Viaje alucinante (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
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–Aquí tiene al académico Shapirov.

–¿Cuál de ellos? –Los ojos de Morrison iban de una a otra de las figuras y ninguna le parecía de aspecto similar al del científico que una vez había conocido.

–El de la cama.

–¿El de la cama? ¡Está enfermo entonces!

–Está más que enfermo. Está en coma. Lleva en coma más de un mes y tenemos la terrible sospecha de que su estado es irreversible.

–¡Cuánto lo siento! Supongo que es a raíz de ello que se refirió a él en pasado a la hora del almuerzo.

–Sí. El Shapirov que conocemos está ya en pasado, a menos que...

–¿A menos que se recupere? Pero acaba de decirme que su estado es irreversible.

–En efecto. Pero su cerebro no ha muerto. Está dañado, o de lo contrario no estaría en coma. Pero no está muerto, y Konev, que ha seguido de cerca su trabajo, piensa que parte de su red de pensamientos sigue todavía intacta.

–Empiezo a comprender. ¿Por qué no me lo explicaron desde un principio? Si deseaban consultarme y lo hubieran expuesto así, hubiera estado dispuesto a venir voluntariamente. No obstante, y si por el contrario estudiara su función cerebral y les dijera: «Yuri Konev tiene razón», ¿de qué les hubiese servido?

–De nada. Aún no lo ha entendido y no puedo explicárselo exactamente hasta que no comprenda el problema ¿Se da cuenta de lo que está enterrado ahí, en la parte viviente del cerebro de Shapirov?

–Supongo que sus pensamientos.

–Específicamente, sus pensamientos acerca de la interconexión entre la constante de Planck y la velocidad de la luz. Sus pensamientos sobre un método para hacer rápidamente la miniaturización y la desminiaturización, con menos energía, y más practicidad. Con estos pensamientos daríamos a la Humanidad una técnica que revolucionaría la Ciencia, la tecnología y la sociedad misma, más que nada, desde la invención del transistor. Quizá más que nada desde el descubrimiento del fuego. ¿Quién sabe?

–¿No estará usted dramatizando en exceso?

–No, Albert. ¿No piensa en que si la miniaturización puede acoplarse a una vasta aceleración de la velocidad de la luz, una nave espacial, suficientemente miniaturizada puede enviarse a cualquier parte del Universo a muchas veces la velocidad conocida de la luz? No necesitaremos viajar a más velocidad que la luz. La luz viajará lo bastante de prisa para nosotros. Y tampoco necesitaremos antigravedad, porque la nave miniaturizada tiene una masa cercana al cero.

–No puedo creer nada de esto.

–Tampoco podía creer en la miniaturización.

–No quiero decir que no crea en los resultados de la miniaturización. Quiero decir que no puedo creer que la solución al problema esté permanentemente encerrada en el cerebro de un hombre. Eventualmente, otros lo pensarán. Si no ahora, el próximo año, o la próxima década.

–Es fácil esperar cuando no se está metido en ello, Albert. El caso es que no vamos a tener ni próxima década, ni siquiera próximo año. Toda esta Gruta que ve a su alrededor ha costado a la Unión Soviética casi como una guerra. Cada vez que miniaturizamos algo, aunque sólo sea
Katinka,
consumimos la energía necesaria para abastecer una ciudad grande durante todo un día. Los dirigentes de nuestro Gobierno ya empiezan a pedir explicaciones sobre este gasto y los científicos, muchos de ellos, que no comprenden la importancia de la miniaturización o que son simplemente egoístas, protestan porque toda la ciencia soviética está en la miseria a costa de la Gruta. Si no aportamos pronto algo que ahorre energía, un ahorro importante, claro está, se cerrará todo esto.

–Sin embargo, Natalya, si publica lo que ya se sabe acerca de la miniaturización y lo pone a disposición de la Asociación Global para el Progreso de la Ciencia, innumerables científicos prestarán sus mentes, las dedicarán a ello y, rápidamente, alguien encontrará el medio de acoplar la constante de Planck y la velocidad de la luz.

–Sí –dijo Boranova– y quizás el científico que lo consiga, que obtenga la clave de la miniaturización con poca energía, sea un americano o un francés o un nigeriano o un uruguayo. Pero quien lo tiene ahora es un soviético y no queremos perder tal mérito.

–Se olvida de la camaradería global de la Ciencia. No la haga pedazos.

–¿Hablaría de ese modo si fuera un americano el que estuviera al borde del descubrimiento y le rogaran que hiciera usted algo que, posiblemente, hiciera recaer todo el mérito en uno de nosotros? ¿Recuerda la historia de la reacción americana cuando la Unión Soviética fue la primera en poner en órbita un satélite artificial?

–Seguro que hemos cambiado desde entonces.

–Sí, hemos avanzado un kilómetro, pero no diez kilómetros. El mundo no es aún del todo global en su forma de pensar. Perdura considerablemente el orgullo nacional.

–Tanto peor para el mundo. Sin embargo, si no somos globales y si el orgullo nacional es algo que se nos supone retener, entonces yo debería conservar el mío. Como americano, ¿por qué iba a preocuparme porque un científico soviético fuera a perder el mérito de su descubrimiento?

–Le pido solamente que comprenda la importancia que esto tiene para
nosotros.
Le pido que se ponga en nuestro lugar por un instante y vea si puede comprender nuestra desesperación por hacer lo imposible para descubrir lo que Shapirov sabe.

–Está bien, Natalya. Comprendo. No lo apruebo, pero lo comprendo. Ahora bien, por favor escuche con atención, ahora que lo comprendo, ¿qué es lo que quiere de
mí?

–Lo queremos a usted –explicó Boranova iluminada– para que nos ayude a encontrar cuáles son los pensamientos de Shapirov, es decir, los que todavía viven y existen en él.

–¿Pero cómo? No hay nada en mis teorías que lo hagan posible. Incluso dando por cierto que las redes de pensamiento existan, y que las ondas cerebrales puedan ser minuciosamente analizadas, concediéndole incluso que yo, a veces, accidentalmente, capto una imagen mental, posiblemente imaginaria, posiblemente producida por mí, no por ello existe un medio por el que las ondas cerebrales puedan ser estudiadas hasta el extremo de interpretarlas como verdaderos pensamientos.

–¿Ni siquiera si pudiera analizar, en detalle, las ondas cerebrales en una sola célula nerviosa que fuese parte de una red de pensamiento?

–No podría manejar una única célula nerviosa como no fuera con el necesario detalle.

–Se olvida de algo. Puede ser usted miniaturizado y situarse en el interior de una sola célula nerviosa.

Morrison se quedó mirándola horrorizado. En su primer encuentro había mencionado algo parecido, pero lo había ignorado como una tontería, horripilante, pero tontería al fin y al cabo, ya que la miniaturización, estaba seguro, era imposible. Pero resulta que la miniaturización no era imposible, y ahora el horror era claro y paralizante.

Morrison, ni entonces, ni mucho tiempo después, recordó con claridad lo sucedido a continuación. No era que todo se hubiese vuelto negro, sino que todo se había borrado.

El recuerdo más nítido que tenía era el de estar echado en una otomana, en un pequeño despacho. Boranova se encontraba a su lado, mirándolo, y los otros tres, Dezhnev, Kaliinin y Konev, detrás de ella. A esos tres los veía con mayor dificultad.

Se debatió para incorporarse, pero Konev se le acercó y le puso la mano en el hombro, diciéndole:

–Por favor, Albert. Descanse un poco más. Recupere sus fuerzas.

Morrison, confuso, miró de uno a otro. Algo lo había descompuesto, pero no recordaba con claridad qué había sido.

–¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo..., cómo he llegado hasta aquí? –Volvió a mirar a su alrededor. No, allí no había estado antes. Había estado mirando por la ventana a un hombre tendido en una cama de hospital. Desconcertado preguntó:

–¿He perdido el sentido?

–No del todo –respondió Boranova–, pero durante cierto tiempo ha estado raro. Parecía como si hubiera sufrido un
shock.

Ahora recordaba. Intentó nuevamente incorporarse, esta vez con más fuerza. Apartó de un golpe la mano de Konev que trataba de retenerlo. Al fin se sentó, con las manos apoyadas en los bordes de la otomana.

–Ahora recuerdo. Quería miniaturizarme. ¿Qué me sucedió cuando me dijo usted eso?

–Sencillamente se tambaleó y se desplomó. Lo hice tender sobre una litera y lo trajimos hasta aquí. A nadie le pareció que necesitara medicación, sino la oportunidad de descansar y recobrarse.

–¿Nada de medicación? –Morrison se miró los brazos, como si contara con encontrar marcas de pinchazos a través de la manga de su blusa de algodón.

–No, se lo aseguro.

–¿Y no dije nada antes de desplomarme?

–Ni una palabra.

–Pues deje que le conteste ahora. No me va a miniaturizar. ¿Está claro?

–Está claro que así lo dice.

Dezhnev se sentó en la otomana, al lado de Morrison. Llevaba una botella llena en una mano y un vaso vacío en la otra.

–Necesita esto –le dijo, y llenó medio vaso.

–¿Qué es? –preguntó Morrison levantando el brazo para apartarlo.

–Vodka. No es medicinal, pero entona.

–No bebo.

–Siempre hay una ocasión para todo, mi querido Albert. Ésta es la ocasión de un poco de vodka tonificante, incluso para los que no beben.

–No bebo porque esté en contra. No
puedo
beber. No tengo resistencia para el alcohol, nada más. Si tan sólo tomara dos sorbos de esto, estaría borracho a los cinco minutos. Completamente borracho.

Dezhnev alzó las cejas.

–No me diga. ¿Y qué otro propósito hay en la bebida? Venga, si tiene la suerte de alcanzar su meta en pocos sorbos, dé las gracias por ello a quien sea. Una pequeña cantidad le hará entrar en calor, estimulará su circulación periférica, le aclarará las ideas y concentrará sus pensamientos. Incluso le dará valor.

La voz de Kaliinin sonó como un murmullo, aunque distintamente audible:

–No espere milagros de un poco de alcohol.

Morrison volvió vivamente la cabeza y se quedó mirándola. No le pareció tan bonita como la primera vez que la vio. Tenía una expresión dura e implacable.

–Nunca me he considerado un hombre valiente. Nunca me he presentado como alguien que pudiera ayudarlos. Desde el principio he mantenido que no podía hacer nada por ustedes. El hecho de que esté aquí es el resultado de la coacción, como todos saben. ¿Qué les debo? ¿Qué debo a ninguno de ustedes?

–Albert, está temblando –observó Boranova–. Tome un sorbo de vodka. Un sorbo no le emborrachará y no lo obligaremos a beber más.

Casi como si quisiera demostrar su valor en algo insignificante, Morrison, después de titubear tomó el vaso de manos de Dezhnev y tragó, decidido, un sorbo. Sintió que le ardía la garganta, pero se le pasó. El gusto era más dulce que otra cosa. Tomó otro sorbo, esta vez mayor y devolvió el vaso. Dezhnev lo dejó, con la botella, sobre una mesita junto a la otomana. Morrison trató de hablar, pero tosió en cambio. Esperó, se aclaró la garganta y dijo con voz entrecortada:

–En realidad, no es tan malo. Si no le importa, Arkady...

Dezhnev iba a coger el vaso, pero Boranova se interpuso:

–No. Ya basta, Albert. –Su gesto autoritario detuvo a Dezhnez–. No lo queremos borracho. Sólo un poco más animado para que nos escuche.

Morrison se sentía embargado por el calor, como le ocurría siempre en las pocas ocasiones en que, entre amigos, había tomado un jerez o (una vez) un
dry martini.
Decidió que podía habérselas con cualquier situación que se produjera.

–Está bien –decidió–, hablen.

Y apretó los labios en una línea firme e inflexible.

–No digo, Albert, que nos deba
usted
nada y siento que todo ello le haya causado tal impacto. Sabemos que no es usted un imprudente hombre de acción y tratamos de hacérselo saber lo más suavemente posible. Yo había esperado, es cierto, que viera usted mismo lo que era esencial, sin necesidad de explicaciones.

–Pues estaba equivocada. En ningún momento imaginé semejante locura.

–Pero se da cuenta de nuestra necesidad, ¿no es cierto?

–Veo
su
necesidad. Pero no la veo como
mía.

–Podría sentir que lo debe a la causa global de la Ciencia.

–La ciencia global es una abstracción que admiro, pero no es probable que vaya a sacrificar mi cuerpo altamente concreto, por una abstracción que no parece existir. Todo el objeto de su necesidad es que lo que está en juego es la ciencia soviética, no la ciencia global.

–Entonces, piense en la ciencia americana –insistió Boranova–. Si nos ayuda, esto será una parte eterna de la victoria. Será una victoria conjunta, soviético-americana.

–¿Y publicarán mi participación? ¿O se anunciará como puramente soviética?

–Le doy mi palabra –prometió Boranova.

–Terrible –observó Kaliinin–. Juzga a nuestro Gobierno por el suyo.

–Espere, Natalya –rogó Konev–. Déjeme hablar con nuestro amigo americano, de hombre a hombre. –Se sentó junto a Morrison y prosiguió–: Albert, apelo a su interés por el trabajo. Hasta ahora ha conseguido poco en cuanto a resultados. No ha convencido a nadie de su tierra y no es fácil que lo consiga si lo dejan que trabaje sin más ayuda que lo que tiene. Le ofrecemos algo mejor, una herramienta de trabajo con la que no hubiera podido soñar hacer tres días. Piense que nunca más volverá a disponer de ella si ahora la rechaza. Albert, tiene la oportunidad de pasar de especulaciones románticas a evidencia convincente. Haga esto para nosotros y de golpe se verá transformado en el neurólogo más famoso del mundo.

–¿Me piden que arriesgue mi vida en una técnica no probada aún?

–No es algo sin precedentes. A lo largo de la Historia los científicos han arriesgado sus vidas para continuar con sus investigaciones. Han subido en globos y han bajado al fondo del mar en esferas de blindaje primitivo para tomar sus medidas y anotar sus observaciones. Los químicos se han arriesgado con venenos y explosivos. Los biólogos con microbios de todo tipo. Los médicos se han inyectado con sueros experimentales, y los físicos intentando establecer una reacción nuclear autosuficiente, sabiendo que la explosión resultante podría destruirlos a ellos o, posiblemente, a todo el planeta.

–Está tejiendo sueños –murmuró Morrison–. No dejarían que jamás se supiera que un americano había tomado parte. No cuando confiesan su desesperación ante la posibilidad de que la ciencia soviética perdiera el reconocimiento de su mérito.

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