Naturalmente quedaba bien claro, dicho de forma fría y precisa, que ya no abandonaría la Gruta hasta que hubiera terminado del todo, y que de la Gruta, naturalmente, no había escapatoria.
Y de tanto en tanto, una idea giraba en su mente.
¡Había realmente aceptado ser miniaturizado!
Lo condujeron a una habitación para él solo, donde podía ver libros-filmes mediante un visor sólo para él..., incluso libros-filmes en inglés, si deseaba sentirse como en su casa durante las próximas horas. Así que se quedó allí sentado con un libro-filme, que iba pasando por el visor frente a sus ojos y que, en cierto modo, no afectaba para nada su mente.
¡Había aceptado ser miniaturizado!
Le habían dicho que podía hacer lo que quisiera hasta que alguien fuera a buscarlo. Podía hacer lo que quisiera, claro, siempre que no fuera irse. Había guardias por todas partes.
La sensación de terror había disminuido mucho. Para esto servía el estar yerto y también, naturalmente, cuanto más repite uno una frase mentalmente, más sentido pierde.
Había aceptado ser miniaturizado.
Cuanto más resonaba en su mente, como el tañido de una campana, una y otra vez, más iba perdiéndose el terror... Y en su lugar quedaba una sensación de vacío.
Remotamente se dio cuenta de que la puerta de su habitación se había abierto. Alguien, se dijo distraído, lo había venido a buscar. Se quitó el visor, alzó la mirada con languidez y por un instante sintió un chispazo de interés.
Era Sofía Kaliinin, que le pareció hermosa pese a que sus sentidos parecían entumecidos. Le dijo en inglés:
–Una buena tarde para usted, caballero.
Se estremeció. Prefería oír ruso antes que aquel inglés totalmente distorsionado. En ruso rogó:
–Por favor, Sofía, hable en su idioma.
Su ruso podía ser tan angustioso para ella, como su inglés para él, pero no le importaba. Estaba allí porque ellos lo habían querido y si sus tropiezos les molestaban, también lo habían querido ellos.
Sofía se encogió levemente de hombros y dijo en ruso:
–Con mucho gusto..., si es lo que prefiere.
Luego se le quedó mirando un buen rato, pensativa. Sus miradas se cruzaron, sin tiranteces. Le tenía bastante sin cuidado lo que hacía y mirarla no era distinto, para él, que mirar algo que pudo haber sido..., o mirar a nada que hubiera sido. La momentánea impresión de belleza que había irrumpido con su llegada, se había esfumado.
–He sabido que finalmente ha aceptado acompañarnos en nuestra aventura –le dijo por fin.
–En efecto.
–Bien por usted. Le estamos todos muy agradecidos. Con toda sinceridad no pensé que lo hiciera, dado que es americano. Le pido perdón.
Morrison observó con un lejano deje de pena y enfado:
–La decisión de ayudarlos no ha sido voluntaria. Fui persuadido..., por una experta.
–¿Por Natalya Boranova?
Morrison asintió.
–Es muy buena persuadiendo. Poco amable, en general, pero muy buena. También yo necesité persuasión.
–¿Por qué usted? –preguntó Morrison.
–Tenía otras razones..., que para mí eran importantes.
–¿De verdad? ¿Y cuáles eran?
–No creo que tenga importancia para usted.
Hubo una pausa breve pero incómoda.
–Venga, la tarea que se me ha asignado es mostrarle la nave.
–¿La nave? ¿Cuánto tiempo llevan preparando esto? ¿Han tenido el suficiente para construir una nave?
–¿Para el propósito científico de estudiar el cerebro de Shapirov desde dentro? Claro que no. Estaba prevista para otras cosas más simples, pero es lo único que tenemos que pueda servirnos... Venga, Albert, Natalya cree que es prudente que se acostumbre, que la vea, la toque. Es posible que la vulgaridad de la tecnología lo reconcilie con la tarea.
Morrison retrocedió.
–¿Por qué debo ver la nave ahora? ¿No me pueden dejar tiempo para irme acostumbrando a todo lo referente a mi miniaturización?
–Es una tontería, Albert. Si dispusiera de más tiempo para quedarse sentado en su habitación dándole vueltas a la idea, tendría más tiempo para alimentar su..., su incertidumbre. Además, tenemos poco tiempo. ¿Cuánto supone que podemos dejar a Shapirov deteriorándose, con sus ideas disminuyendo a cada momento? La nave zarpa mañana por la mañana.
–Mañana por la mañana –repitió Morrison con la boca seca. Tontamente miró el reloj.
–Nos quedan pocas horas. Lo tendremos al corriente del horario para que no tenga que consultar su reloj. Mañana por la mañana la nave se adentrará en un cuerpo humano. Y usted estará a bordo.
De pronto, sin advertencia previa, le dio una fuerte palmada en la mejilla. Diciendo:
–Sus ojos empezaban a ponerse en blanco, ¿se proponía desmayarse?
Morrison se frotó la mejilla, que le ardía.
–No me proponía nada –musitó–, pero me hubiera desmayado sin proponérmelo. ¿No tiene una forma menos dura de advertir?
–¿Le he cogido realmente por sorpresa, cuando sabe de sobra que ha aceptado la miniaturización y que es evidente que no disponemos de tiempo?
Con un gesto perentorio, ordenó:
–Ahora, vamonos.
Y Morrison, sin dejar de frotarse la mejilla y rebosando rabia y humillación, la siguió.
Había vuelto al área de miniaturización. Había gente ocupada, enfrascada en lo suyo y sin preocuparse de los demás. Kaliinin cruzó por entre todos ellos, erguida, por el porte aristocrático que surge automáticamente cuando todos obedecen y se someten.
Morrison (con la mano apoyada ligeramente en la mejilla que sentía inflamada y que no deseaba exhibir) se dio cuenta de que ella era una de las principales lumbreras, y todos los que se cruzaban con ella o estaban cerca suyo, inclinaban la cabeza y retrocedían algo, como para asegurarse de que no le interceptaban el paso. Nadie pareció fijarse en Morrison.
Adelante. Adelante. Una habitación tras otra, y en todas partes la sensación de energía contenida, mantenida a raya.
Kaliinin también debió notarlo por más familiarizada que estuviera, porque dijo a Morrison en voz baja:
–Hay una estación de energía solar en el espacio, y la mayor parte de su producción está reservada para Malenkigrad.
De pronto se encontraron allí, antes de que Morrison tuviera oportunidad de comprender lo que estaba viendo. No era una estancia muy grande y el objeto que contenía no era de un volumen excesivo. En realidad, la primera impresión de Morrison era de que veía un objeto de artesanía.
Tenía unas líneas estilizadas. No era mucho mayor que un coche, ciertamente más corto que una gran limusina, aunque más alto. Y era transparente.
Maquinalmente, Morrison alargó la mano para tocarlo.
No era frío al tacto. Era liso y casi húmedo; pero cuando retiró la mano, sus dedos estaban perfectamente secos. Volvió a probarlo y al rozar la superficie con la punta de los dedos, le pareció que se pegaban un poco. Tampoco dejaron marca. Llevado por un impulso soltó el aliento, vio la sombra de humedad condensada sobre el material transparente, pero desapareció al instante.
–Es de material plástico –explicó Kaliinin–, pero desconozco su composición. Si lo supiera a lo mejor pertenecería a Información Secreta, pero sea lo que fuese, es más resistente que el acero..., más duro y más resistente al choque..., kilo por kilo.
–Pero por peso, quizás –observó Morrison cuya curiosidad científica ahogaba de momento su inquietud–, pero tal espesor en material plástico no puede ser tan fuerte como el mismo espesor en acero. No podría ser tan fuerte, volumen por volumen.
–Sí, pero a donde vamos –expuso Kaliinin–. No habrá presión diferencial dentro y fuera de la nave; no habrá meteoritos ni siquiera polvo cósmico de los que debamos protegernos. No habrá nada a nuestro alrededor sino blanda estructura celular. Este plástico será suficiente protección y es, además, ligero. Quizás entre los dos podríamos levantarlo si nos lo propusiéramos. Eso es lo importante. Como puede comprender, debemos ahorrar en masa. Cada kilo de más, consume considerable energía electromagnética en la miniaturización y desprende considerable calor al desminiaturizar.
–¿Admitirá suficiente tripulación? –preguntó Morrison mirando al interior.
–Sí. Es compacto, pero admite seis y seremos solamente cinco. Además contiene una cantidad sorprendente de instrumentos inusitados. Aunque no tantos como desearíamos. Los planos originales... Pero, ¿qué vamos a hacer? Estamos sometidos a continuas presiones para economizar, incluso algunas injustificadas, ¡en este mundo injusto!
Morrison comentó con un dejo de fuerte inquietud:
–¿Cuánta presión para cuánta economía? ¿Funciona todo?
–Le aseguro que sí. –Y al decirlo se le iluminó el rostro. Ahora que la habitual melancolía lo había abandonado (temporalmente, supuso Morrison), Kaliinin era indudablemente guapa.
–Todo ha sido comprobado exhaustivamente, tanto solo como en grupo. El riesgo cero es imposible de conseguir, pero aquí el riesgo es lo más cerca a cero. Y todo, virtualmente, sin metal. Entre los microchips, fibras ópticas y ensamblajes «Manuilsky», tenemos cuanto queremos con un peso inferior a cinco kilos en total. Por eso es por lo que la nave puede ser tan pequeña. Después de todo, los viajes al microcosmos no se supone que duren más de unas horas, así que no necesitamos nada para dormir, ni para ciclos, ni comida complicada, ni reservas de aire; nada más que arreglos simples para funciones excretorias y demás.
–¿Quién estará en los controles?
–Arkady.
–¿Arkady Dezhnev?
–Parece sorprendido.
–No sé por qué me sorprende. Supongo que es competente.
–Mucho. Está en diseño de ingeniería y es un genio. No hay que tener en cuenta sus cosas... No,
hay
que fiarse de él por sus cosas. ¿Cree que cualquiera de nosotros podría soportar su extraño humor y afectación si no se tratara de un genio? Ha diseñado esta nave, cada parte de ella, y todo su equipo. Ha inventado una docena de medios para disminuir la masa y distribuirlo todo perfectamente. No tienen nada como esto en los Estados Unidos.
–No tengo forma de saber si los Estados Unidos tienen o no tienen aparatos no usuales.
–Estoy segura de que no. Dezhnev es una persona fuera de lo corriente, por más que se presente siempre como un patán. Es descendiente de Semyon Ivanov Dezhnev. Supongo que habrá oído hablar de él.
Morrison sacudió la cabeza.
–¿De veras? –la voz de Kaliinin se hizo puro hielo–. No es otro que el famoso explorador que, en tiempos de Pedro
el Grande,
recorrió Siberia hasta el último centímetro y dijo que había un brazo de mar que la separaba de América del Norte, varias décadas antes de que Vitus Bering, un danés al servicio de Rusia, descubriera el estrecho de Bering... ¡No conoce a Dezhnev! Típicamente americano. Si no lo hace un occidental, no se enteran.
–No vea insultos en todas partes, Sofía. No he estudiado las exploraciones. Hay muchos exploradores americanos que yo no conozco..., ni usted tampoco. –Agitó el dedo en su dirección, recordando su bofetón y frotándose la mejilla una vez más–. A eso me refiero. Descubre cosas para alimentar su odio..., cosas intrascendentes de las que debería avergonzarse.
–Semyon Dezhnev fue un gran explorador..., y no era intrascendente.
–Estoy dispuesto a aceptarlo. Me alegro de haberme enterado y me maravilla su gesta. Pero el que yo no haya oído hablar de él no es motivo de rivalidad americana-soviética. ¡Avergüéncese!
Kaliinin bajó la mirada, pero al momento la alzó hasta su mejilla («¿habría dejado una marca?», se preguntó Morrison), diciéndole:
–Siento haberle pegado, Albert. No tenía que haberle dado tan fuerte, pero no quería que se desmayara. En aquel momento me sentí incapaz de habérmelas con un americano inconsciente. Me dejé llevar por un arrebato desconsiderado.
–Comprendo que su intención era buena, pero también hubiera preferido que no me diera tan fuerte. En todo caso aceptaré sus excusas.
–Entonces pasemos a la nave.
Morrison consiguió esbozar una sonrisa. De todos modos se sentía mejor estando con Kaliinin que con Dezhnev o Konev..., o incluso con Boranova. Una mujer bonita, muy joven aún, aparta, de algún modo, la mente de un hombre de sus problemas mejor de lo que lo harían otras muchas cosas. Se decidió a preguntarle:
–¿No teme que intente sabotearla?
Después de una pausa Kaliinin le aseguró:
–A decir verdad, no. Sospecho que siente suficiente respeto por un medio de exploración científica como para evitar dañarla de algún modo. Además, y se lo digo muy en serio, Albert, las leyes antisabotaje son sumamente severas en la Unión Soviética y el menor error al tocar cualquier cosa de la nave hace que se dispare una alarma que traería a los guardias en cuestión de segundos. Tenemos leyes estrictas contra guardias que den palizas a los saboteadores, pero a veces su indignación es tanta que tienden a olvidarlas. Por favor, no se le ocurra nunca tocar cualquier cosa.
Mientras hablaba apoyó la mano en el casco y presumiblemente cerró un contacto, aunque Morrison no vio cómo lo hacía. Una puerta, un rectángulo algo curvado en el borde, se abrió. (El propio borde de la puerta parecía ser doble. ¿Actuaría también como esclusa de aire?)
La abertura era reducida. Kaliinin, al entrar la primera, tuvo que agacharse. Tendió la mano a Morrison, advirtiendo:
–Cuidado, Albert.
Morrison no sólo se agachó, sino que entró de lado. Una vez dentro de la nave se encontró con que no podía incorporarse del todo. Al golpearse la cabeza contra el techo, miró hacia arriba, sorprendido. Kaliinin observó:
–La mayor parte del tiempo haremos nuestro trabajo sentados, así que no se preocupe por el techo.
–A los que sienten claustrofobia no les gustaría eso.
–¿Es usted claustrofóbico?
–No.
Kaliinin asintió, aliviada.
–Bueno. Tenemos que ahorrar espacio, ¿sabe? ¿Qué puedo explicarle?
Morrison miró a su alrededor. Había seis asientos, distribuidos en parejas. Se sentó en el más cercano a la puerta y dijo:
–Tampoco son precisamente holgados.
–No –aceptó Kaliinin–. Los pesos pesados no podrían acomodarse.
–Es obvio que la nave se construyó mucho antes de que Shapirov entrara en coma.
–Naturalmente. Estábamos preparando disponer de personal miniaturizado que invadiera el tejido vivo, desde hacía tiempo. Iba a ser necesario si queríamos hacer importantes y auténticos descubrimientos biológicos. Naturalmente, contábamos trabajar con animales, primero, y estudiar su sistema circulatorio con todo detalle. Para ese proyecto se construyó la nave. Nadie podía haber imaginado jamás que cuando llegara el momento de realizar el primer microviaje, el sujeto no solamente sería un ser humano, sino el propio Shapirov.