Lo primero de todo fue una tienda portátil, ligera como una tela de araña, que desplegó sobre el cajón, consiguiendo una agradable sombra para su dolorida piel. Después, lentamente, descansando con frecuencia, apiló latas de conserva, varios recipientes de agua, cargas para el fusil magnético, media docena de libros, una caja con frascos de antibióticos y otras drogas, un completísimo botiquín, un estuche de planos, una gran mochila con placa antigrav, un pequeño hornillo portátil… Más tarde comió ligeramente y, mordiéndose los labios, se arrancó de un tirón el seco vendaje del tobillo, cubriendo la herida inflamada con pomada desinfectante y un apósito limpio.
Permaneció dos días allí, reposando y recuperando fuerzas, a pesar de que sentía unos ardientes deseos de reconocer aquella tierra desconocida y salvaje. Pasaba las horas contemplando el herboso panorama que se extendía hasta el infinito, leyendo de vez en cuando alguno de los libros del cajón metálico, y sobre todo, consultando ininterrumpidamente, una y otra vez, sin cansarse, los planos detallados de la Tierra. A pesar de haber activado un pequeño sistema de alarma, ninguna fiera amenazadora se acercó a la tienda, y eso que ahora contaba para su defensa con el rifle magnético, potente, silencioso y preciso.
No olvidaba el bosque, el tumultuoso río, las anchas flores perfumadas. Estaba sintiendo que le gustaba aquel mundo, que había allí una curiosa sensación de paz que nunca encontrara en la Ciudad. Peligro también había, eso era cierto, pero el peligro era algo inherente a la vida humana, y resultaba preciso saber soportarlo, y hacerle frente sonriendo. En el fondo, esta lucha contra la naturaleza y pudiera ser que contra algo más, le gustaba; le hacía sentirse completo y viril, y no un muñeco de salón, como en la Ciudad.
Alguna vez trató de distinguirla a través del intenso azul, pero no lo consiguió. Estaba demasiado lejos, y las capas de la atmósfera la enmascaraban. Pero continuaba allí arriba; lo sabía perfectamente; allí arriba, esperando.
Fue al tercer día, cuando se encontraba bastante repuesto, con las fuerzas casi recobradas por completo y las heridas comenzando a cicatrizar, cuando aparecieron los salvajes. Era por la tarde, y estaba metiendo las provisiones y utensilios en la mochila antigrav, para dejarlo todo preparado con vistas a la marcha que pensaba emprender al día siguiente. Se sentía cómodo y ágil en el traje de caza que sustituyera a sus desgarradas ropas, cuando la caja de alarma emitió un pequeño castañeteo.
Se puso en pie bruscamente, desparramando por el suelo algunas latas de conserva y los prismáticos… A unos cien metros, tres figuras se recortaban sobre una colina, marcándose sus negras siluetas sobre las nubes rojas y doradas del crepúsculo. Mientras las miraba, con el rifle preparado, comenzaron a descender la herbosa pendiente en dirección a él.
Eran tres hombres. El de la izquierda era alto, cubierto de pies a cabeza con un manto de suave piel gris, con el rostro pintado totalmente de rayas rojas, y un gran tocado de plumas en la cabeza. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho y caminaba con pausa. Al parecer, no llevaba armas. El del centro era un poco más bajo, desnudo hasta la cintura, con una apestosa piel negra cubriéndole los riñones, y el torso y las piernas llenos de suciedad, que hacía apenas visibles un entrecruzado de dibujos marrones. Portaba en las manos una maza increíble; de casi dos metros de longitud, terminaba en una enorme protuberancia nudosa, cubierta de puntas, y manchada con sospechosos chafarrinones rojo oscuro… Se cubría con la parte superior de un cráneo de lobo, atado a la cabeza con una piel que colgaba sobre su rostro, ocultando del todo sus rasgos… Dos orificios le permitían ver. El último era casi un enano; de no más de un metro cuarenta de estatura, pero dotado de unos prodigiosos puños peludos, del tamaño de un pequeño jamón. Una piel negra, colocada a modo de saco, le cubría hasta las rodillas… Unos rabos de zorra, atados a la cintura, hacían el oficio de cinturón, y de ellos pendía un tosco cuchillo de pedernal… No llevaba nada en la cabeza, y mientras que los rasgos del primero eran hasta cierto punto nobles y serenos, los de este parecían los de un trasgo surgido del infierno. La frente se arrojaba bruscamente sobre una nariz chata, de anchas ventanas; la boca, medio abierta, dejaba ver unos dientes amarillentos y desiguales, montados unos sobre otros, y llenos de sarro; las orejas, como soplillos, se echaban hacia adelante, y estaban llenas de muescas y dobleces… Una cerrada barba negra completaba el conjunto, coronando la nudosa y potente musculatura del engendro.
Se detuvieron, sin decir nada, a unos diez metros de distancia, y Sergio pudo sorprender una mirada del hombre alto dirigida al rifle. Por si acaso, no se le ocurrió siquiera apuntarles con él; lo mantuvo, sin embargo, en posición de descanso, con la mano derecha en el gatillo, y el cañón apoyado sobre el antebrazo izquierdo, presto a utilizarlo, si fuera necesario.
Durante unos segundos permanecieron así, mirándose mutuamente, sin pronunciar una sola palabra. Después, el de la maza se adelantó un poco, muy poco, y carraspeó:
—¿Tú… tú venir de arriba?
—Si —contestó Sergio—. Vengo de arriba. Soy… soy un visitante de las estrellas.
—¿Tú frascos mercurio?
—No… Yo no vengo por frascos de mercurio. Yo soy… soy un sabio, un mago… Vengo a aprender cosas.
—¿No ser guerrero?
—Bueno… También soy guerrero. Esto —señaló el rifle— es un arma… muy fuerte… muy poderosa. Mata a distancia…
—Haber visto antes… Yo llamarme Manchuok… gran Jefe… Él —señaló al hombre alto— llamarse Vikole, gran sabio, no decir nunca nada. Él —señaló al enano nudoso— llámase Huesok… no ser sabio, no saber hablar, nunca decir nada… ¿Tú llamarte?
—Sergio.
—Sergiok.
—No. Sergio. No vengo a hacer daño a nadie. Quiero paz.
—Si querer paz… —dijo Manchuok, moviendo algo la maza— todos sentarnos en el suelo. Sólo amigos sentados. Enemigos en pie, luchar… con maza, muerte. Sentar, sentar.
—Me parece bien —respondió Sergio, tomando asiento.
Los salvajes hicieron lo mismo, si bien Sergio se dio perfecta cuenta de que, al hacerlo, se acercaban un poco más, hasta situarse a unos cinco metros de distancia. Esto no le preocupaba; el rifle magnético era capaz de acabar con ellos en un instante. Pero no pensaba dejarles acercarse más.
A esta distancia pudo ver que de una de las orejas del enano Huesok surgía un pequeño cilindro blanquecino, de aspecto repulsivo. En su cuerpo, así como en el de Manchuok, había unas extensas manchas rojas, que se rascaban de cuando en cuando. Sus desnudas piernas estaban llenas de arañazos y llagas, y de estas últimas, en las pantorrillas de Manchuok, había dos que supuraban claramente un espeso líquido seroso de color amarillento…
—¿Por qué llevas la cara tapada? —preguntó.
—Por gusanos —contestó el otro, con la voz amortiguada por la piel—. Muchos, muchos en narices y boca… Decir que yo infectar… Piel buena medicina… no dar gusanos a otros guerreros… ¿Dónde estar nave del cielo en que tú venir?
—Está en el bosque —contestó Sergio—. Mis amigos me esperan allí… No tardarán en venir…
—¿Ser muchos… muchos?
—Muchos.
—Visitantes estrellas muchos —recopiló Manchuok, haciendo un movimiento con la maza—. Tú bueno. Yo levantar piel y dejarte ver gusanos… Muchos, muchos. Muy raro.
—No, gracias —dijo Sergio, apresuradamente—. Deja la piel quieta y no me enseñes nada.
—Ser muy raro. Sólo yo tener.
—Es igual. Otro día. Ya los veremos. Hoy no.
Manchuok hizo un gesto con los hombros, que, si hubiera podido verse su expresión, habría tenido una clara significación de sorpresa ante el rechazo de tan escogido espectáculo. Dirigió el rostro hacia el enano y le dio un ligero golpe con la maza, como si pretendiera hacerle partícipe, de su asombro.
—Guaj —dijo el enano—. Guarf. Jojojok. Guarf.
—No tener cabeza. No saber hablar. ¿Visitante estrellas mucho? No saber… no ver nada. Tú ser criminal… otros venir, hace muchos soles… Hombres malos… Matar. ¿Tú ser malo como ellos?
—Yo no —contestó pacientemente Sergio—. Si lo fuera no tendría un rifle, como este.
—Eso —apostilló Manchuok, señalando al cajón metálico— venir de las estrellas… otros visitantes estrellas, no de mercurio… malos, malos, venir igual.
—Yo no lo soy… no soy un criminal. A los criminales no los mandan con armas. Yo he venido a buscar esas grandes columnas negras, como montañas… ¿Las conoces? Manchuok dio un salto hacia atrás, como espantado.
—Conocer… muy malo… demonios… no acercarse. Muy malo. Guerreros morir comidos allí… Muy malo.
—Escuchadme —dijo Sergio—. Tengo mucho interés en encontrar una de esas columnas. Creo que sé cuál es… hacia el Norte. No me importa que me ayuden, pagaré con antibióticos. Puedo cazar con el rifle; tendréis buena comida. Sólo necesito que me guiéis.
—Hablar mucho —contestó Manchuok—. No entender nada. ¿Tú entender, Vikole?
El hombre alto no contestó. Sus ojos, azules y fríos, estaban clavados silenciosamente en Sergio, como si le estudiase profundamente. Al cabo de unos segundos hizo un ligero gesto negativo con la cabeza.
—Digo —repitió Sergio, ya impaciente— que si me acompañáis y me guiáis por la selva, o lo que sea, cazaré para vosotros y os haré regalos. ¿Entendido?
—Ir… ¿dónde?
—A las columnas negras… una detrás de otra… El hombre alto se puso en pie, silenciosamente, y sus compañeros le imitaron.
—No ir, no ir —dijo Manchuok—. Mucho malo allí… No ir.
—¿Os marcháis?
—Irnos ahora… Pero antes dar regalos. Visitantes estrellas dar regalos siempre. Criminales no; sólo estacazos.
—Está bien.
Sin volverse, Sergio extrajo tres pequeños frascos de desinfectante de su mochila. Iba a arrojárselos, cuando el hombre alto se movió silenciosamente hacia él… Sergio comenzó a levantar el fusil, pero el otro abrió las palmas de las manos mostrándolas vacías…
—No hacer daño —dijo, hablando por primera vez, con voz suave—. No temer. Yo sólo imponerte manos; no daño. Buena medicina.
—Gronff, gronff —dijo el enano, dando un par de saltos—. Chuok, chuok.
La voz del hombre alto, llamado Vikole, sorprendió a Sergio. Si la hubiera oído en la Ciudad, habría dicho que era la voz de un orador político, y de un orador político hábil. Suave, profunda, agradable… convincente. Le parecía imposible que un hombre que hablaba así pudiera engañarle… Luego recordó a un gran orador de la Ciudad, el conde Ratkoff, y la desconfianza renació de nuevo en él. Pero como el hombre alto no parecía ir armado, y los otros dos se habían alejado un poco, decidió darle gusto.
Los fríos ojos azules se fijaron en los suyos, pacíficamente. Su expresión cambió algo volviéndose bondadosa, soñadora. Se cerraron un poco, y cuando volvieron a abrirse miraban hacia lo alto, como ausentes. Lentamente las manos de Vikole subieron, con las palmas completamente abiertas, y con una suavidad de seda se colocaron sobre su frente. Estuvieron allí un segundo tan solo, y se retiraron bruscamente, mientras una expresión de sorpresa, rápidamente borrada, aparecía en los ojos del hombre alto.
—Mucho sufrimiento —dijo, con lentitud—. Muy difícil. Pero tú no criminal.
Arropándose en su manto, Vikole volvió hacia atrás. Hizo una seña a Manchuok.
—Coger regalos.
A su vez, Manchuok, después de dejar la maza en el suelo, se acercó, tomando en sus sucias manos los tres frasquitos. Un hedor a suciedad y a alcohol, como si Manchuok estuviera ahíto de algún vino barato, llegó al olfato de Sergio. Recordó entonces que no había sentido ningún mal olor procedente de Vikole. Seguramente esta gente, destilaba burdamente algún licor de cualquier planta desconocida. Sin decir una palabra, Manchuok colocó los regalos en un zurrón de piel, recogió su maza y comenzó a andar hacia la cima de la colina. Sergio permaneció inmóvil, viéndolos marcharse. Al cabo de unos minutos, sólo la figura del enano permaneció visible en la cresta cubierta de hierba, dando saltos, y alzando los dos puñotes peludos sobre su cabeza…
—Gronff —trajo el viento—. Gronff… Chuok, chuok.
Durante las tres jornadas que siguieron, Sergio caminó hacia el Norte en busca de la columna negra que viera pasar en los últimos instantes de su descenso. Tenía un mapa que situaba claramente, en el extenso continente llamado Europa, una hilera de columnas, desde el Norte, hasta el extremo Sur. Si bien no sabía muy bien en qué parte de Europa había caído, tenía ahora la certeza de no haberse equivocado en sus cálculos para el aterrizaje; sí, en cambio, se había equivocado en su capacidad para dormir… Si los cálculos hubiesen estado equivocados no habría descendido en Europa (el único continente en que se alzaba la hilera de ciclópeas columnas) sino en África, o en algún océano… Por tanto, era evidente que, en vez de dormir cinco o seis horas, había dormido cerca de veinte…
Las colinas herbáceas se extendían ininterrumpidamente, una detrás de otra, rotas de cuando en cuando por un macizo bosquecillo de chopos, o por un roquedal abrupto que surgía de las entrañas de la tierra, alzando al cielo sus aguzados cuchillos de roca. En uno de ellos, encontró uno de aquellos orificios casi circulares como el que el doctor Singagong describía en su libro, pero no se entretuvo en explorarlo.
En varias ocasiones halló pequeños animales que no supo reconocer, y abundancia de pájaros. Mató dos patos con el silencioso rifle, y devoró uno de ellos, bien asado con la potente llama de la cocinilla portátil. Una vez, durante la noche, la caja de alarma castañeteó con fuerza, y pudo percibir, al salir de la tienda, algo enorme y peludo que daba vueltas en las cercanías. No disparó, limitándose a esperar, y la fiera, o lo que fuese, desapareció rugiendo en las oscuridades nocturnas.
Al tercer día vio aparecer en el cielo, antes de ponerse el sol, una luna pálida y ancha, que iluminó durante unas horas, con su triste luz plateada, el lugar que había escogido como campamento.
A la mañana siguiente, después de contemplar de nuevo, como otros días, el siempre renovado prodigio del maravilloso amanecer (no se hubiera cansado nunca de verlo) pudo divisar a lo lejos las cimas neblinosas de unas montañas… Le parecía recordar que en esas montañas, precisamente, se encontraba la columna negra que iba buscando; por ello, reanudó con nuevos ánimos la marcha en aquella dirección. Caminaba alegremente, silbando y respirando a pleno pulmón el fresco aire de la madrugada; gracias a la mochila antigrav, el peso de las provisiones e instrumentos no sobrepasaba los dos kilos; y el contacto con la empuñadura pulida del rifle le daba seguridad.