Viaje alucinante (38 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
5.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Trató de concentrarse en aquellas moléculas. En el fluido se notaba cierto brillo que podía haber sido la luz del faro de la nave reflejada por las moléculas, pero ninguna se veía bien. Incluso la superficie de la membrana de la célula no se veía
realmente clara
si se la miraba directamente. Era más la impresión surrealista de una superficie, que una auténtica superficie..., se reflejaban muy pocos fotones y muy pocos de ellos llegaban a alcanzarlos en su pequeña escala.

No obstante, por el brillo podía descubrir una especie de contextura arenosa en el fluido por el que navegaban (posiblemente moléculas de agua) y entre ellas, de vez en cuando, algo con forma de gusano..., retorciéndose, girando; cerrándose y volviendo a abrirse. El vecindario inmediato de la nave estaba, naturalmente, dentro del campo de miniaturización, así que los átomos y moléculas del mundo de tamaño normal, se encogían constantemente al entrar en él, y se agrandaban al salir. El número de átomos que lo hacían debía ser enorme pero el cambio de energía resultante, incluso aumentando el número, era lo bastante bajo, de forma que no afectaba perceptiblemente a la nave; o provocaba desminiaturización espontánea, o causaba algún perjuicio... Por el momento,
parecía
no causar daños.

Morrison se esforzó por no pensar en ello.

–No pienso poner en duda su habilidad, Sofía, pero le ruego que compruebe y que se asegure de que la nave tiene el patrón eléctrico de la glucosa –le advirtió Boranova.

–Le aseguro que lo tiene.

Y como para confirmar que en efecto así era, la nave pareció hacer medio giro en el fluido, a juzgar por el cambio de vista que se les aparecía a través de las paredes.

En condiciones normales, semejante movimiento habría proyectado a cada pasajero contra la pared de la nave o contra el brazo del asiento. No obstante, masa e inercia estaban virtualmente a cero y sólo se notaba un ligero balanceo, apenas perceptible comparándolo al que asociaban con el movimiento browniano.

–Hemos quedado adheridos a un rector de glucosa –dijo Kaliinin.

–Bien. He apagado el motor –anunció Dezhnev–. ¿Y ahora qué hacemos?

–Nada –respondió Kaliinin–. Dejemos que la célula haga su trabajo y esperemos.

El receptor no llegó a establecer contacto con la nave. Fue una suerte, porque de haberse acercado más habría caído en el campo de miniaturización y su punta se habría doblado. En tal caso, solamente había habido un encuentro de campos eléctricos: negativo a positivo, y positivo a negativo. Las atracciones no eran del todo atracciones iónicas sino unas inferiores que se asemejaban a conexiones de hidrógeno. Eran suficientes para retener, pero lo bastante débiles para permitir a la nave desprenderse más o menos, como si estuviera conectada al receptor por bandas de caucho más que por garfios.

El receptor se extendía a todo lo largo de la nave y era de contorno irregular, como si abrazara una serie de bultos a lo largo del casco de plástico. Éste era liso y sin irregularidades a la vista, pero Morrison estaba convencido de que había un campo eléctrico que abultaba precisamente en el lugar donde los grupos hidróxilos estarían en la estructura glucopiranosa, adoptando, los bultos, las formas que tendrían en la molécula natural.

Morrison volvió a mirar. El receptor impedía virtualmente la visión del lado de donde estaban sujetos. Si miraba más allá del receptor podía, no obstante, ver una extensión de superficie de la neurona, al parecer interminable, ya que se perdía mucho más allá del alcance de la luz de la nave.

La superficie neurónica parecía palpitar ligeramente y pudo observar más detalles. Entre las cúpulas regulares de las moléculas fosfolipidicas alineadas, descubría, ocasionalmente, una masa irregular, que supuso sería una molécula de proteína que atravesaba la espesa membrana de la célula. Era a esas moléculas a donde se adherían los receptores, lo que no sorprendió a Morrison. Sabía que los receptores eran péptidos..., cadenas de aminoácidos. Eran parte del filamento central de la proteína, proyectados hacia delante, cada diferente receptor compuesto de diferentes aminoácidos en un orden especifico y así dispuestos a fin de poseer un tipo de campo eléctrico a juego, es decir, opuesto en atracción y en forma física y, con la molécula a la que estaba destinado a adherirse.

Entonces, mientras miraba, le pareció que los receptores se movían hacia el Podía verlos ahora en gran numero y podía ver también que ese número aumentaba. Los receptores y las moléculas de proteína a las que se adherían, parecían nadar a través de las moléculas fosfolipídicas (con una película de moléculas de colesterol por debajo, Morrison lo sabía) que se abrían delante y se cerraban detrás.

–Está ocurriendo algo –advirtió Morrison al notar el propio movimiento de la nave a través del pequeño tirón de inercia que quedaba en su insignificante masa.

–La superficie nos está rodeando –dijo Konev.

Dezhnev asintió:

–Parece como si estuviera haciendo esto –levantó su manaza callosa y la cerró.

–Exactamente. Nos invaginará, formará un recipiente más y más hondo, estrechando el cuello y al fin cerrándolo, y estaremos dentro de la célula –explicó plácidamente Konev.

Morrison también se mostraba tranquilo. Querían estar dentro de la célula y éste era el medio de conseguirlo.

Los receptores acercándose, y junto a cada uno de ellos alguna molécula, alguna
verdadera
molécula, y entre ellas la falsa molécula que era la nave. La superficie de la célula, lo
mismo
que la mano de Dezhnev, se cerró del todo sobre ellos y los tragó.

–¿Y ahora, qué? –preguntó Dezhnev.

–Nos encontramos en una vesícula dentro de la célula –aclaró Kaliinin–. Se volverá más y más ácida y entonces el receptor se desprenderá de nosotros. Éste y los demás receptores volverán a la membrana de la célula.

–¿Y nosotros? –insistió Dezhnev.

–Dado que por nuestro campo eléctrico se nos reconoce como una molécula de glucosa –explicó Kaliinin– la célula tratará de metabolizarnos, partirnos en pequeños fragmentos y extraer energía de nosotros.

Mientras hablaba, el receptor péptido se apartó, desenroscándose.

–¿Les parece buena idea que nos metabolice? –pregunto Dezhnev.

–No lo hará –respondió Morrison–. Nos adheriremos a la molécula de enzima apropiada, que descubrirá que nuestra reacción no es la prevista. No nos uniremos a un grupo de fosfatos, así que se encontrará desamparada y probablemente nos soltará. En realidad
no somos
una molécula de glucosa.

–Pero si la molécula nos libera, ¿no vendrá otra molécula del mismo tipo tratando de adherirse repitiendo la operación..., y así sucesivamente?

–Ya que lo menciona –observó Morrison frotándose la barbilla y observando distraído cómo le había crecido la barba desde el afeitado de la mañana– podría ser que las primeras moléculas no nos soltaran, supongo, si no hacemos lo que esperan.

–Vaya situación –protestó Dezhnev indignado y adoptando su dialecto local, como parecía hacer cada vez que se excitaba, que Morrison encontraba siempre difícil de seguir–. Lo mejor que podemos esperar es que una molécula de enzima o nos retenga para siempre en su seno o nos conserve para siempre como en una carrera de relevos, al ir pasando de enzima en enzima indefinidamente... Mi padre solía decir: «Ser salvado por un oso de las hambrientas mandíbulas de un lobo, no es gran motivo de gratitud»

–Por favor, observe que ninguna molécula de enzima se nos ha adherido –les hizo notar Kaliinin.

–¿Y eso por qué? –preguntó Morrison que, en efecto, lo había observado.

–Debido a un ligero cambio del tipo de carga eléctrica. Tuvimos que imitar a una molécula de glucosa para meternos en la célula, pero una vez dentro de ella no tenemos por qué seguir haciéndolo. La verdad es que
debemos
imitar algo más.

–¿Cualquier molécula que imitemos estará sujeta al cambio metabólico, Sofía? –lo preguntaba Boranova, inclinada hacia delante.

–En verdad no, Natalya –contestó Kaliinin–. La glucosa..., o cualquier otro azúcar simple del cuerpo, pertenece a cierta configuración molecular así que lo llamamos glucosa-D. Yo he, sencillamente, alterado el parecido de su doble. Nos hemos transformado en glucosa-L y ahora no hay enzima que nos toque; ni ninguno de nosotros, ahora, meterá el pie en el zapato equivocado... Ahora podemos movernos libremente.

La vesícula que se había formado al introducirse en el interior celular, se había roto, y Morrison abandonó por imposible cualquier tentativa de seguir el hilo de lo que estaba ocurriendo. Los fragmentos que tenía alrededor estaban envueltos por moléculas de enzima mucho mayores, que parecían abrazarlos y luego los soltaban. Presumiblemente, cualquier víctima de un abrazo enzimático era liberada para ser de nuevo abrazada por otra enzima.

Todo parecía ocurrir al mismo tiempo y esto era solamente, lo sabía muy bien Morrison, la parte anaeróbica del proceso (en el que no se utilizaba oxígeno molecular). Acabaría rompiendo la molécula de glucosa, con sus seis átomos de carbono, en dos fragmentos de tres partes de carbono cada uno.

De este modo se produciría algo de energía, y los fragmentos serían desviados al mitocondrio para que se completara el proceso
con
el uso de oxígeno; un proceso en el que la molécula universal de transferencia de energía, la adenosina trifosfato (o ATP) sería revestida a fin de iniciar el proceso y, al final, sería reproducida en cantidad sustancialmente mayor que el revestimiento.

Morrison sintió el impulso de abandonarlo todo y de buscar un camino dentro del mitocondrio, la pequeña fábrica de energía de la célula. Después de todo, los detalles del proceso del mitocondrio no se han descubierto
aún...,
pero se apartó casi furioso de la idea. Las ondas sképticas tenían prioridad. Se lo dijo a gritos como obligándose a forzar el reconocimiento de las prioridades a un cerebro curioso que amenazaba con disipar sus intereses. Por lo visto Konev había pensado lo mismo, porque dijo:

–Por fin estamos dentro de la neurona, Albert. No actuemos como turistas. ¿Qué tal están ahora las ondas sképticas?

XIV. AXÓN

Aquellos que suelen decir «Un penique por tus pensamientos» son generalmente demasiado generosos.

DEZHNEV, padre

Morrison se erizó ante la orden de Konev (porque eso había sido).

Indicó su resentimiento negándose a responder durante un tiempo. Siguió mirando el interior de la neurona y no pudo distinguir nada que reconociera. Veía fibras, placas retorcidas, bultos de tamaño incierto y forma poco clara. Y lo que es más, tenía la fuerte impresión de que había una presencia esqueletal en la célula que retenía objetos mayores (las organelas) en su sitio; pero notaba que la nave pasaba de largo demasiado aprisa, como si navegara torrente abajo. La sensación de movimiento era más fuerte aquí que en la corriente sanguínea, porque aunque había pequeños objetos, o restos de ellos, que se movían a su lado, había también grandes objetos que aparentemente permanecían en su sitio y a los que adelantaban rápidamente. Al fin, Morrison se decidió a decir:

–Oiga, Yuri, nos movemos demasiado de prisa y es probable que el movimiento distorsione gravemente las ondas sképticas.

Konev rugió:

–¿Está usted loco? No nos movemos en absoluto de prisa. Nos dejamos solamente llevar por la corriente intercelular que sirve para asegurar que las pequeñas moléculas estén todas al alcance de la estructura de la célula. El movimiento es muy lento a escala normal; solamente parece rápido por nuestro tamaño miniaturizado. ¿Tendré acaso que enseñarle fisiología celular?

Morrison se mordió los labios. Claro. Había olvidado de nuevo cómo la miniaturización distorsionaba su percepción. Y otra vez Konev tenía toda la razón.

–De todas formas, sería mejor –dijo esforzándose por recuperar su dignidad– que volviéramos al tamaño glucosa-D y permitiéramos que una enzima nos cogiera. El tamaño combinado reduciría nuestra velocidad y sería más fácil captar las ondas.

–No tenemos por qué aminorar la marcha. El impulso nervioso viaja a un mínimo de dos metros por segundo a velocidad real, y en la velocidad aparente, dado nuestro tamaño, lo hace a setenta veces la verdadera velocidad de la luz. Comparado con ello, nuestra velocidad, por enorme que parezca, es insignificante. Incluso si nos moviéramos a la aparente velocidad de un cohete, para el impulso nervioso estamos virtualmente inmóviles.

Morrison alzó el brazo indicando que se rendía, pero estaba furioso con Konev. Existía lo de estar
demasiado
en lo cierto. Miró de soslayo a Kaliinin, con la incómoda sensación de que ella mostraría su desprecio. Sus miradas se cruzaron pero sin rastro de burla. Sus hombros, por el contrario, se alzaron ligeramente como diciendo (o así quiso imaginarlo Morrison): «¿Qué se puede esperar de un salvaje?»

Boranova (Morrison miró por encima del hombro) parecía ajena a la cuestión. Estaba ocupada con su instrumento y Morrison se preguntó en qué estaría enfrascada, considerando que los motores estaban apagados y la nave se dejaba simplemente llevar por la corriente.

En cuanto a Dezhnev, sin sus motores, era el único miembro de la tripulación que, en verdad, no tenía nada que hacer en aquel momento (excepto no perder de vista el material que tenía delante por si acaso se presentaba alguna emergencia insólita). Dijo:

–Vamos, Albert, estudie las ondas sképticas y denos alguna respuesta. así podremos irnos de aquí. Es de lo más excitante encontrarse en el interior de una célula, para aquellos que les guste, pero yo ya he tenido suficiente. Mi padre solía decir: «Lo más excitante de cualquier viaje es el regreso a casa»

–¡Arkady! –llamó Boranova.

–Sí, Natasha.

–Guarde alguna palabra para mañana. –Y Morrison vio una leve sonrisa en sus labios.

–Por supuesto, Natasha. Sospecho algo de sarcasmo, pero haré lo que me dice. –Y aunque cerró la boca de golpe con un exagerado golpe de sus dientes, empezó a tararear una melodía en voz baja.

Morrison estaba algo asombrado; llevaban menos de cinco horas en la nave..., pero parecían cinco días, o quizá cinco años. Sin embargo, al contrario de Arkady, y pese a su interior sentimiento de terror, no estaba dispuesto a abandonar el cuerpo de Shapirov. Experimentaba un fuerte impulso de explorar la célula, y sus pensamientos descansaban en la posibilidad de hacerlo.

Other books

A Buzz in the Meadow by Dave Goulson
Hatfield and McCoy by Heather Graham
A Butterfly in Flame by Nicholas Kilmer
New Grub Street by George Gissing
Taken by Barbara Freethy
Royal Love by John Simpson
Chloe's Caning by T. H. Robyn
Enigma Black by Furlong-Burr, Sara