos con un montón de egos y tensos calendarios de producción. Se había ganado fama de ser una especie de señora Arreglalotodo y a menudo la llamaban de platós donde el director anterior lo había dejado todo colgado o lo habían despedido, o cuando el coste excedía el presupuesto. Hablando francamente, la tenían por una negrera. Quería tenerlo todo controlado en su plató, hasta el punto de volver loco a cualquiera que no estuviera de acuerdo en trabajar tan duro como ella, y convencía y camelaba al artista hasta que éste estuviera dispuesto a trabajar todo el día y toda la noche para concluir la tarea. Nadie le decía que no a Lucie Brennan.

Es decir, nadie salvo su hija, que asistía al jardín de infancia y nunca decía otra cosa.

A quienquiera que preguntarais os diría que Ginger Brennan era una preciosidad. Le puso nombres a los muebles de Walker e Hija —el sofá era el Señor Blandito— y contaba cuentos a las madejas de lana sobre lo que podrían ser cuando las tejieran. «Creo que tú serás un joyero», dijo a un algodón barato, dándole esperanzas de un futuro que iba más allá de ser un trapo de cocina. Estaba enormemente encariñada con Dakota, que fue su canguro muchas veces, y las dos pasaban la tarde entre risitas y carcajadas. Y era toda una monada con sus mejillas suaves y regordetas, sus ondas de un rubio rojizo y esos ojos verdes y profundos que te desafiaban a desobedecer sus deseos. Los ojos debía de haberlos heredado de su padre, sobre el cual había empezado a hacer preguntas el pasado otoño, justo después de su quinto cumpleaños.

—¿Por qué en nuestra casa no tenemos un papá? —quiso saber el día de Acción de Gracias.

Previamente, Ginger había disfrutado alborotando con los hermanos mayores de Lucie y persiguiendo a sus primos por el jardín en unas interminables partidas de escondite. Sin embargo, mientras se comían el pavo la niña permaneció seria, chupándose el pulgar, aun cuando Lucie le había recordado varias veces que ya era demasiado mayor para tener ese comportamiento, con lo que la madre de Lucie, Rosie, chasqueó la lengua y miró a su hija de manera harto significativa. Cuando Rosie estaba bien, dominaba la situación; cuando se cansaba, salía del baño dejándose el grifo abierto o se olvidaba de lo que estaba contando a mitad de la historia. Las noticias de la televisión la confundían.

«Ay, sí —pensó Lucie cuando cruzó la mirada con la de su madre—, mientras nos tomamos el postre me largará otro discurso sobre por qué soy mala madre.» («No eres mala madre —diría Rosie—. Lo que pasa es que no eres todo lo buena que podrías ser.») Pero entonces Ginger se sacó ese pulgar pequeño, húmedo, gordito y arrugado de la boca y soltó su pregunta.

Por una vez, los Brennan se quedaron callados. Se sonrojaron con aire triunfal sus muy católicos hermanos mayores, que siempre habían desaprobado su decisión vital de ser madre soltera. (O, mejor dicho, desaprobaban que hubiera decidido ser madre soltera vía reproducción sexual; de haber adoptado un huérfano la habrían ovacionado. Eso habría estado perfectamente bien. Lo que les molestaba era tener que explicarles a sus hijos exactamente lo que acababa de preguntar Ginger a su madre.)

—Porque no lo necesitamos —respondió Lucie—. Así que cómete las zanahorias.

En su fuero interno, Lucie lamentaba todos aquellos momentos en los que había optado por otro cuento antes de dormir en lugar de prever las preguntas de su hija y responderlas antes de que se convirtieran en un problema. Pero le había resultado demasiado incómodo y confuso, incluso para ella. Al fin y al cabo, fue ella quien puso en marcha el proceso. «Érase una vez, yo tenía cuarenta y pocos años y me volvía loca al pensar que nunca te encontraría —pensó para sí al imaginarse cómo le contaría a Ginger lo de su concepción—. De manera que me lancé a una orgía de citas y me acosté con un montón de tipos, hasta que alguno me dejó embarazada.» No era precisamente un panorama reconfortante. La lección más importante para Ginger era que se supiera deseada. Lo había oído una vez en la televisión, pero a ella no le parecía que Ginger necesitara que la tranquilizaran al respecto. Era una niña con una alentadora seguridad en sí misma. No, lo que quería era información. «Sólo los hechos, mamá. Sólo los hechos.»

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