–Era un físico. Incluso su familia venía en segundo lugar. Si podemos percibir palabras en esas ondas sképticas, serán palabras relacionadas con la física.
–¿Lo cree así?
–Positivamente.
Ambos callaron y por unos minutos no hubo el menor ruido en la nave. De pronto, Boranova dijo:
–He desminiaturizado la nave al tamaño de proteína y he detenido el proceso.
Transcurrieron unos instantes. Y Dezhnev con la garganta agarrotada, logró decir:
–¿Está todo bien, Natasha?
–El mero hecho de que pueda hacerme esta pregunta, Arkady, es una respuesta positiva. La desminiaturización ha sido detenida sin incidentes.
Les sonrió, pero se notaba un rastro brillante, de sudor, en el nacimiento del cabello.
La superficie de la célula glial se extendía aún más allá de donde llegaba la luz de la nave; pero había cambiado de aspecto. Las cúpulas y salientes se habían transformado en un tejido fino. Las cuerdas tendidas entre las cúpulas se habían vuelto filamentos casi imposibles de descubrir al avanzar la nave rápidamente en la superficie.
La atención de Morrison estaba dedicada, sobre todo, a su computadora mientras vigilaba que las ondas sképticas no disminuyeran de intensidad. Periódicamente, sin embargo, no podía evitar desviar la mirada y contemplar el panorama exterior.
Ocasionalmente, surgía de la superficie de la célula el típico proceso dendrítico de una célula nerviosa..., incluso una que fuera simplemente una glía subsidiaria. Estaban ramificadas y subramificadas como un árbol en invierno, surgiendo de la membrana de la célula.
Incluso con el tamaño nuevo y mayor de la nave, las dendritas eran grandes cuando emergían de la célula. Eran como troncos de árbol que, no obstante, se estrechaban rápidamente y se volvían flexibles. Al carecer de la rigidez de las fibras de cartílago, se balanceaban en la marea provocada por el avance de la nave a través del fluido extracelular. Se balanceaban, en efecto, al acercarse la nave y Dezhnev casi no tenía que hacer nada para esquivarlas. Se doblaban a un lado y la nave pasaba, segura, entre ellas.
Las fibras de colágeno eran más escasas en el entorno inmediato de la célula y, gracias al mayor tamaño de la nave, resultaban más delgadas y
más
frágiles. En una ocasión, Dezhnev, o no vio lo que apareció directamente delante de la nave, o no le importó lo que era. La nave pasó rozando de un modo que la trajo frente al asiento de Morrison, éste se encogió al ocurrir la colisión, pero la nave no sufrió daños. Fue la fibra de colágeno la que se dobló, se partió y quedó colgando. La cabeza de Morrison se volvió y sus ojos siguieron la fibra rota durante el segundo que permaneció a la vista antes de alejarse flotando.
Boranova debió haberla visto también y se fijó en la reacción de Morrison, porque le dijo:
–No hay motivo de preocupación. Hay billones de estas fibras repartidas por todo el cerebro, así que una más o menos carece de importancia. Además, se curan..., incluso en un cerebro tan dañado como el de Shapirov.
–Sí, lo supongo, pero no puedo evitar pensar que estamos destrozando, sin ningún derecho, un mecanismo infinitamente delicado no previsto para ser invadido tecnológicamente.
–Aprecio sus sentimientos –dijo Boranova–, pero casi nada en el mundo parece haber sido creado por procesos geológicos y biológicos sin alguna aparente previsión de interferencia, humana. La Humanidad hace mucho daño a la Tierra y a la vida, a veces a sabiendas... Casualmente, tengo sed, ¿y usted?
–Desde luego –contestó Morrison.
–Encontrará una taza en el pequeño hueco debajo del brazo derecho de su asiento. Pásemela.
Distribuyó agua a los cinco, diciendo tranquilamente:
–No tenemos escasez de agua, de modo que si quieren repetir, díganlo.
Dezhnev miró su taza con cierto asco. Sin dejar los controles la olió y dijo:
–Mi padre solía decir: «No hay mejor bebida que el agua pura, siempre y cuando uno se dé cuenta de que el agente purificador es el alcohol»
–Claro, Arkady –le respondió Boranova–. Estoy completamente segura de que su padre purificaba su agua con frecuencia; pero aquí, en la nave, usted con sus manos en los controles, beberá el agua sin purificar.
–Todos tenemos que sufrir privaciones de vez en cuando. –Y se bebió el agua haciendo una mueca.
Podía ser el efecto del agua lo que obligó a Kaliinin a buscar algo entre las piernas. Morrison tardó un instante en darse cuenta de que le había llegado el turno de orinar, así que volvió la cabeza hacia la ventana y esperó a ver si otra fibra de colágeno se deslizaría por el costado. Boranova les dijo:
–Estrictamente hablando, supongo que es hora de almorzar. Podríamos obviarlo, pero...
–¿Pero qué? –preguntó Dezhnev–. ¿Un buen plato de humeante
borscht
con crema agria?
–Lo que he entrado de contrabando, en contra del reglamento, es algo de chocolate..., muchas calorías, nada de fibras.
Kaliinin, que había tirado su pequeña toallita de papel húmeda y perfumada, agitaba las manos para que se le secaran. Comentó.
–Nos estropeará los dientes.
–No inmediatamente y puede enjuagarse la boca con un poco de agua para eliminar los residuos de azúcar. ¿Quién quiere un poco?
Se alzaron cuatro manos y Kaliinin no fue la última. A Morrison le encantó. Le gustaba mucho el chocolate y lo fue chupando para que le durara más. El sabor le recordó dolorosamente su infancia, en los alrededores de Muncie.
El chocolate se había terminado cuando Konev dijo a Morrison en voz baja:
–¿Ha sentido algo mientras rozábamos la célula glial?
–No –respondió Morrison diciendo la verdad–. ¿Y usted?
–Me lo pareció. Las palabras «prados verdes» cruzaron mi mente.
Morrison no pudo evitar decir «Hunun» y pareció perderse en sus pensamientos.
–¿Qué? –insistió Konev.
–Las palabras cruzan la mente todo el tiempo. Se oye algo, de refilón por decirlo así, y más tarde penetra en su consciencia; o una corriente de pensamientos conscientes invaden la mente y sobresale una frase; o puede experimentar una alucinación auditiva de un tipo u otro.
–Cruzó mi mente mientras estaba contemplando su computadora y concentrándome.
–Querría percibir algo, supongo, y en respuesta algo apareció rápidamente por su mente. El mismo efecto ocurre en los sueños.
–No. Esto era real.
–¿Cómo puede asegurarlo, Yuri...? Yo no percibí tal cosa. ¿Supone que alguien más pudo hacerlo?
–No podrían. Nadie más estaba concentrado en su computadora. Quizá nadie más en la nave tiene un cerebro suficientemente parecido al de usted para sentir en su longitud de onda, por así decirlo.
–Pura conjetura. Además, ¿qué significa la frase?
–¿Prados verdes? Shapirov tenía una casa en el campo. Podría recordar los prados verdes.
–Podría haber proporcionado la imagen y usted proporcionaría las palabras.
Konev arrugó la frente, guardó silencio y luego, claramente hostil, dijo:
–¿Por qué se opone de tal modo a la posibilidad de captar un mensaje?
Morrison decidió mostrarse igualmente hostil.
–Porque me han crucificado por informar acerca de estas percepciones. He sido ridiculizado durante largo tiempo y me he vuelto cauto. Una imagen de una mujer y dos niños, no nos dice nada. Ni una frase como «prados verdes» Si informa de ello, ¿cómo puede aislarlo de una imagen o frase autogeneradas? Óigame, Yuri, una sugerencia para ser útil debe estar vaga e indirectamente ligada con la relación entre el quantum y la relatividad. Eso podemos anunciarlo. Cualquier cosa inferior a eso no provocará la credibilidad. Solamente logrará perjudicarnos. Hablo por experiencia.
–Y si
usted
logra oír algo vital, algo que se relacione con nuestro proyecto, ¿se lo callará quizás?
–¿Por qué iba a hacerlo? Si percibo algo, en física, relacionado con la miniaturización, carecería de la base para comprenderlo y si me lo callara no me serviría de nada. Si compartimos un resultado útil, esta computadora sigue siendo mi máquina y está activada por mis teorías. Yo soy el que tendrá mayor participación en el mérito. Pero no me lo guardaré para mí solo, Yuri. Tanto mi propio interés como mi honor de científico me impedirían hacerlo... ¿Y usted, qué?
–Naturalmente, compartiré cuanto perciba, acabo de hacerlo ahora.
–No me refiero a «prados verdes» Esto es una tontería. Suponga que percibe algo muy significativo y yo no. ¿No se le ocurriría pensar que su conocimiento sería un secreto de Estado, como es la miniaturización? ¿Me confiaría entonces su conocimiento y se arriesgaría a la indignación del Comité Central de Coordinación?
Habían estado hablando en voz baja, con las cabezas juntas, pero el oído de Boranova captó la palabra clave:
–¿Política, caballeros? –preguntó glacial.
–Estamos discutiendo los posibles usos de la máquina de Albert, Natalya. Si me entero de algo importante sobre las ondas sképticas de Shapirov y Albert no, piensa que voy a guardármelo sin comunicárselo, alegando que es un secreto de Estado.
–Y tal vez lo sea –dijo Boranova.
–Necesitamos la cooperación de Albert –arguyó Konev–. Son su computadora y su programa, y estoy seguro de que sabe manejarlos más que eficientemente. Si no está completamente seguro de nuestra sinceridad y buena voluntad, puede arreglárselas para que no percibamos nada. Estoy dispuesto a compartir con él todo lo que yo sienta y él hará lo mismo.
–Puede no gustar al Comité, como el propio Albert ha indicado.
–Voy a demostrarte cuánto te quiero, Yuri –rezongó Dezhnev–. No te denunciaré.
–Natalya, estoy de acuerdo en que debemos ser sinceros con Albert –intervino Kaliinin– ya que exigimos que él lo sea con nosotros. Utilizando su propio instrumento con el que ya tiene experiencia, es más que probable que encuentre algo útil antes que nosotros. Una política de
quid pro quo
puede sernos más ventajosa a nosotros que a él. ¿No es verdad, Albert?
Morrison asintió.
–Precisamente lo estaba pensando y lo hubiera mencionado si tuviera la impresión de que iban a decirme que ser sinceros conmigo iba en contra de la política gubernamental.
–Bueno, aguardemos los acontecimientos –aconsejó Boranova.
Y la tensión cedió.
Morrison continuó sumido en sus pensamientos, contemplando abstraído su computadora. Y de pronto anunció Dezhnev:
–Tenemos otra célula delante..., a uno o dos kilómetros. Parece como si fuera mayor que la que hemos dejado atrás. ¿Es una neurona, Yuri?
Konev, que parecía ensimismado en sus problemas, despertó de pronto:
–Albert, ¿qué dice su máquina? ¿Es una neurona?
Morrison ocupado con su ordenador, contestó:
–Debe serlo. Nunca hasta ahora he visto las ondas sképticas tan acusadas.
–¡Estupendo! –exclamó Dezhnev–. ¿Y ahora qué?
Kaliinin miró pensativa la superficie de la célula que tenía delante y comentó:
–Natalya, tendremos que miniaturizarnos otra vez al tamaño de la glucosa. Arkady, sitúenos entre las dentritas de modo que podamos llegar a la superficie del cuerpo de la célula.
Morrison también observaba la superficie. Las dentritas eran mucho más complicadas que las glías. La más cercana estaba ramificada y vuelta a ramificar hasta parecer una fronda vellosa que se perdía más allá del alcance de la luz de la nave. Otras, más alejadas, se veían más borrosas y más pequeñas.
Morrison sospechó que la vellosidad era en parte debida al movimiento browniano. Pero seguro que esto no iba a continuar así. Probablemente cada extremo de las ramificaciones, cada ramilla, se encontraba con otra parecida o alguna neurona vecina con la que formar aquel nexo íntimo llamado sinapsis. El movimiento de la ramilla no sería suficiente para romper el contacto, o el cerebro no podría llevar a cabo su trabajo.
Dezhnev hizo que la nave se aproximara a la superficie del cuerpo de la célula, deslizándose despacio más allá de la dendrita más cercana (estaba aprendiendo a manejar perfectamente el desequilibrio de los motores individuales, pensó Morrison) y, al hacerlo, éste creyó observar que la superficie de la neurona cambiaba de carácter.
Evidentemente, no podía ser de otro modo, puesto que la nave estaba miniaturizándose nuevamente. Los salientes de la superficie se hacían más prominentes y volvían a dividirla en cúpulas. Entre las cúpulas fosfolipídicas, los filamentos se volvían cuerdas. «Receptores», se dijo Morrison. Cada uno de ellos estaba diseñado para enlazarse a una determinada molécula que sería útil a la neurona y, ciertamente, la glucosa sería la más útil de todas.
El cambio descendente fue considerablemente más rápido que el ascendente. Absorber energía era sencillo, mientras que la energía desprendida de la desminiaturización resultaba peligrosa. Morrison lo comprendía ya perfectamente.
Kaliinin, preocupada comentó:
–Ignoro cuáles receptores son para la glucosa, pero la mayoría de ellos deben serlo. Pase rozándolos, despacio, Arkady..., muy despacio. Si quedamos enganchados no quiero que nos arranquemos..., ni que los arranquemos a ellos.
–Ningún problema, pequeña Sofía. Si apago los motores, la nave se detiene al instante. No puede abrirse paso fácilmente por entre los átomos gigantes que nos rodean. Son demasiado viscosos. Así que le daré un toquecito de energía, lo bastante para empujarnos pasadas las moléculas de agua y cruzaremos de puntillas por entre los receptores.
–«A través de los tulipanes» –murmuró Morrison, mirando a Konev.
–¿Qué? –preguntó Konev malhumorado y perplejo a la vez.
–Es una frase que cruzó por mi cabeza. Hay una viaje canción titulada «Pasa de puntillas por entre los tulipanes, conmigo» En inglés las palabras...
–¿Qué tonterías está diciendo? –exclamó Konev.
–Estoy tratando de hacerle notar que siempre que alguien me dice «de puntillas», automáticamente surge en mi mente la frase «a través de los tulipanes» Si estoy concentrado en mi computadora cuando alguien dice «puntillas» seguiré oyendo la frase en mi mente y esto no significará que la capte en las ondas sképticas de la computadora. ¿Entiende lo que quiero decir?
–Habla por hablar –refunfuñó Konev–. Déjeme en paz.
Pero, según Morrison, parecía impresionado. Había captado la intención.
Ahora se hallaban moviéndose paralelamente a la superficie de la neurona. Los receptores se balanceaban dulcemente y Morrison se dio cuenta de que no podía distinguir los que estaban vacíos de los que se habían adherido a alguna de las moléculas que se movían, lo mismo que ellos, en el fluido extracelular.