–Ya he recibido el informe –dijo Boranova, tranquila–. Por favor salga, Arkady. Deseo estar a solas con el profesor Albert Morrison.
–¿Es de fiar, Natasha?
–Creo que sí. Albert no es, en mi opinión, un hombre violento. ¿Estoy a salvo con usted, Albert?
Morrison habló virtualmente por primera vez en el día.
–Dejémonos de juegos, Natalya. ¿Qué es lo que quiere?
Boranova hizo un gesto perentorio con la mano y Dezhnev salió. Cuando la puerta se cerró tras él, preguntó:
–¿Por qué ha hecho esto? ¿Por qué ha tratado de intrigar con alguien que, usted creía, una agente que nos observaba? ¿Tan mal lo hemos tratado?
–Sí –respondió furioso–, lo han hecho. ¿Por qué no cabe en la cabeza de ninguno de ustedes que raptarme para traerme a la Unión Soviética no es precisamente algo que yo pueda apreciar? ¿Por qué esperan gratitud de mi parte? ¿Por qué no me rompieron la cabeza durante el secuestro? Probablemente lo hubieran hecho..., si mi cabeza, entera, no fuera valiosa para ustedes.
–Si su cabeza, sin romper, no hubiera sido valiosa para nosotros, lo habríamos dejado en paz. Lo sabe, y sabe la necesidad que nos empujó a hacerlo. Se lo hemos explicado detalladamente. Si solamente hubiera tratado de huir, lo comprendería, pero su método para llevar a cabo la huida podría haber destruido nuestro proyecto y quizá también a nosotros..., de haberlo conseguido. Confiaba en que nuestro Gobierno desaprobaría nuestras acciones y se mostraría abrumado. De ser así, ¿qué cree que nos hubiese ocurrido a nosotros?
Morrison apretó los labios y pareció turbado.
–No se me ocurrió otra forma de escapar. Habla de necesidades acuciantes. También las tenía yo.
–Albert, hemos intentado por todas las formas razonables de persuadirlo de que nos ayudara. No hemos utilizado la fuerza, ni amenazas de fuerza, ni molestias de ningún tipo desde que llegó aquí. ¿Es o no verdad?
–Supongo que sí.
–¿Lo supone? Es verdad. Pero todo ha fracasado. Pienso que sigue negándose a ayudarnos.
–Me sigo negando y seguiré negándome.
–Entonces, y contra mi voluntad, me veo obligado a dar el paso siguiente.
Un algo de miedo se agitó dentro de Morrison y el corazón le dio un vuelco, pero trató desesperadamente de parecer retador:
–¿Y de qué se trata?
–Quiere irse a casa, regresar a los Estados Unidos. Muy bien, si nuestra persuasión falla, regresará.
–¿Habla en serio?
–¿Le sorprende?
–Sí, me sorprende, pero lo acepto. Le tomo la palabra. ¿Cuándo me marcho?
–Tan pronto nos pongamos de acuerdo sobre la historia que vamos a contar.
–¿Dónde está el problema? Diga la verdad.
–Resultaría un poco difícil, Albert. Pondría en entredicho a mi Gobierno, que tendría que negar haber autorizado mi acción, y yo me vería metida en un gran lío. No creo que fuera razonable, por su parte, esperar a que yo hiciera tal cosa.
–¿Qué diría en cambio?
–Que vino por decisión propia, a fin de ayudarnos en nuestro proyecto.
Morrison sacudió con vehemencia la cabeza.
–Para mí resultaría tan difícil de admitir, como lo sería el secuestro para usted. Puede que éstos sean los buenos nuevos tiempos, pero las viejas costumbres tardan en morir y al público americano le resultaría más que sospechoso el que un científico americano fuera voluntariamente a la Unión Soviética para ayudarlos en sus cosas. Las viejas competencias persisten y tengo que pensar en todo momento en mi reputación.
–Sí, por supuesto, existe esta dificultad –admitió Boranova–, pero desde mi punto de vista preferiría que fuera usted el que tuviera dificultades, no yo.
–Pero yo no lo permitiré. ¿Supone que voy a dudar en decir la verdad con todo detalle?
–Pero, Albert –objetó Boranova–, ¿supone que alguien va a creerle?
–Naturalmente. El Gobierno americano sabe que usted me pidió que viniera a la Unión Soviética y que me negué. Para llegar aquí tuve que ser secuestrado.
–Me temo que su Gobierno americano no querrá admitirlo, Albert. ¿Les convendría decir que los agentes soviéticos habían sacado a un americano de su confortable habitación del hotel y se lo habían llevado por tierra, mar y aire sin que las fuerzas de la ley se dieran cuenta? Considerando la alta y moderna tecnología americana de la que sus compatriotas están tan orgullosos, sería confesar o bien incompetencia o una pequeña traición interior por parte de su Inteligencia. Creo que su Gobierno preferiría que todo el mundo creyera que vino voluntariamente a la Unión Soviética, además, recuerde que
ellos
querían que viniese aquí voluntariamente, ¿no es verdad?
Morrison no pronunció palabra.
–Evidentemente –prosiguió Boranova–. Querían que averiguara cuanto le fuera posible sobre la miniaturización. Va a tener que decirles que se negó a ser miniaturizado. De lo único que podrá hablarles es que era un pasatiempo por nuestra parte. Pensarán que lo engañamos cuidadosamente, y que les ha fallado de mala manera. No se sentirán obligados a ayudarlo.
Morrison le dio vueltas a la idea y por fin dijo:
–¿Se propone realmente dejarme en situación de que se me considere un espía y un traidor a mi país? ¿Es eso lo que se propone hacer?
–Eso, no, Albert. Diremos toda la verdad que podamos. En realidad nos gustaría
protegerlo,
aunque no ha mostrado deseos de protegernos. Explicaríamos que nuestro gran científico, Pyotr Shapirov, está en coma, que había hablado elogiosamente de sus teorías neurofísicas poco antes de que le sobreviniera la tragedia. Por consiguiente le visitamos y le rogamos que utilizara sus teorías y experiencia para ver si podía recuperarlo del estado de coma. No puede objetar nada a esto. Aparecería ante el mundo como un gran filántropo. Su Gobierno apoyaría esta versión. Lo protegería, desde luego, contra cualquier opinión embarazosa..., y a nuestro Gobierno, también. Y todo es casi verdad.
–Y de la miniaturización, ¿qué?
–Ahí es donde debemos evitar la verdad. No podemos mencionarla.
–Pero, ¿qué
me
impediría hacerlo?
–El hecho de que nadie le creería. ¿Aceptaba usted la miniaturización antes de verla con sus propios ojos? Tampoco su Gobierno querría propagar la idea de que la Unión Soviética ha conseguido la miniaturización. No querrían asustar al público americano hasta tener la certeza de que la Unión Soviética la tenía y, lo que es mejor, que los americanos también la tenían... Pero ya ve, Albert. Lo enviaremos a casa con una historia inocua que no menciona la miniaturización, y que no daña ni a su país ni al mío y lo pone a salvo de toda sospecha de ser un traidor. ¿Está satisfecho?
Morrison miró indeciso a Boranova y se mesó el cabello hasta que se lo dejó liso.
–Pero,
¿por qué
les dirá que me devuelve? También habrá que explicarlo. No puede decir que Shapirov se recuperó con mi ayuda, a menos que se recupere de verdad y pueda demostrarlo. Ni que murió antes de que pudiera llegar hasta él a menos que muera pronto, sino tendrá que explicar por qué sigue en coma o por qué, quizás, ha vuelto a la vida. No puede ocultar la situación eternamente.
–Éste
es
un problema que nos preocupa, Albert, y su Inteligencia se ha dado cuenta. Al fin y al cabo, lo devolvemos pocos días después de su llegada, ¿y por qué? La única razón lógica es, me temo, que hemos descubierto que es usted un charlatán. Lo trajimos con muchas esperanzas por nuestro querido Shapirov, pero en un abrir y cerrar de ojos resultó que sus ideas eran tonterías incoherentes y, muy decepcionados, lo devolvimos. Esto no le hará ningún daño, Albert. Ser un charlatán no es lo mismo que ser un espía.
–No se haga la inocente, Natalya. No puede hacerme esto.
La ira lo había puesto lívido.
–Pero, tiene sentido, ¿no cree? Sus propios colegas no le toman en serio. Se ríen de sus teorías. Coincidirían con nosotros en que sus sugerencias neurológicas son pura incoherencia. Estaríamos un poco avergonzados por haberlo tomado en serio, pero fue realmente Shapirov el que le tenía en tanta estima. Claro que él, sin que nosotros nos diéramos cuenta, estaba al borde del ataque y de su total derrumbe mental; no debemos censurarlo por su loca admiración hacia usted.
–¡Pero no pueden presentarme como un payaso! –A Morrison le temblaban los labios–. No puede arruinar así mi reputación.
–¿De qué reputación me habla, Albert? Su esposa lo ha abandonado y cierta gente piensa que fue porque al basar su carrera en sus locas ideas, no lo pudo soportar más. Hemos oído decir que no le van a renovar el nombramiento, y que no ha conseguido encontrar otro puesto. Está acabado como científico y en todo caso nuestra historia no haría sino confirmar lo que ya se conoce. Tal vez encuentre otro modo de ganarse la vida..., fuera de la Ciencia. Probablemente, habría tenido que hacerlo, aunque nosotros no lo hubiéramos buscado. Es la única consolación.
–Pero está mintiendo. Sabe que miente, Natalya. ¿Desconoce la ética? ¿Puede un científico respetable hacerle esto a un honorable colega?
–Ayer no se inmutó con mis abstracciones, Albert, y hoy yo me siento, en consecuencia, totalmente ajena a ellas.
–Algún día los científicos descubrirán que yo tenía razón. ¿Qué cara pondrá usted entonces?
–Para entonces estaremos todos muertos, además, ya sabe que no es así como funcionan las cosas. Franz Antón Mesmer, aunque descubrió el hipnotismo, se le tuvo por un embaucador y un charlatán. Cuando James Braid redescubrió el hipnotismo, se llevó todo el mérito y Mesmer siguió siendo considerado un charlatán. Además, ¿mentimos realmente al tratarle a usted de charlatán?
–¡Claro que sí!
–A ver, razonemos. ¿Por qué se niega a aventurarse en un experimento de miniaturización que puede permitirle dejar sus teorías establecidas y que probablemente aumentará su conocimiento del cerebro por órdenes completos de magnitud? Esta negativa sólo puede originarse en su propio conocimiento de que sus teorías son falsas, y que es usted un loco o un embaucador, o ambas cosas, y que no quiere que se confirme sin la menor duda, como ocurriría si se sometiera a la miniaturización.
–No es verdad.
–¿Espera que creamos que no se deja miniaturizar simplemente porque tiene miedo? ¿Que rechaza la oportunidad de conocimientos, gloria, fama, victoria, de venganza después de tantos años de desprecio..., todo porque está asustado? Vamos, no podemos pensar tan mal de usted, Albert. Tiene más sentido creer que es usted un embaucador; y no dudaremos en proclamarlo así.
–En mi país no creerán en el libelo soviético contra un científico americano.
–Oh, Albert, pues claro que lo creerán. Cuando lo devolvamos, con nuestra explicación, aparecerá todo en los periódicos americanos. En todos ellos. Son los más emprendedores del mundo y los
más libres,
como les encanta decir, significando con ello que hacen su propia ley. Se enorgullecen de ello y nunca se cansan de compararse con nuestra Prensa más tranquila. Ésta va a ser para ellos una historia preciosa: «Charlatán americano engaña a estúpidos soviéticos» Ya puedo ver los titulares. La verdad, Albert, puede ganar mucho dinero en su circuito americano de conferencias. Por ejemplo: «Cómo embauqué a los soviéticos» Entonces les contará todas las ridiculeces que nos quiso hacer creer antes de que lo desenmascaráramos y sus oyentes se desternillarán de risa hasta ponerse histéricos.
–Natalya, ¿por qué me hace esto? –dijo con apenas un hilo de voz.
–
¿Yo?
Yo no hago nada.
Usted
lo hace. Quiere ir a casa y como hemos fracasado en hacerle aceptar la miniaturización, no nos queda otra elección. De todos modos, una vez aceptemos mandarlo a su país, lo demás lógicamente debe seguir, paso a paso.
–Pero en este caso, no puedo volver. No puedo tener mi vida destrozada más allá de toda posibilidad de arreglo.
–¿Y a quién le importa, Albert? ¿A su mujer, separada? ¿A sus hijas que ya no lo conocen y que además pueden incluso cambiarse el apellido? ¿Su Universidad, que lo despide? ¿Sus colegas, que se ríen de usted? ¿Su Gobierno, que lo ha abandonado? No sufra. A nadie le importará. De momento una risotada por todo el país. Luego lo olvidarán para siempre. Morirá sin que eventualmente ponga una nota necrológica; excepto en aquellos periódicos que no pongan objeción al mal gusto de desenterrar una vieja noticia cómica para sacar unas carcajadas más, que lo acompañen a la tumba.
Morrison sacudió la cabeza con desesperación.
–No puedo volver.
–Debe hacerlo. A menos que esté dispuesto a ayudarnos; y como no es así, no puede quedarse.
–Pero no puedo volver en estas condiciones.
–¿Cuál es la alternativa?
Morrison miró fijamente a la mujer que lo observaba tan preocupada. Musitó:
–Acepto la alternativa.
Boranova lo contempló largo rato:
–No quisiera equivocarme, Albert. Diga claramente lo que acepta.
–Está claro. O consiento ser miniaturizado o consiento ser destruido. ¿No es eso?
–Es un modo muy duro de decirlo, prefiero planteárselo así: o acepta ayudarnos, a mediodía, o se encontrará en un avión camino de los Estados Unidos, a las 2 p.m. ¿Qué me dice? Ahora son las 11 a.m. Le queda una hora para decidirse.
–¿Qué importa? En una hora no va a cambiar nada. Seré miniaturizado.
–
Seremos
miniaturizados. No estará solo. –Boranova alargó la mano y oprimió un botón sobre la mesa.
Dezhnev entró:
–Bien, Albert. Tiene usted un aspecto tan triste, tan ajado, que sospecho que ha decidido ayudarnos.
–Es innecesario hacer comentarios sarcásticos –intervino Boranova–. Albert nos ayudará y estaremos agradecidos por su ayuda. Su decisión ha sido voluntaria.
–Claro que sí –rezongó Dezhnev–. Cómo se lo ha arrancado esta vez, Natasha, no sabría decirlo, pero sabía que lo conseguiría... Y debo felicitarlo, Albert. Le ha llevado bastante, más aún de lo que suponía.
Morrison los miraba sin ver. Sentía como si se hubiera tragado un témpano completo..., uno que no se fundía sino que reducía la temperatura de su abdomen a bajo cero.
En todo caso, estaba temblando.
Ningún viaje es peligroso para el que dice adiós desde la playa.
DEZHNEV, padre
Morrison se sintió como entumecido durante todo el almuerzo pero, curiosamente, la presión había desaparecido. No había voces decididas presionándolo, ni intensidad en explicaciones y persuasión; ni sonrisas intencionadas, ni cabezas juntas.