–Incluso esto sería suficiente –observó Boranova–, pero no juzgue una técnica por su fase inicial. Tenemos la esperanza de aprender cómo superar estos enormes cambios de energía, cómo encontrar métodos de miniaturización y de desminiaturización que resulten más eficientes. ¿Acaso debe tener que pasar todo el cambio de energía de los campos electromagnéticos a la miniaturización y de ahí al calor de la desminiaturización? ¿No podría la desminiaturización quedar en cierto modo obligada a desprender energía como, de nuevo, los campos electromagnéticos? Quizá resultaría más fácil de manejar.
–¿Han revocado la segunda ley de la termodinámica? –preguntó Morrison exageradamente cortés.
–En absoluto. No pretendemos una imposible conversión al cien por cien. Si podemos convertir un setenta y cinco por ciento de la energía de la desminiaturización en un campo electromagnético, o solamente un veinticinco por ciento, sería un gran adelanto sobre la situación actual. No obstante, cabe la esperanza de lograr una técnica mucho más sutil y bastante más eficaz, y ahí es donde
entra usted.
Morrison abrió los ojos.
–¿Yo? Yo no sé nada de esto. ¿Por qué elegirme a mí para salvarlos? Un niño pequeño les habría servido de igual modo.
–En absoluto. Sabemos lo que está haciendo. Vamos, doctor Morrison, usted y yo pasaremos a mi despacho mientras Sofía y Arkady empiezan el aburrido proceso de recuperar a
Katinka.
Allí le mostraré que sus conocimientos son suficientes para ayudarnos a que la miniaturización sea eficaz y por consiguiente una aventura comercialmente práctica. En realidad, verá claramente que usted es la
única
persona que puede ayudarnos.
La vida es agradable. La muerte tranquila. Lo molesto es la transición.
DEZHNEV, padre
–Esto –anunció Natalya Boranova– es mi propio sector de la Gruta.
Se sentó en un sillón algo destartalado que (Morrison imaginó) debía encontrar perfectamente cómodo, habiendo conseguido amoldarlo a su cuerpo a lo largo de los años.
Él se sentó en otro, más pequeño y más austero, con un asiento cubierto de raso pero que era menos confortable de lo que parecía. Miró a su alrededor con una aguda sensación de nostalgia. De algún modo le recordaba su propio despacho. Había la instalación de la computadora y una gran pantalla (la de Boranova era más rebuscada que la suya, el estilo soviético tendía a la ornamentación y Morrison sintió una curiosidad momentánea por aquello, aunque la apartó por considerarla trivial).
También veía la misma tendencia al desorden en los montones de copias, el mismo olor que despedían, el mismo libro anticuado entre las cassettes. Morrison se esforzó por leer el título de uno de ellos, pero estaba demasiado lejos y demasiado gastado para conseguirlo (los libros siempre tenían un aspecto anticuado aunque fueran nuevos). Tuvo la impresión de que era una gramática inglesa, lo que no le habría sorprendido. Él tenía también varios clásicos rusos en su laboratorio para refrescar ocasionalmente el idioma.
–Estamos solos –comentó Boranova–. Ni nos oirá nadie, ni nos molestarán. Más tarde pediremos que nos traigan el almuerzo aquí.
Boranova aceptó el comentario por lo que valía.
–En absoluto. Y ahora, doctor Morrison, no he podido evitar fijarme en que Arkady lo llama por su nombre. Él es, hasta cierto punto, un individuo inculto y dado a presumir. ¿Puedo volver a pedirle que, pese a las condiciones en que ha sido traído aquí, seamos tolerantes e informales en nuestro trato?
Morrison lo meditó:
–Bien, llámeme Albert. Pero será simplemente por conveniencia y no como signo de amistad. No es fácil que me olvide de mi secuestro.
Boranova se aclaró la garganta.
–Intenté persuadirle para que viniera por su propia voluntad. Si la necesidad no hubiera sido tan acuciante, no habríamos llegado tan lejos.
–Si se siente turbada por lo que ha hecho, devuélvame a los Estados Unidos. Hágalo y me esforzaré por olvidar este episodio y no me quejaré a mi Gobierno.
Boranova sacudió lentamente la cabeza.
–Sabe que no puedo hacerlo. La necesidad sigue vigente. Dentro de poco, verá por qué se lo digo. Pero, entretanto, Albert, hablemos, sin necedad, como parte de una familia de la Ciencia universal, que está por encima de las cuestiones de nacionalidad y demás distinciones artificiales entre seres humanos. Supongo que ahora ya ha aceptado la realidad de la miniaturización.
–Tengo que aceptarla –asintió Morrison a disgusto.
–¿Y comprende nuestro problema?
–Sí. Es excesivamente caro en energía.
–Imagine, sin embargo, que bajáramos drásticamente el costo de la energía. Imagine que pudiéramos llevar a cabo la miniaturización enchufando simplemente un cable y sin consumir más energía que la que consumiría una tostadora.
–Naturalmente. Pero por lo visto no puede hacerse. O, en todo caso, ustedes no pueden hacerlo. ¿Por qué, entonces, tanto secreto? ¿Por qué no publicar lo que llevan hecho y agradecer las contribuciones del resto de la familia científica? El secreto parece indicar que la Unión Soviética está planeando utilizar la miniaturización como arma, de un tipo u otro, lo bastante poderosa para hacer que su país crea posible romper los acuerdos actuales y mutuos que han conducido a la paz y a la cooperación de todo el mundo en las dos últimas generaciones.
–No es así. La Unión Soviética no trata de establecer una hegemonía mundial.
–Espero que no. Pero, si la Unión Soviética busca mantener el secreto, es comprensible que otras unidades de la alianza global empiecen a preguntarse si no estará buscando conquistar.
–Los Estados Unidos tienen sus secretos, ¿no es verdad?
–Lo ignoro. No soy un confidente del Gobierno americano. Si
tiene
secretos, y me figuro que los tendrá, tampoco lo apruebo. Pero dígame, ¿por qué hay necesidad de tener secretos? ¿Qué importa que ustedes desarrollen la miniaturización, o nosotros, o ambos en combinación..., o los africanos, si le parece? Nosotros, los americanos, inventamos el aeroplano y el teléfono, pero ustedes tienen ambas cosas. Nosotros fuimos los primeros en llegar a la Luna, pero ustedes disfrutan a pleno uso de las colonias lunares. Ustedes, por su parte, fueron los primeros en solucionar el problema de la fusión energética y los primeros en montar una estación de energía solar en el espacio, y nosotros nos beneficiamos de ambas cosas.
–Todo lo que dice es verdad. Sin embargo, desde hace más de un siglo, el mundo ha dado por sentado que la tecnología americana es superior a la tecnología soviética. Esto nos produce una irritación constante, y si, en algo tan básico y totalmente revolucionario como es la miniaturización, quedara claramente establecido que la Unión Soviética iba a la cabeza, sería sumamente gratificante para nosotros.
–¿Y la familia científica global, a la que alude? ¿Es usted miembro de ella o solamente una científica soviética?
–Soy ambas cosas –respondió Boranova con un deje de irritación–. Si la decisión fuese mía, quizá proclamaría nuestro descubrimiento al mundo. No obstante, la decisión no es mía. Es cosa de mi Gobierno y le debo lealtad. Tampoco ustedes, los americanos, nos lo ponen fácil. Sus constantes y estentóreas insinuaciones de superioridad americana, nos fuerzan a una actitud defensiva.
–Pero, ¿no herirá el orgullo soviético, en cuanto a sus logros, tener que contar con un americano como yo para ayudarlos?
–Pues sí, agria un poco la leche, pero por lo menos proporcionará a los americanos una participación en el éxito, que le reconoceremos, Albert. Quedará usted como un verdadero patriota americano y mejorará su reputación. Si nos ayuda.
–¿Un soborno? –sonrió amargamente Morrison.
–Si es así como lo interpreta –dijo Boranova encogiéndose de hombros– no puedo impedírselo. Pero hablemos amistosamente y veamos qué sacamos de ello.
–En este caso, empiece por darme cierta información. Ahora que me veo obligado a creer en la miniaturización, y que ésta es posible, ¿puede hablarme de la física básica? Siento curiosidad.
–Ya debería comprenderlo, Albert. Sería peligroso para usted saber demasiado. ¿Cómo podríamos entonces dejarle regresar a su país...? Además, aunque puedo operar el sistema de miniaturización, ni siquiera yo conozco lo fundamental. Si fuera así, nuestro Gobierno no podría arriesgarse a dejarme visitar los Estados Unidos.
–¿Quiere decir que podríamos secuestrarla como hicieron ustedes conmigo? ¿Cree que los Estados Unidos raptan a la gente?
–Estoy absolutamente segura de que sí, si la necesidad lo hiciera necesario.
–¿Y quiénes son los que
conocen
lo fundamental de la miniaturización?
–Eso es también algo que, en términos generales, es mejor que usted ignore. No obstante, puedo levantar algo la cortina. Pyotr Shapirov es uno de ellos.
–
¡Pete el Loco!
–exclamó Morrison sonriendo–. No me sorprende.
–No debe sorprenderlo. Estoy segura de que su «loco» es una de sus bromas, pero fue él quien encontró primero la racional básica tras la miniaturización. Claro que –añadió pensativa– tal vez hiciera falta cierta dosis de locura..., o por lo menos, cierta idiosincrasia de pensamiento. También es Shapirov el que sugirió primero un método para conseguir la miniaturización con un gasto mínimo de energía.
–¿Cómo? ¿Convirtiendo la desminiaturización en un campo electromagnético?
Boranova hizo una mueca.
–Me limitaba a darle un ejemplo. El método de Shapirov es bastante más sutil.
–¿Puede explicarse?
–Sólo por encima. Shapirov señala que los dos grandes aspectos de la teoría unificada del Universo, el aspecto
quantum y
la relatividad, dependen, ambos, de una constante que establece un límite. La teoría del
quantum
es la constante de Planck, que es muy pequeña, pero no cero. En relatividad, es la velocidad de la luz, que es muy grande pero no infinita La constante de Planck establece un límite bajo a la cantidad de transferencia de energía, y la velocidad de la luz establece un límite superior a la velocidad de transmisión de información. Shapirov sostiene, además, que ambas están relacionadas. En otras palabras, si la constante de Planck disminuye, la velocidad de la luz aumentaría. Si la constante de Planck se redujera a cero, la velocidad de la luz sería entonces infinita.
–En cuyo caso –interrumpió Morrison– el Universo sería newtoniano en sus propiedades.
Boranova asintió:
–Sí. Según Shapirov, la razón del enorme consumo de energía en la miniaturización, es que los dos límites no se acoplan, que la constante de Planck disminuye sin que la velocidad de la luz aumente. Si los dos se acoplaran, entonces la energía pasaría desde el límite-de-velocidad-de-la-luz al límite de la constante de Planck durante la miniaturización y, en dirección contraria, durante la desminiaturización, de modo que la velocidad de la luz aumentaría al avanzar la miniaturización y descendería en la desminiaturización. La actividad sería de casi un cien por cien. Entonces se necesitaría muy poca energía para miniaturizar y la reexpansión tendría lugar muy de prisa.
–¿Sabe Shapirov cómo poder llevar a cabo la miniaturización y la desminiaturización con los dos límites acoplados?
–Dijo que sí.
–¿Dijo? ¿En tiempo pasado? ¿Significa esto que ha cambiado de opinión?
–No exactamente.
–Entonces, ¿qué ha hecho?
Boranova titubeó, pero casi suplicante dijo:
–Albert, no vaya demasiado aprisa. Quiero que reflexione. Sabe que la miniaturización funciona. Sabe que es posible, aunque no práctica. Sabe que sería un gran bien para la Humanidad y le he asegurado que no la queremos para usos bélicos o destructivos. Una vez que sepamos que nuestra precedencia nacional es reconocida, y lo queremos por razones psicológicas, como le he dicho francamente, estoy segura de que compartiremos la miniaturización con todas las divisiones del Globo.
–¿De veras, Natalya? ¿Confiarían, usted y su nación, en los Estados Unidos si la situación fuese a la inversa?
–¡Confiar! –suspiró profundamente Boranova–. No se da naturalmente en nadie. La debilidad de la Humanidad consiste en que pensamos constantemente lo peor de los demás. No obstante, la confianza debe empezar por alguna parte o el frágil acuerdo de cooperación del que hemos disfrutado durante tanto tiempo se hará añicos y volveremos al siglo XX con todos sus horrores. Dado que los Estados Unidos están tan convencidos de que son la nación más fuerte y más avanzada, ¿no debería ser ella la primera en arriesgarse a confiar?
–No puedo responder a eso –exclamó Morrison abriendo los brazos–. Soy un simple ciudadano y no represento a mi nación.
–Como simple ciudadano puede ayudarnos, sabiendo que no está haciendo daño a su país.
–No puedo saber tal cosa. Sólo tengo su palabra y tampoco creo que represente usted a su país, como yo al mío. Pero esto es irrelevante, Natalya. Incluso si quisiera hacerlo, ¿cómo diablos puedo ayudarlos a que la miniaturización resulte práctica, si no sé nada sobre este tema?
–Tenga paciencia. Dentro de poco almorzaremos. Dezhnev y Kaliinin habrán terminado la desminiaturización de
Katinka
y se reunirán con nosotros, junto con otro que debe conocer. Luego, después del almuerzo, lo llevaré a ver a Shapirov.
–No termino de creerlo, Natalya. Me ha dicho hace un momento que sería peligroso para mí conocer a alguien que supiera bien lo de la miniaturización. Podría aprender demasiado y esto crearía problemas para mi regreso a los Estados Unidos. ¿Por qué, entonces, debo arriesgarme a ver a Shapirov?
–Shapirov es una excepción –confesó Boranova con tristeza–. Le prometo que lo comprenderá cuando le vea, y también comprenderá por qué debemos contar con usted.
–Eso –dijo Morrison con la misma convicción con que antes había proclamado la imposibilidad de la miniaturización– no lo comprenderé jamás.
El almuerzo se sirvió en una habitación bien iluminada, porque tanto el techo como unas franjas regulares en la pared eran electroluminiscentes. Boranova se lo hizo notar con orgullo y Morrison se abstuvo de hacer comparaciones odiosas con los Estados Unidos, donde la electroluminiscencia estaba generalizada.
Ni tampoco expresó lo que le divertía que, pese a la electroluminiscencia, pendiera una araña pequeña, pero adornadísima, del techo. Sus bombillas no contribuían en nada a la iluminación, pero era indudable que hacía la estancia menos antiséptica.