Viaje alucinante (36 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
2.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un destello volvió a aparecer en la pantalla, se fijó y acabó transformándose en un trazado de picos y valles. Con sumo cuidado, rozando apenas las teclas, Morrison lanzó una directriz de expansión. Los picos y los valles se expandieron y los bordes se salieron de la pantalla. En el único pico y valle que quedaron se notó un pequeño y borroso movimiento.

Está registrando las ondas, pensó temeroso de decírselo, temeroso, incluso, de pensarlo con excesiva intensidad. El más leve efecto físico o mental podría bastar para borrarlo todo.

La pequeña agitación (las ondas sképticas, como él las llamaba) se desenfocó; volvió, pero nunca con claridad.

A Morrison no le sorprendió. Podía estar detectando los campos de un número de células que no acababan de duplicarse del todo. También había que contar con el efecto aislante de la pared plástica de la nave. También existía el movimiento browniano. Incluso podía haber una carga de grupos de átomos interponiéndose fuera del campo de miniaturización.

Lo asombroso era que hubiera conseguido alguna onda.

Lentamente estableció contacto manual con las antenas..., deslizó los dedos arriba y abajo; primero una mano, después la otra; luego ambas al unísono; por fin ambas en direcciones opuestas. Después giró suavemente las antenas, aquí y allá. Había ondas sképticas borrosas y cortantes pero no sabía qué hacer exactamente para que se intensificaran.

Y, en un momento dado, las pequeñas ondas aparecieron con toda claridad. Primero en una dirección, luego en la otra. Aunque borrosas al principio, en una dirección determinada fueron claras. Trató de contener el temblor de sus manos.

–Arkady –musitó.

–Sí, mi querido mago americano.

–Tuerza a la izquierda y un poco hacia arriba. No quiero hablar demasiado.

–Tendrá que rodear las fibras.

–Hágalo despacio. Si lo hace demasiado de prisa perderé el enfoque.

Morrison tuvo que esforzarse para que sus ojos no se fueran hacia Kaliinin. Una sola mirada a su rostro o un inevitable pensamiento sobre su belleza, le distraerían lo bastante para borrar la pantalla. Incluso la idea de distraerse lo perturbaba al extremo de hacer vacilar la onda del pensamiento.

Dezhnev iba girando la nave en un arco suave que era lo único que podía conseguir de sus motores modificados. Morrison, igualmente despacio, iba moviendo las antenas en la misma dirección. De tanto en tanto murmuraba una breve indicación: «Arriba y a la derecha» «Abajo» «Un poco a la izquierda» Al fin jadeó: «Adelante, recto»

Tenía que ser más fácil, pensó, a medida que se acercaran, pero no podía relajarse hasta que avistaran una neurona. Y a través de aquella oscura maraña de colágeno no era fácil que ocurriera hasta que la tuvieran casi encima.

Concentrarse en un solo objeto era tan agotador como contraer un músculo y mantenerlo contraído. Tenía que introducir rápidamente un poco de variación. Tenía que pensar en algo más, pero en algo neutral, algo que por un momento relajara su mente. Así que pensó en su familia deshecha, porque había pensado tanto en ella que la imagen se había debilitado y perdido todo su efecto. Era como una fotografía que se iba torciendo y volviendo gris y de la que podía salirse rápidamente para volver a la contemplación de las ondas sképticas.

Entonces, sin previo aviso e intensamente, otro pensamiento invadió su mente. Era una imagen mental, vivísima, de Sofía Kaliinin más joven, más bonita y más feliz de lo que le había parecido en el poco tiempo que la conocía. Y con esta imagen llegó un amasijo de amor, frustración y celos, que lo dejó sin fuerzas.

No se había dado cuenta, conscientemente, de estos sentimientos, pero ¿quién puede saber qué sentimientos y emociones inconscientes pueden esconderse en las células cerebrales? ¿Kaliinin? ¿Eso era lo que sentía por ella? ¿En tan poco tiempo? ¿O era la tensión anormal de este fantástico viaje al cerebro, lo que había provocado reacciones fantásticas?

Fue solamente entonces cuando se fijó en que la pantalla se había borrado del todo. Iba a gritar a Dezhnev que detuviera los motores mientras se concentraba y trataba de capturar de nuevo las ondas, cuando la voz de aquél resonó:

–Ahí la tiene, Albert. Nos ha guiado hasta la célula como un perro de caza. ¡Enhorabuena!

–También –añadió Boranova– enhorabuena a Yuri por haber tenido la idea de persuadir a Albert de que hiciera el esfuerzo.

El rostro ensombrecido de Konev se iluminó y Dezhnev dijo:

–Bien, pero ahora, ¿cómo nos metemos dentro?

Morrison se fijó interesado en lo que tenía delante. Era una inmensa pared crestada extendiéndose arriba y abajo, a derecha y a izquierda, hasta tan lejos como la escasa luz de la nave permitía ver. Las crestas a su vez se partían y formaban cúpulas de modo que, fijándose más, la pared parecía un enorme tablero de ajedrez, con cada cuadro protuberante y saliente. Había extensiones irregulares surgiendo por entre las protuberancias, como una ramificación de cuerdas gruesas y cortas que daban a la pared el aspecto de estar hecha jirones.

Morrison, con cierto esfuerzo, y recordando su miniaturización, comprendió que los bultos salientes eran extremos de moléculas (de fosfolípidos, supuso) que formaban la membrana de la célula. También se dio cuenta con cierta consternación de lo que significa para la nave ser del tamaño de una molécula de glucosa. La célula era una cosa enorme; comparada con la medida de la nave, debería tener una anchura de varios kilómetros.

Konev también había estado fijándose en la membrana de la célula pero emergió de su pensativa contemplación mucho antes que Morrison.

–No estoy seguro –anunció Konev– de que esto sea una célula cerebral o, por lo menos, una neurona.

–¿Qué otra cosa puede ser? –preguntó Dezhnev–. Estamos en el cerebro y esto es una célula.

Konev no trató visiblemente de esforzarse por disimular el asco reflejado en su expresión, al decir:

–Hay más de un tipo de células cerebrales. La neurona es la más importante, es el agente principal de la mente. En el cerebro humano hay diez mil millones de ellas. Hay también como diez veces más de células de diversos tipos, cuyas funciones son subsidiarias y de sostén. Son considerablemente más pequeñas que las neuronas. Basándonos en las probabilidades, apuesto diez contra uno que ésta es una glía. Las ondas del pensamiento están en las neuronas.

–No podemos guiarnos sólo por probabilidades, Yuri. ¿Puede decirme de un modo definitivo si se trata de una glía o de una neurona sin tener en cuenta las estadísticas?

–Con sólo mirarla, no. Por el tamaño, lo único que veo es una pequeña sección de la membrana de una célula, y en este caso una célula es parecida a otra. Tendremos que hacernos mayores y conseguir una visión panorámica. Presumo que ya podemos aumentar de tamaño ahora, Natalya. Después de todo ya hemos atravesado lo que usted llama «la jungla de colágeno»

–Podríamos desminiaturizarnos, si fuera necesario, pero hacerlo es más tedioso y arriesgado que disminuirlo. Un aumento significa generar calor y debe hacerse muy despacio. ¿Hay alguna alternativa?

–Podemos volver a probar el instrumento de Albert –contestó Konev con aspereza–. Albert, ¿puede decirnos si las ondas sképticas que es capaz de detectar vienen directamente de delante o de una dirección ligeramente diferente?

Morrison vaciló. Antes de que su pantalla se pusiera borrosa, justo antes de haber visto la célula, había tenido la visión de Kaliinin y no quería que se repitiera. Era demasiado embarazoso, turbador. Seguro que si su mente ocultaba y suprimía emociones, era porque estaban mejor así. Titubeó antes de decir:

–No estoy seguro...

–Pruébelo –ordenó Konev, y los cuatro soviéticos miraron ahora ansiosamente a Morrison.

Con un gesto interior de desaliento, Morrison puso su computadora en acción:

–Capto las ondas, Yuri, pero no con tanta fuerza como cuando veníamos hacia aquí.

–¿Son más fuertes en otra dirección?

–Ligeramente, desde algo más arriba; pero vuelvo a advertirle que la habilidad direccional de mi máquina es muy primitiva.

–Sí, como esta nave de la que tanto se queja... He aquí lo que yo creo que ha debido ocurrir, Natalya. Mientras veníamos, pudimos detectar una neurona, directamente por encima de una glía que estaba delante. Cuando Albert vio la glía, naturalmente se dirigió hacia ella; su masa ocultaba ahora la neurona, y por ello, captábamos las ondas de forma más débil.

–En tal caso –decidió Boranova– debemos ir por encima de la glía hacia la neurona.

–Y en
tal
caso –insistió Konev– repito que debemos desminiaturizarnos. En nuestro tamaño actual de glucosa, la distancia que debemos cubrir al pasar por encima de la glía podría muy bien ser de cien a ciento cincuenta kilómetros. Si aumentamos diez veces de longitud, digamos a un tamaño de la masa de una pequeña molécula de proteína, reduciríamos la aparente distancia a sólo diez o quince kilómetros.

Kaliinin dijo con voz abstraída como si lo que tuviera que decir no tuviera la menor relación con lo que acababa de decirse:

–Para meternos en la neurona, Natalya, debemos tener el tamaño actual.

Pasado un momento, como desligándose de la posibilidad de tener que contestar directamente a la observación, Konev concedió:

–Naturalmente. Una vez lleguemos a la neurona, reajustaremos nuestro tamaño a lo que parezca más adecuado.

Boranova suspiró y pareció sumirse en sus pensamientos. Pero Konev insistió con desacostumbrada afabilidad:

–Natalya, eventualmente tendremos que cambiar de tamaño. No podemos conservar eternamente el de la glucosa.

–No me gusta desminiaturizar con más frecuencia de lo que debo –protestó Boranova.

–En este caso
es preciso,
Natalya. No podemos pasarnos horas navegando a lo largo de una membrana de célula. Y desminiaturizarnos diez veces en este punto significaría un gasto muy bajo de energía.

–¿Acaso el iniciar un proceso de desminiaturización puede provocar una continuación descontrolada y explosiva? –preguntó Morrison.

–Su intuición funciona perfectamente, Albert –respondió Boranova–. Sin conocer nada de la teoría de la miniaturización consigue captar el problema. Una vez comenzada, es preferible y más seguro permitir que la desminiaturización continúe. Detenerla, implica cierto riesgo.

–Tanto como mantener el tamaño de glucosa durante más horas que las necesarias –dijo Konev.

–Es verdad –asintió Boranova.

–¿Quieren que lo pongamos a votación y tomemos una decisión democrática? –sugirió Dezhnev.

Al oírlo, Boranova alzó la cabeza y sus ojos oscuros parecieron lanzar destellos. Apretó las mandíbulas y aclaró:

–No, Arkady. Tomar esta decisión es responsabilidad mía, y aumentaré el tamaño de la nave. –Luego, abandonando su aire majestuoso, añadió–: Por supuesto, pueden desearme suerte.

–¿Y por qué no? Será lo mismo que deseárnosla a todos –concluyó Dezhnev.

Boranova se inclinó sobre sus controles y Morrison pronto se cansó de observarla. En realidad no podía ver lo que estaba naciendo y tampoco lo entendería si lo viera; y también estaba el hecho de que le dolía el cuello por el esfuerzo de mantenerlo dado vuelta. Miró hacia delante y se encontró con Konev que le contemplaba por encima del hombro.

–Acerca de la detección sképtica... –empezó Konev.

–¿Qué hay sobre la detección sképtica?

–Cuando veníamos por este camino a través de la jungla de colágeno...

–Bien, sí, ¿y qué?

–¿Consiguió alguna... imagen?

Morrison recordó la desgarradora visión de Sofía Kaliinin. Pero ahora no había nada parecido en su mente. Incluso el recordar cómo había ocurrido, no provocaba en él ninguna reacción. Tuviera lo que tuviese en la mente, parecía como si lo hubiera alcanzado bajo la intensa estimulación de ondas sképticas concentradas; y, fuera como fuese, no pensaba describírselo a Konev..., ni a nadie más. Contemporizó:

–¿Por qué iba a percibir imágenes?

–Porque le ocurrió una vez cuando estaba analizando ondas sképticas con la intensidad del tamaño normal.

–Está asumiendo que el análisis durante la miniaturización produciría mayor intensidad o poseería una fuerza mayor de producción de imagen.

–La suposición es razonable. Pero ¿la percibió o no? La cuestión no tiene nada que ver con las teorías. Le estoy preguntando sobre observación. ¿Consiguió alguna imagen?

Morrison suspiró para sí y contestó:

–No.

Konev continuó observándolo (cosa que provocó en Morrison cierta inquietud y algo más que un poco de ira). Al fin le musitó:

–Yo sí.

–¿De verdad? –y abrió los ojos sinceramente sorprendido. Luego, más cauto, preguntó–: ¿Y qué percibió?

–Poca cosa, pero supuse que usted lo había captado con más claridad. En aquel momento estaba usted manipulando su detector y está probablemente más adaptado a su cerebro que el mío.

–¿Pero, qué fue lo que captó? ¿Puede describirlo?

–Una especie de titilación que entraba y salía de la consciencia. Me pareció ver tres figuras humanas, una mayor que la otras.

–¿Y qué dedujo de ello?

–Bueno, Shapirov tenía una hija a la que adoraba y ella tiene a su vez dos pequeños a los que también adoraba. Me imagino que en su coma puede haber estado pensando en ellos, o recordándolos, o tener la impresión de que los estaba viendo. ¿Quién sabe lo que ocurre estando en coma?

–¿Conoce a su hija y a los nietos? ¿Los reconoció?

–Los estuve viendo como si dijéramos a través de un vidrio transparente, a media luz. Lo único que logré captar fueron las tres figuras –pareció decepcionado–. Esperaba que usted lo hubiera visto con mayor claridad.

Morrison, esforzándose por pensar, tuvo que admitir:

–Ni vi, ni percibí nada parecido.

–Claro, las cosas deberían ser más acusadas una vez estemos dentro de la neurona. En todo caso lo que debemos percibir no son imágenes. Se trata de oír palabras.

–Nunca he oído palabras –declaró Morrison moviendo la cabeza.

–Claro que no, puesto que trabajaba con animales y ellos no utilizan palabras.

–Cierto. De todos modos una vez conseguí hacer unas pruebas con un ser humano, aunque nunca informé de ello. Ni percibí palabras, ni tampoco imágenes.

Konev se encogió de hombros.

–¿Sabe?, dadas las circunstancias –prosiguió Morrison– parecería natural que la mente de Shapirov estuviera llena de su familia.., si aceptamos su interpretación de lo que creyó percibir. ¿Cuál sería la probabilidad de que estuviera pensando en alguna extensión esotérica de las matemáticas de miniaturización?

Other books

Three Junes by Julia Glass
Mad Cows by Kathy Lette
Bodies in Winter by Robert Knightly
Something Might Happen by Julie Myerson
Too Close For Comfort by Eleanor Moran