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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (20 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—¿Cómo sé que cumplirás lo que prometes?

—Haré un pacto contigo… ante una Presencia que ni yo mismo puedo desobedecer… Te aseguro que quedarás convencido… y también quedarás convencido de que sé muy bien cuál es el Pilón del Alba, la Columna Real, la única entre todas que es distinta… Tú no conoces mi divisa. Es:

«Sufre con la verdad», y no puedo faltar a ella, como tú tampoco a la que has elegido… las Potencias no lo permitirían… Ahora, sígueme. Te acompañaré a una habitación cuyo umbral protegeré adecuadamente contra el exterior. No debes salir de ella bajo ningún concepto… sólo tú pagarías las consecuencias… Date prisa; la luna entrará en el cuarto medio dentro de poco… y he de preparar ciertas cosas…

Había una vibración en el aire oscuro del pasaje cuando penetraron por él. Herder llevaba en la mano una antorcha encendida, y con ella iluminó un tramo de desiguales escalones que ascendían hacia un piso superior. Por un momento, a Sergio le pareció ver brillar en la oscuridad los ojos ígneos de Airunesia; pero una segunda mirada le convenció de que no era así…

La escalera concluía en un pasillo mal iluminado por la verdosa luz de la luna, que atravesaba oquedades irregulares, trazadas de cualquier modo en los espesos muros. Desde el borde del pasillo se divisaba perfectamente la sala que acababan de abandonar; tan escasa era la pendiente de la escalera, y tan alto el techo del pasaje… Caminaron unos pasos sobre losas desiguales, que tableteaban bajo sus pies, con sonido de huesos. A un lado, se abría un estrecho y corto corredor, construido con piedras sin desbastar, rezumantes de humedad, que desembocaba en una habitación irregular, con los muros del mismo material. No había en ella ni un solo ángulo recto, y el único mueble era una cama desvencijada, de gruesas vigas de madera, mal cubierta con un par de mantas sobre unos brazados de hierba… A través de un hueco en el muro penetraba un pálido rayo de luna, volviendo más lóbrego si cabía el conjunto de aquel báratro. Una jarra llena de agua reposaba junto al lecho.

—Permanece aquí en paz —dijo Herder—. No salgas… Tanto si la Potencia te acepta como si no, sólo estarás conmigo esta noche…

Fatigadamente, Herder se retiró por el estrecho corredor. Sergio le siguió en silencio, lleno de curiosidad por ver lo que hacía. El mago se inclinó sobre el suelo, y trazó en él una raya con tiza; la raya separaba completamente la habitación del pasillo… Inscribió debajo y arriba de la línea unos signos que no constituían más que un ensortijamiento de trazos sin sentido, aunque causaron a Sergio una extraña sensación de repelencia.

—Atak gabor, leolani, Adonai —dijo Herder, con voz sibilante—. Pucel proteja esta raya consagrada…

Hubo un súbito rumor de agua corriente en el pasillo, que fue creciendo, hasta alcanzar el tono de una cascada que se desbordase entre las rocas.

—Por tu geometría y tu conocimiento, grande y poderoso Duque Pucel; por Adonai Elohim, veni, veni…

¿Había una figura oscura, con grandes alas, sobre la inclinada cabeza de Herder? La raya de tiza comenzó a lucir con una fosforescencia azul…

—Protege el umbral con tus ruidos y tu agua, gran Duque Pucel, para este siervo que ha ungido sus ojos, boca y orejas con el agua lustral… Podrá salir, pero nadie entrará.

El rumor de agua saltando y burbujeando entre las rocas disminuyó, para verse acompañado de un ruido crujiente que parecía brotar de las entrañas de la tierra; un zumbar sordo, continuado, como el ruido de una maquinaria en marcha. Ahora sí que se veía claramente una figura en pie, negrura dentro de la misma oscuridad, como una tiniebla más profunda que las mismas sombras, una figura casi humana con grandes alas plegadas sobre la espalda. No; no había nada. Era una ilusión… A Sergio tan pronto le parecía verla como no verla; en un impulso, se acercó a la línea de tiza, que relumbraba apagadamente entre las sombras. No había nada allí; ni siquiera el mismo Herder… Estaba solo.

A través de la contrahecha ventana sólo se divisaba el fantasmagórico bosque; los árboles retorcidos, hundiendo sus nudosas raíces negras en los remansos de agua pútrida, bajo el resplandor blanquecino de un ancho disco lunar… Unas sombras oscuras, con grandes alas batientes, pasaron sobre la nacarada blancura; algo grande y torpe se removió, chapoteando, entre los leprosos arbustos.

—¿Es cierto que ahorcaron un hombre en Toledo? —dijo, desde el umbral, más allá de la raya, la débil voz de Herder.

—Es cierto; yo…

—Lo celebro; no estaba seguro. Necesitaba la seguridad para preparar la mano de gloria. Estaba casi terminada ya… No salgas, no salgas, no salgas. Por tres veces te lo digo.

Un suspiro… En el umbral no había nada. Sergio se sentó en la cama, escuchando el ininterrumpido rumor del agua, y los crujidos provenientes de las profundidades. La figura estaba allí batiendo sus alas… No; no era cierto. No había absolutamente nada más que la línea fosforescente y los ensortijados trazos junto a ella…

En este momento no sentía miedo alguno, a pesar de las presiones que parecían ejercerse desde todas partes sobre su espíritu. Tenía miedo, eso sí, del pacto que le fuera a proponer Simón Herder; pero si era el único camino para localizar el Pilón del Alba, lo aceptaría, fuese lo que fuese. Recordó tiempos pasados de sufrimiento constante, de insatisfacción, de rabia. Por lo menos ahora era libre…

Incluso para salir de la habitación. Si hubiera sentido el mismo terror inicial no lo hubiera hecho; pero era más poderosa la rabia y el rencor que lo que pudiera esperarle allí fuera. Con paso firme, atravesó la línea fosforescente… ¿batió las alas la figura sombría?… y avanzó por el semiderruido corredor, temblando por el frío de la noche, cuidando de no hacer ningún ruido… Bajo la verdosa luz que surgía torpemente del sucio disco lunar, caminó en silencio hasta los primeros escalones… Ahora, a través de una niebla aromática, veía claramente a Herder, cubierto con su hábito pardo, con una corona de latón en la cabeza, inclinado sobre un objeto negruzco, junto a uno de los hornos. Sentía como una ligera somnolencia, producto quizá de las hierbas aromáticas, helecho y verbena, que Herder introducía en el hornillo, musitando palabras ininteligibles…

¿Helecho y verbena? ¿De dónde había surgido ese pensamiento? ¿Cómo sabía esto?

En un pequeño caldero de barro se cocía algo espeso y amarillento, burbujeando sobre un fuego de carbón vegetal. Herder trazaba ahora —lo veía difícilmente a través de sus párpados que persistían en cerrarse— sobre un pergamino, con extraordinario cuidado, tres círculos, con los colores oro, bermellón y verde; escribía lentamente, valiéndose de una pluma de ave, unos nombres que la distancia le impedía ver; colocaba el pergamino sobre una delgada y transparente tela…

—Adonai poderosísimo —dijo la casi inaudible voz de Simón Herder—, Alfa y Omega que me elegiste para tu servidor, que protegiste a tu pueblo y lo libraste de calamidades, por los siete nombres, por el poder del Shiraz consagrado, por la multiplicidad de la esencia, te ruego consagres el pantaclo, uno y múltiple, por Beheriot, Signus, Sapientiae, Colis Sabbaoth… yo lo pido… Por ti Adonai, cuyo reino sin fin me acojan. Amén.

Lentamente, Sergio se dejó caer sobre el suelo… Sentía tanto sueño… Seguramente así descansaría mejor… Sintió un ligero sobresalto, cuando se dio cuenta de que el objeto ennegrecido era una mano humana, cocida y curada hasta tomar el color de la cecina… Parecía como si de ella emanasen ondas soporíferas, que aturdiesen todavía más su adormecida mente… Herder dejaba el pergamino sobre un cuenco de barro de donde emergía un hilillo de humo, y después de inclinarse tres veces ante él, tomaba la masa amarillenta que se cocía sobre el carbón vegetal…

Después de dejarla enfriar, el mago tomó una porción entre sus dedos y comenzó a darle groseramente la forma de un cilindro… Parecía sebo, o cera medio derretida, y el influjo soporífero aumentó… En el momento en que Herder colocó aquel cilindro sobre el dedo medio de la mano seca, Sergio se sintió desmayar…

Algo como una prensa de acero le cogió el hombro… Con un salto del corazón, que quiso salírsele del pecho, todo el terror cayó sobre él como una pesada losa cuando vio a corta distancia de su rostro los ojos ígneos y la roja boca entreabierta de Airunesia, que completamente desnuda, se abrazada a él como una serpiente…

De los rojos labios salía un aliento fétido, insoportable, atravesando una hilera de dientes aguzados y como expedido por una lengua violácea de extraordinario grosor. Sergio quiso gritar, pero no pudo hacerlo. Algo como una parálisis se había apoderado de todo su cuerpo… no podía moverse, ni siquiera hacer un pequeño gesto. Una de las manos de Airunesia, mientras ésta sonreía malignamente, se deslizó hacia abajo y abrió con violencia, en silencio, el cinturón de piel curtida… Sergio notó como la mano se enroscaba en torno a su sexo, rozando con los dedos en uno y otro lado… La boca de Airunesia se juntó a la suya, y notó que casi perdía el sentido ante el espantoso hedor que emanaba de la lamia…

—Te quiero… —dijo una voz ronca, que parecía surgir de todas partes—. Has de ser para mí…

Sintió, sin poder evitarlo, los dientes agudos como agujas clavándose en sus labios. El corazón le latía apresuradamente y el terror casi le hizo perder el sentido; un sudor frío resbalaba por todo su cuerpo… La cabellera negra, áspera como alambre, de Airunesia, corrió por su pecho desnudo, mientras la mano, más abajo, rodeaba y apretaba cada vez con más fuerza el miembro viril…

—Detente… ¡detente, lamia! —gritó la voz de Herder, inesperadamente alta—. ¡No es para ti…! ¡Suéltalo, te lo ordeno! ¡Por tres veces, suéltalo, suéltalo, suéltalo! ¡Por Bitru, tu padre adulterino, y por los tres que pueden sepultarte en la tierra, Anazaret, Goziel y Fecor, suéltalo o recibirás tu castigo…!

El gruñido que surgía de todas partes se hizo más intenso, y Sergio sintió como el cuerpo desnudo de Airunesia se retiraba lentamente, a tirones, como si no quisiera obedecer… La mano abandonó su torturado miembro, y la fetidez espantosa disminuyó… Pero los ojos candentes de la lamia seguían fijos en él, con una voracidad absolutamente bestial e incontrolable…

Herder estaba de pie a su lado, llevando en la mano una de las espadas que anteriormente viera sobre el tablero. La tendió hacia adelante, rozando con ella uno de los pechos de Airunesia, y hubo como un chispazo cegador… La lamia se incorporó mientras el rugido disminuía, y se retiró hacia las oscuridades, volviéndose de vez en cuando para dirigir a Sergio una mirada lancinante… y moviendo los gruesos labios… como si amenazase…

—He tenido yo la culpa —dijo Herder, con su voz fatigada—. He protegido tu entrada; pero no te he protegido a ti, y Airunesia ha pedido ayuda a alguno de sus parientes…

Te han atraído fuera. Era tal mi deseo de preparar los instrumentos para convocar a la Potencia, que he cometido ese error… Y ahora acompáñame. La noche aún durará lo bastante para saber lo que hemos de saber… Pero ten en cuenta que, a partir de ahora, todo lo que hagas lo harás voluntariamente; ni yo, ni la Potencia podemos obligarte a nada si no es tu deseo aceptar…

—¿Me dirás dónde está la Columna del Alba?

—Si firmas eso cuando la Potencia te haya aceptado, te lo diré…

Sobre el tablero, al lado de la mano de Gloria, cuya bujía de sebo estaba apagada ahora, estaba el pergamino que Herder había preparado poco antes, y además, otro cubierto de una escritura retorcida y difícil de leer…

—¿No entiendes lo que pone? Yo te lo leeré… «Yo Sergio Armstrong, entrego mis acciones en manos de Herder, dominador de los elementos inmateriales, i renuncio a otro amo en tanto no le ofrezca la piedra de luna i realice acto fornicatorio con sucubo por el designado, lo que aquí manifiesto i juro.» Si estás de acuerdo, lo firmaremos más adelante, y Baalberit será testigo desde lo profundo…

—Pero no entiendo lo que quiere decir…

—Lo comprenderás mientras me acompañas… ¡Oh, sígueme, sígueme! —dijo Herder, con voz ligeramente alta y aterrada—. He de conseguir la unión con ellos, por cualquier medio, PORQUE LES HE PROMETIDO MI ALMA PARA CUANDO MUERA SI ANTES NO LA CONSIGO…

Y así diciendo, Herder le arrastró de nuevo hacía el único pasaje de salida de la nave; el mismo donde tuviera el casi fatal encuentro con la libidinosa Airunesia… Pero ahora, las escaleras descendían hacia las profundidades como si un oculto y temible poder les estuviera esperando, y hubiera cambiado toda la estructura del mundo visible…

Con susurros histéricos de «Vamos, vamos»; con una mano engarfiada en el brazo de Sergio, y llevando en la otra el pentaclo y la mano de Gloria, Simón Herder, tembloroso, con los rasgos demudados, le arrastró por las escaleras, en un descenso que pareció no tener final…

—¡Explícame, explícame! —gritó Sergio, tenso, presto a saltar, sintiendo que su cuerpo era un manojo de nervios desatados…

—¡Oh, sí! ¡Oh, sí! Yo exploré todas, una tras otra, todas las columnas… restos de un legendario pasado… inmutables, eternas… No hay nada en ellas… todas son simples bloques de materia muerta… menos una, menos una ¡menos una, mortal! Y ahora sabrás qué hay en ella, o podrás sentir algo por lo menos… Y eso te convencerá… Firmarás el pacto… ¿lo firmarás?

—¿A qué puede comprometerme esa firma…?

—La piedra de Luna… te dije antes que ellos elaboraron un objeto… ese objeto es la piedra de Luna… está en África, en un templo abandonado… Yo no puedo mentir, mortal… no puedo hacerlo… Los mandriles lo tienen en su poder, lo adoran… y algo… alguien… una entidad a la que odio, y que se titula a sí misma Princesa… que siente por mí el mismo profundo odio que yo por ella, y que jamás la entregará de grado… Ahora no puedes negarte, Sergio Armstrong… tu saliva está en la cuchara que usaste para comer… y yo podría… pero no quiero… no quiero… he de conseguirlo de ti voluntariamente…

Las escaleras descendían sin cesar, y Sergio, aterrado, recordó aquel otro terrible descenso que precedió a su expulsión de la Ciudad… Pero aquí las losas eran de húmeda piedra chorreante, las paredes, de roca musgosa de la que se exhalaba una luz verde y fosforescente, única iluminación de la caverna… Algo como un miasma pálido, tembloroso, surgió de las profundidades invisibles, y pasó junto a ellos, retorciéndose como una vedija de vapor…

—Vade, vade —dijo Herder—. Desaparece…

La vedija hizo un brusco movimiento y se hundió entre las musgosas peñas, sin un ruido.

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