Viaje alucinante (34 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Arkady –ordenó Boranova–, aumente la potencia de los motores y atraviese antes de que la junta descubra que debajo del patrón glucosa, hay algo que no es glucosa.

–De acuerdo, Natalya.

–Apúntese el tanto, Yuri. Su sugerencia era acertada. Recapacitando veo que yo también hubiera debido darme cuenta; pero el caso es que no lo pensé.

Konev refunfuñó, como si encontrara que el halago era algo que no sabía cómo manejar.

–No es nada. Dado que el cerebro vive de glucosa, pasemos al tamaño de la glucosa. Eventualmente hubiéramos debido adoptar un aspecto de glucosa y tan pronto como hizo usted la pregunta de cómo no nos difundíamos cuando debiéramos haberlo hecho, comprendí que ya necesitábamos dicho aspecto.

–Miembros de la expedición –anunció Dezhnev–, hemos atravesado la junta, estamos fuera de la corriente sanguínea. Estamos en el cerebro.

En el cerebro, se dijo Morrison, pero no en una célula cerebral. Hasta el momento solamente habían pasado del espacio intercelular, entre las células de la pared capilar, a los espacios intercelulares del cerebro, donde existían las estructuras de soporte que mantenían la forma y las interrelaciones de las células nerviosas, o neuronas. Si los retiraban, las células se aplastarían en masas amorfas, unidas por la gravedad e incapaces de mantener ninguna función sensible.

Era una jungla formada por gruesos sarmientos de colágeno (esto era la proteína animal conjuntiva casi universal, que realizaba la función de la celulosa en las plantas, aquí menos inferior, puesto que se trataba de proteína y no de hidrato de carbono, pero con mayor flexibilidad). A través del ojo de la ultraminiaturización estos filamentos de colágeno, totalmente invisibles sin un microscopio electrónico, parecían troncos de árbol, inclinados a uno y otro lado, en un mundo en el que la gravedad tenía poca importancia.

Había otros filamentos más y más finos. Morrison sabía que algunos de ellos podían ser elastina y que el propio colágeno podía presentarse en variedades sutilmente diferentes. De poder verlo en conjunto, desde un punto de vista menos miniaturizado, habría podido detectar orden y estructuras. Pero en este nivel, resultaba caótico. Uno no podía siquiera ver a distancia en ninguna dirección; las fibras superfluas bloqueaban la visibilidad.

Morrison notó que la nave se movía mucho más despacio. Los otros cuatro miraban asombrados a su alrededor. O bien no esperaban esto (tampoco lo esperaba Morrison, porque había estado demasiado interesado en las propiedades eléctricas del cerebro para preocuparse de su microanatomía) o, si lo esperaban, no habían sido capaces de imaginárselo.

–¿Cómo esperan encontrar el camino hacia una neurona? ¿Lo sabe alguien? –preguntó Morrison.

Dezhnev fue el primero en contestar:

–Esta nave sólo puede avanzar de frente, así que lo haremos hasta encontrar una célula.

–¿Cómo podemos ir directamente de frente a través de esta jungla? Si no podemos dirigir la nave, ¿cómo podremos sortear los obstáculos?

Dezhnev se frotó la barbilla, pensativo:

–Ya que no podemos rodearlos, empujaremos. La nave rebasará uno de estos objetos y habrá más fricción del lado que entre en contacto que del otro, así torcerá el camino, como un cometa rodeando el sol –sonrió–. Los cosmonautas lo hacen así cuando se sirven de la gravedad para pasar rozando un satélite o un planeta. Haremos lo mismo para sortear estas cosas.

–Estas cosas, son fibras de colágeno –anunció Konev sombrío.

–Y algunas de ellas son muy gruesas –observó Morrison–. No siempre podrá sortearlas. Irá de cabeza contra ellas y allí se quedará si solamente puede ir hacia delante, ¿qué hará entonces? Esta nave fue solamente diseñada para la corriente sanguínea. Fuera de ella estamos perdidos al no tener nada que nos arrastre.

Boranova intervino:

–Arkady, dispone de tres motores de microfusión; y los reactores, lo sé, están dispuestos al fondo en los ápices de un triángulo equilátero. ¿Puede disparar uno solo de ellos?

–No. Un solo contacto controla a los tres.

–Sí, Arkady, así es como funcionan ahora. Pero ha diseñado usted la nave y conoce los detalles de sus controles. ¿Hay algo que pueda hacer para dispararlos por separado?

Dezhnev respiró hondamente.

–Todo el mundo me ha repetido hasta la saciedad que debía recortar gastos, que debía salvar el presupuesto, que no debía hacer nada que irritara a los burócratas.

–Aparte de todo esto, Arkady, ¿hay algo que pueda usted hacer?

–Déjeme pensar. Significa trabajar en los cables. Significa encontrar algo que sirva de interruptores, y cable adicional, y quién sabe si funcionará o cuánto durará su funcionamiento si lo hace, y si no acabaremos peor de lo que estamos..., pero, sé lo que quiere decir. Si solamente pongo en marcha uno de los motores, será un impulso desequilibrado.

–Pero podrá gobernarlo, según el que ponga en funcionamiento.

–Lo intentaré, Natalya.

–¿Por qué no pensó en esto cuando estábamos en el capilar equivocado? Hubiera podido evitarme la pequeña molestia de estar a punto de morir haciendo girar la nave a mano.

–Si no hubiera sugerido, tan de prisa, que movería la nave a mano, a lo mejor se nos habría ocurrido..., aunque no hubiera sido una buena idea –concluyó Dezhnev.

–Y ¿por qué no?

–Estábamos en la corriente sanguínea. La nave está cuidadosamente diseñada para aprovecharse de ella y su superficie pensada para evitar turbulencias, lo que hace más difícil aún girarla para sacarla de la corriente. Hubiéramos tardado más que haciéndolo a mano..., y gastado mucha más energía. Hay que recordar también la estrechez del capilar. Aquí, ahora, no hay corriente y por haber sido tan miniaturizados disponemos de más espacio.

–Basta –ordenó Boranova–. Póngase a trabajar, Arkady.

Dezhnev obedeció. Se puso a revolver en una caja de herramientas, retirando una chapa de metal y estudiando al detalle los controles que había ahí dentro, y manteniendo durante todo el tiempo una especie de murmullo incoherente. Konev, con las manos cruzadas en la nuca, dijo sin volverse:

–Albert, háblenos de esas sensaciones que capta.

–¿Sensaciones?

–Nos estaba hablando de ellas justo antes de que la Gruta nos anunciara que nos había localizado en el capilar correcto. Me refiero a las sensaciones que experimentó cuando trataba de analizar las ondas del pensamiento.

–Ah... –musitó Morrison, mirando a Kaliinin.

Ésta movió apenas la cabeza. Muy disimuladamente apoyó un dedo en los labios.

–No tengo nada que decir. Tuve sensaciones vagas que no pude describir objetivamente. Pudo haber sido mi imaginación. Aquellos a quienes intenté explicárselo lo creyeron así.

–¿Y nunca publicó nada acerca de ello?

–Nunca. Me limité a mencionarlo de pasada en alguna convención y fue fatal. Si Shapirov y usted se enteraron fue solamente de oídas. De haberlo publicado, pudo haber resultado lo más parecido a un suicidio científico, que era lo último que deseaba.

–Mala suerte.

Morrison observó a Kaliinin de soslayo. Casi imperceptiblemente hizo un movimiento afirmativo, pero sin hablar... Era obvio que no podía decir nada sin que toda la nave se enterara.

Miró a su alrededor. Dezhnev estaba enfrascado en su trabajo hablando para sí. Konev miraba hacia delante, sumido en quién sabe qué tortuosos pensamientos. Boranova, detrás de Kaliinin, estudiaba la pantalla de su computadora cuidadosamente, y tomaba notas. Morrison no trató de leerlas..., sabía leer en inglés, del revés, pero no había llegado a tal facilidad con el ruso.

Solamente Kaliinin, a su izquierda, lo miraba.

Morrison apretó los labios y colocó su computadora en procesado de palabras. No tenía alfabeto cirílico, pero marcó las palabras rusas en fonética latina, ¿QUÉ OCURRE?

Ella titubeó tal vez por su falta de práctica en escritura latina. Luego sus dedos corrieron y en su pantalla, en cirílico, leyó: NO CONFÍE EN Él. NO DIGA NADA. Y se borró en seguida.

Morrison escribió:

–¿POR QUÉ?

–NO MALO, PERO PRIORIDAD, MÉRITO, HARÁ CUALQUIER COSA..., CUALQUIER COSA..., CUALQUIER COSA.

Las palabras desaparecieron y se quedó mirando fijamente hacia delante. Morrison la estudió, pensativo, ¿se trataba solamente de la venganza de una mujer traicionada?

En cualquier caso no importaba, porque no tenía la intención de hablar de nada que no hubiera dicho ya, o por escrito o de palabra. Él tampoco era malo, pero cuando la prioridad y el mérito entraban en juego, podía no hacer cualquier cosa..., cualquier cosa..., cualquier cosa..., pero haría bastante.

Por el momento, no había nada que hacer. O, quizás una cosa, que no tenía nada que ver con todo ello, pero que empezaba, solamente empezaba, a ocupar su mente excluyendo todo lo demás. Se volvió a Boranova, que seguía contemplando su instrumento mientras tamborileaba ligeramente sobre el brazo de su asiento, en pensativa concentración.

–¿Natalya?

–Sí, Albert –dijo sin levantar la vista.

–Lamento tener que introducir una nota de feo realismo pero... –bajó cuanto pudo la voz– estoy pensando en orinar.

Lo miró, le temblaron las comisuras de los labios, evitando sonreír. Pero no bajó la voz.

–¿Por qué pensarlo, Albert? Hágalo.

Morrison se sintió como un chiquillo levantando la mano para pedir permiso para salir de la habitación. No era razonable, lo sabía.

–No me gusta ser el primero.

Boranova arrugó la frente, casi como si fuera la maestra del caso.

–Eso es una tontería y, de todos modos, no es el primero. Yo ya me he ocupado de tal necesidad. –Y encogiéndose ligeramente de hombros añadió–: La tensión tiende a aumentar la necesidad, lo he experimentado varias veces.

También Morrison lo había experimentado. Musitó:

–Para usted no hay problema. Está sola en el asiento de atrás. –Y señaló hacia Kaliinin.

–¿Y? –Boranova sacudió la cabeza–. Seguro que no querrá que le improvise una cortina. Me cubriré los ojos con la mano. (Kaliinin los miró sorprendida.) Estoy segura de que lo ignorará por decencia y por el presentimiento de que, a no tardar, deseará que usted haga otro tanto.

Morrison estaba profundamente avergonzado porque ahora Kaliinin lo miraba, claramente comprensiva.

–Vamos, Albert –le dijo–, lo he tenido completamente desnudo en mi regazo. ¿A qué viene ahora esa modestia?

Morrison sonrió y esbozó un gesto de agradecimiento.

Intentó recordar cómo manejar la tapadera de su asiento, pero cuando lo recordó, encontró que se abría por deslizamiento haciendo un pequeño pero clarísimo «clic» (¡Irritantes soviéticos! Siempre retrasados en pequeñeces. Podrían haberlo diseñado para que se abriera silenciosamente.

También consiguió soltar la costura electrostática de su bragueta y al instante le preocupó la idea de si conseguiría cerrarla después.

Tan pronto abrió la tapadera del recipiente, sintió la corriente de aire desagradablemente fría sobre su piel. Suspiró sumamente aliviado cuando terminó. Después, consiguió volver a cerrar la bragueta y se quedó quieto, jadeando. Se dio cuenta de que habla estado conteniendo el aliento.

–Tome –dijo bruscamente Boranova.

Miró asombrado, por un momento, lo que le tendía. Reconoció que era una toallita dentro de un sobre. Rasgó el envoltorio y encontró que estaba húmeda y perfumada, y se limpió las manos en ella. (Era obvio que los soviéticos estaban aprendiendo pequeñas elegancias..., o decadencias, según ganara la batalla interior un remilgado o un impaciente.)

Y entonces se oyó la voz fuerte, algo gutural, de Dezhnev que resonó en el oído de Morrison después de tanto cuchicheo.

–Ya está.

–¿Qué es lo que está? –preguntó irritado asumiendo, maquinalmente, que se refería a sus funciones corporales.

–La puesta en marcha individual de los motores –respondió Dezhnev señalando con ambas manos en dirección a los controles–. Puedo poner en marcha uno, o dos, o los tres, si así lo deseo. Absolutamente seguro..., creo.

–¿En qué quedamos, Arkady? –saltó Boranova–. ¿Está completamente seguro o es cuestión de opinión?

–Ambas cosas. Es mi opinión que estoy completamente seguro. El problema es que mi opinión no siempre es acertada. Mi padre solía decir...

–Pienso que deberíamos probarlo –interrumpió Konev a fin de eliminar al padre de Dezhnev, quizá consciente de que lo hacía.

–Naturalmente –asintió Dezhnev–, no hace falta decirlo, pero como solía decir mi padre. –Y levantó la voz como decidido a que no le interrumpieran–: «Lo seguro sobre algo que no hace falta decir es que alguien va a decirlo» Y mejor que sepan...

Calló voluntariamente y Boranova insistió:

–¿Qué es lo que debemos saber?

–Varias cosas, Natasha. En primer lugar, gastaremos mucha energía para navegar. He hecho lo mejor que he podido, pero esta nave no está diseñada para esto. Después..., bueno, no podemos comunicarnos con la Gruta, ahora.

–¿Qué no podemos comunicarnos? –exclamó Kaliinin, casi chillando de sorpresa o indignación.

La voz de Boranova indicaba que estaba claramente indignada:

–¿Qué quiere decir eso de que no podemos comunicarnos?

–Venga, Natasha. No puedo aislar los motores sin cables, ¿no cree? El mejor ingeniero del mundo no puede hacer cables de la nada y no puedo fabricar chips de silicio de la nada tampoco. Había que desmontar algo y lo único que podía desmontar, sin inutilizar la nave, era el sistema de comunicaciones. Se lo comuniqué a la Gruta y oí gritos y lamentos, pero ¿cómo iban a impedírmelo? Así que ahora podemos navegar, creo..., y no podemos comunicarnos, lo sé.

Reinó el silencio, mientras la nave se ponía en marcha. Lo que los rodeaba era totalmente distinto ahora. En la corriente sanguínea había una barahúnda de objetos..., algunos arrastrándose por delante de la nave, otros siguiéndole lentamente, dependiendo de torbellinos y de aerodinamismo, suponía Morrison. Había una
sensación
de movimiento, aunque sólo fuera por lo que veían en las paredes..., placas de grasa en las arterias, baldosas en los capilares, que iban quedándose atrás.

Aquí, en el espacio intercelular, en cambio, había éxtasis. Ningún movimiento. Ninguna sensación de vida. La maraña de fibras de colágeno, parecía un bosque primitivo, hecho solamente de troncos, sin hojas, sin color; sin sonido, sin movimiento.

Other books

My Present Age by Guy Vanderhaeghe
Riña de Gatos. Madrid 1936 by Eduardo Mendoza
The Sleepwalkers by Christopher Clark
Weekend by Christopher Pike
Rio Grande Wedding by Ruth Wind
Marathon Man by Bill Rodgers
All That Burns by Ryan Graudin
Escape from Saigon by Andrea Warren