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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (9 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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No estaba del todo segura de lo que había esperado a esas alturas —¿sabiduría?, ¿calma?, ¿satisfacción?—, pero cada día se sorprendía de nuevo de no tener ataduras. De alguna manera, ser feliz le parecía una deslealtad hacia su sentido de sí misma como mujer independiente. Pero siempre había esperado estar casada. Ser madre. Y aunque, sin lugar a dudas, era una mujer guapísima y muy consciente de ello, Catherine notaba que le faltaba el aliento y que el pánico se apoderaba de ella siempre que reflexionaba acerca de su vida privada. Sus padres habían muerto años atrás y hacía tanto tiempo que estaba distanciada de sus hermanos que sus insinuaciones sinceras de ir a visitarlos fueron acogidas con tan escaso interés que al final todo volvió a limitarse a los correos electrónicos aleatorios y a alguna que otra comida de día festivo.

Lo único que tenía era un exceso de carencias. Carecía de amor. Carecía de familia. ¿Carecía de amigos? Catherine se preguntaba eso también. Le resultaba imposible deshacerse del doloroso sentimiento de no pertenecer del todo a ninguna parte. Después de todo aquel tiempo seguía sin poder desprenderse de la sensación de ser una impostora. De haber endilgado su presencia a las socias del club de punto de los viernes por mediación de Georgia. Por respeto a la memoria de Georgia le habían permitido continuar rondando por allí. Al fin y al cabo, si Georgia pensaba que algo bueno había en ella es que debía de haberlo, ¿no?

Pero ¿y si Georgia se había equivocado con ella?

Cuando se hubo acomodado en su última y brillante interpretación de la divorciada que vivía la vida, su propia tienda era el único lugar en el que se sentía convenientemente oculta y, por lo tanto, a salvo.

Pensaba que una mujer de cuarenta y tantos con aspecto de estar necesitada tenía algo que resultaba muy irritante. De algún modo era más fácil rechazarla, porque a su edad tendría que habérselo pensado mejor. Tendría que haber sido mejor. Así pues, se esforzaba por ser la mar de divertida cuando pasaba por la tienda de punto de Georgia en la ciudad. Al cabo de todos aquellos años seguía deseando con todas sus fuerzas caer bien a las demás. Caerles bien y ya está.

Le habría resultado muy útil hablar con Georgia sobre el tema. Le seguía costando aceptar que su vieja amiga hubiese muerto al cabo de tan poco tiempo de haber reanudado el contacto. Había días en que prefería fingir que nunca se habían vuelto a encontrar, que los veinte años que pasaron sin hablarse nunca se habían salvado; de este modo podía soñar con que Georgia seguía trabajando en su tienda, viviendo su vida, y que en algún momento futuro, un día que estaba aún por llegar, Catherine se pondría en contacto con ella y renovarían su relación. Había momentos en que todo lo centraba en ella y en los que tenía la sensación de haber sido castigada por sus errores y obligada —¿por Dios?, ¿por el universo?— a experimentar qué se siente cuando te dejan atrás desconcertada. Cuando tienes muchas preguntas y no sabes a quién hacérselas.

Casi siempre, no obstante, sencillamente, acababa renunciando a intentar entenderlo. Leyó un libro sobre el dolor e hizo la primera cosa de la lista: buscarse un pasatiempo. Se aficionó al vino, y en ocasiones probaba demasiado. Sólo muy de vez en cuando.

La vertiente vinícola del negocio surgió de manera natural cuando decidió probar a vivir parte de la semana en Cold Spring. Fue un experimento, si es que se le podía llamar así, con la responsabilidad.

—Podrías llegar al trabajo a tiempo si no tuvieras que viajar tanto trecho —había sugerido Anita, sin mala intención.

Técnicamente hablando, Anita también era su casera, porque años atrás Catherine se había mudado al descomunal apartamento del edificio San Remo cuando la viuda se fue a vivir con Marty. Para horror de los tres hijos adultos de Anita, quienes no estaban nada contentos, no sólo con la aparición de Marty, sino también con la idea de que Catherine ocupara el apartamento de la familia.

En un primer momento, Catherine supuso que Anita quería que se marchara.

—Aun así, podrás ocupar el San Remo siempre que quieras, o de forma permanente si no funciona —añadió Anita antes de que Catherine hubiera respondido siquiera. De su boca siempre parecían brotar las palabras adecuadas—. Lo único que me preocupa es que te vas a pasar la vida en el tren y no tendrás tiempo para divertirte.

De modo que Catherine encontró una casa de una sola planta que adquirió con inquietud y de la cual no tardó en dejar más que las cuatro paredes. Luego, unió dos dormitorios pequeños para hacer una habitación enorme, añadió un baño adjunto de lujo y restauró toda la casa con suelos color cereza y revestimiento de paneles de madera blancos. La puerta principal, de color rojo vivo, destacaba en el corto camino de entrada, enmarcado por un sendero de pensamientos. La casa resultó ser el lugar perfecto para las diversas citas de Catherine. Por no mencionar que se sentía a sus anchas decorándola con piezas de El Fénix, que luego ponía a la venta cuando se aburría de ellas.

Y cuando se dio cuenta de lo limitada que era la selección de vinos en Cold Spring, se gastó el dinero suficiente para convencer a los de la tienda de al lado de que se trasladaran al otro lado de la calle y le alquilaran el local para su tienda de vinos. Fue la culminación de la metamorfosis de El Fénix en lo que ahora Catherine describía como una
boutique
de «cosas maravillosas».

Y, sin embargo, con frecuencia se preguntaba qué pensaría Georgia de todo aquello. Qué pensaría de la tienda. De Catherine. Y de su fuerte y poderosa conexión con James.

Capítulo 7

Catherine vio los hombros encorvados de James a través de la ventana y supuso que llevaría un rato esperando en el restaurante. Entró en el establecimiento con paso resuelto, y las campanillas de la puerta anunciaron la llegada de otro cliente más en una atareada noche de viernes. Al llegar a la mesa le puso la mano en el hombro con suavidad.

—¿Lo de siempre? —preguntó una menuda camarera asiática que sostenía en equilibrio sobre el hombro una bandeja de bebidas de color rojo vivo con parasoles de papel diminutos. Tras ella, un grupo escandaloso de jóvenes profesionales liberales esperaban ansiosos que les llevaran más bebida.

—Sí, por favor —contestó Catherine mientras deshacía el nudo del cinturón de su gabardina de microfibra de color beige y James se incorporaba para retirarle la silla.

Él siempre era un caballero, el señor Buenos Modales, incluso cuando estaba preocupado. Otro motivo por el que no era una buena idea perseguir al universitario de Cold Spring: aquel jovenzuelo no tenía ningún sentido del protocolo cuando no se trataba de mensajes de texto. Aunque, para ser sincera consigo misma, en realidad no buscaba intimar con él.

Tomó asiento y se puso la servilleta de papel sobre sus pantalones oscuros. Vio enseguida que la mesa estaba dispuesta para tres comensales.

—Hemos estado hablando —dijo James con un gesto dirigido hacia el otro extremo del mantel—. Mientras esperábamos que vinieras. Siempre llegas tarde, ¿lo sabes?

—Lo sé, cielo —repuso Catherine, que puso la mano sobre la de James y luego le dio unas suaves palmaditas—. Es toda una vida tratando de hacer una entrada. Cuesta mucho quitarse el hábito. —Señaló hacia el otro lado de la mesa con la cabeza y tomó unos cuantos sorbos de agua.

—¿Estás disgustada?

Catherine se encogió de hombros.

—¿Dakota se lo estaba pasando bien?

—No estoy segura —admitió Catherine—. Está un poco desconcertada con los cambios en la tienda, aunque no quiera confesarlo. Pero en general la reunión estuvo bien. Darwin se quedó sorprendida. De hecho, creo que estaba contentísima.

—Es bueno que os tengáis unas a otras —observó James, y se fijó en que Catherine arqueaba una ceja—. Es importante para Dakota.

La camarera se acercó a la mesa con rapidez y eficiencia y dejó un vaso de whisky escocés delante de cada plato. James y Catherine tomaron un sorbo, luego otro.

—¿Y la invitada? ¿Esperamos o pedimos ahora? —preguntó la camarera, que aguardó con expresión calmada y agradable mientras el dúo parecía considerar la cuestión.

—Pediremos —decidió James con voz resonante y un poco demasiado alta—. De todos modos nunca sabemos con seguridad si acabará apareciendo —sonrió a la camarera.

Ésta sacó un bloc de notas del delantal y escribió con diligencia mientras James le pedía su opinión sobre la frescura de los espárragos y si podían poner más picante a su pollo del General Tso. En todos los años que llevaban frecuentando aquel establecimiento, la camarera sólo había intentado llevarse el tercer cubierto en una ocasión. Tras sobrevivir a la ira de Catherine lo dejó estar y a partir de entonces preguntaba si su amiga iba a venir, sin inmutarse cuando pedían comida para tres. Por si acaso. A cambio, la camarera se embolsaba una generosa propina. ¿Qué más le daba a ella si aquellos dos estaban a todas luces chiflados?

Era una locura, por supuesto. Entre los dos habían acordado un millón de veces dejar de encontrarse en aquel cuchitril. Pero les parecía mejor reunirse en aquel pequeño tugurio de mala muerte estilo Asia-fusión situado a unas cuantas manzanas de Walker e Hija, pedir los rollos de sushi y el pollo Satay que tanto gustaban a Georgia. Era como una especie de vínculo con otro tiempo, con todas las comidas de las que ella había disfrutado, con poder hablar de Georgia sin tener que ser comedido y maduro.

Algunas veces, después de tomarse una o dos copas, llegaban incluso a dirigirle unas cuantas frases al plato vacío. Hacía ya mucho tiempo que habían dejado atrás el sentido del ridículo, ambos habían dejado clara su necesidad de imaginar, aunque sólo fuera durante unas pocas horas, que Georgia estaba allí, en alguna parte. De alguna manera.

Una hora y muchos bocados después, Catherine se sentía mucho, mucho mejor. Supuso que necesitaba llenarse un poco el estómago, comer algo más que los dulces de la fiesta de Darwin. No era sólo la comida lo que hacía que se sintiera mejor, por supuesto. Era la ficción. La fantasía de que sencillamente estaban esperando.

—Nos posibilitamos el uno al otro, ¿sabes? —dijo a James mientras tomaba un sorbo de su té verde—. Estamos mal de la cabeza. Lo que quiero decir es que, ¿a quién le contarías esto, eh?

Todo empezó, lógicamente, pocos meses después del funeral. James y ella quedaron para tomar un café, tal como habían hecho en alguna ocasión cuando Georgia estaba gravemente enferma, a escondidas. Lejos de la tienda, de Dakota y de cualquiera que pudiera verles y desconfiar. Preguntarse qué estaban haciendo la rubia esbelta y el hombre alto y atractivo con las cabezas juntas, conversando solapadamente. Ellos mismos se lo preguntaban, y reconocían en el otro a un alma gemela. James y Catherine se convirtieron en confesores mutuos, capaces de revelar las maneras en que habían herido a Georgia y de brindar algún tipo de absolución. Absolución de una de las partes apenadas y culpables a la otra.

Porque, en realidad, eran las dos únicas personas del planeta que podían comprenderse mutuamente de verdad, que podían decir las palabras que necesitaba oír la otra persona sin dar la impresión de ser unos narcisistas que sólo pensaban en sí mismos.

—Tengo la sensación de que estoy recibiendo un castigo —le dijo a Catherine frente a una taza humeante muchos años atrás—. Es la venganza divina. Consigo verla, tocarla, ganármela. .. y entonces mi karma me alcanza y me hace pagar por todo lo que hice mal, dejándome que la vea, que la toque, para que luego desaparezca todo.

—Asumiste la responsabilidad —señaló Catherine—. Dijiste que lo habías hecho.

—Y esto es lo que obtengo a cambio —repuso James, y arrugó la servilleta de papel en la mano—. Va y se muere.

—Justo cuando la cosa empieza a ir bien —dijo Catherine—. Justo cuando va a salir bien. Justo cuando más la necesitas.

—¡Estoy tan cabreado! —James había alzado la voz lo suficiente para llamar la atención de los demás clientes. Bajó el tono y continuó diciendo—: Quería tener una vida con Georgia y nuestra hija, y en cambio tengo que vivir su vida como padre soltero. Sin compañía. Sintiéndome solo. Confuso. —No había tomado ni un sorbo de su bebida—. ¿Crees que soy un gilipollas autocompasivo? —Dirigió una mirada inquisitiva a Catherine.

—Más o menos —había dicho Catherine devolviéndole la mirada—. Pero en este tema yo no soy mejor que tú.

Y eso hacía que el ritual supusiera un gran alivio. Las reglas de campo estaban ahí desde el principio: podían decir cualquier cosa. No habría juicios. Y lo que dijeran nunca saldría de su círculo. Al fin y al cabo, no era... habitual.

Sus encuentros para tomar café pasaron a ser cenas cuando Catherine mencionó un artículo que había leído sobre disponer un lugar en la mesa para los fallecidos los días de fiesta.

—Se supone que es catártico —comentó días después del primer aniversario de la muerte de Georgia—. ¿Quieres probarlo?

—Eso es una estupidez —dijo James mientras contemplaba fijamente el café que no había tocado—. Vayamos a ese restaurante asiático que le gustaba —farfulló sin levantar los ojos de la taza.

Algunas veces acudían al restaurante con frecuencia, como en octubre, cuando se acercaba el aniversario de la muerte de Georgia, y otras esperaban meses para hacerlo, con la esperanza de suspenderlo, pero luego sentían que la necesidad iba en aumento, les dominaba y los empujaba, como guiados por un piloto automático, a beber whisky escocés y comer rollitos de primavera crujientes en nombre de Georgia.

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