Mientras Herder depositaba el pergamino, ahora ornado de un signo monstruoso en intenso color negro, la carcajada continuaba sin cesar, haciendo retumbar los muros… El caballo apocalíptico, como espantado, pataleaba pesadamente sobre el suelo, haciendo brotar centellas de sus cascos… BILETO mirándoles fijamente con sus enormes ojos, reía, reía…
—Por el acero y el fuego, por CAACRINOLAAS que te trajo, por el Todopoderoso, BILETO, ¡yo te libero!
Los sonidos cesaron bruscamente, la tensión decreció, y con un espantoso crujido, el techo de roca de la caverna se derrumbó sobre ellos, sepultando a BILETO y a todo lo que le rodeaba…
Cuando Sergio, aterrorizado, alzó la vista, vio que todo se hallaba como antes… con la única diferencia de que BILETO había desaparecido totalmente.
Herder untó el dedo índice de su mano izquierda con saliva, y rompió los dos círculos, el interior y el exterior.
—Ahora podemos salir… ¡Por fin, Señor, por fin! Unos días más, y me habré librado del peligro… No se apoderarán de mi alma… y además, lograré la Verdadera Unión… El engendrado por ti, Sergio, y la Piedra de Luna… Tu semen dará lugar a una nueva raza que dará a la Tierra la verdadera Unidad… Salgamos de aquí.
Llevando en sus manos, cuidadosamente, con amor, el pergamino, Herder precedió a Sergio por las escaleras. Parecía que esta vez hubiera muchas menos, o quizá fuera simple imaginación; pero lo cierto fue que llegaron casi inmediatamente a la sala-oratorio de Herder. Este parecía deseoso de perder de vista a Sergio… Depositando el pergamino bajo un pesado libro encuadernado en cuero, tomó el rifle y la botella de licor, y los tendió al joven…
—Ten; ya puedes guardarlos. Ahí está tu mochila sobre la mesa; tómala. Es preciso que empieces en seguida… No podrás intentarlo tú solo; te harán falta hombres; ahora que eso no escaseará… Sígueme.
Bajo las manos de Simón Herder, ahora lleno de nueva vitalidad, la pesada puerta de madera cubierta de inmundas tallas se abrió rápidamente. Era aún de noche, y la luna expandía una luz enfermiza sobre el deformado bosque…
—Espera aquí, sin moverte.
Sergio, a todo trance, echó un largo trago de visqui de la botella que acababan de devolverle. Hubo como un clamor, y un animalejo peludo, con ojos brillantes, salió corriendo a través del hueco abierto en la muralla. Por si acaso, Sergio repitió la dosis.
En ese momento vio que una estela de fuego cruzaba de un lado a otro el firmamento. Como un general alarido de dolor acompañó el paso del meteoro sobre el bosque…
Herder volvió a entrar a través de la muralla, trayendo de la rienda un gran caballo negro de largo cuello y terribles ojos.
—¿Has visto eso? ¿Has visto eso? Era una nave, una nave procedente del espacio… ¿Has escuchado cómo se han quejado los Seres…?
El caballo permaneció al lado de Sergio, exhalando nubes de vapor en el helado aire nocturno. Iba enjaezado con una suave silla de cuero crema, gualdrapas de seda roja con borlas doradas, con una A mayúscula en oro bordada en ellas… Las bridas y el atalaje eran de cuero rojo tachonado de plata…
—Toma este caballo; es tuyo —dijo Herder—. Su nombre es Aneberg… es el caballo más rápido del mundo.
—Yo no sé montar a caballo…
—No te preocupe eso… De Aneberg no puede caerse nadie… aunque llevase un muerto encima no se caería…
«Eso no lo dudo» pensó Sergio, mirando con recelo al animal, que permanecía tranquilo, a su lado, como si le gustase su compañía. De no ser por el disforme cuello y los brillantes ojos de expresión amenazadora, hubiera sido un hermoso animal…
—Necesitarás gente… Ve a la alquería de Muller, doscientos kilómetros en la dirección de la salida del sol… Allí hay un hombre, o sino te dirán dónde está… el Capitán Grotton… él te ayudará.
—Necesitaré provisiones, armas…
—Nada de eso es preciso; ya lo verás… Encuentra al Capitán Grotton y él lo resolverá todo… incluso estuvo en África dos veces, y una de ellas muy cerca de donde está el templo. Sabe perfectamente donde es, y uno de sus lugartenientes, también.
—¿Cómo reconoceré la Piedra de Luna?
—La reconocerás… la reconocerás… Está en el Templo en un altar; los Mandriles la adoran… Emite una luz igual a la de la luna… No hay duda sobre eso, la reconocerás… Y ahora monta a Aneberg…
Torpemente, Sergio puso un pie en el estribo de acero bruñido, y se alzó, con más facilidad de la que esperaba, sobre la silla… Aneberg expulsó un chorro de vapor por sus narices, y caracoleó ligeramente, muy despacio, como para darle confianza. Sergio tomó en sus manos las riendas… el único conocimiento que tenía de la equitación, lo había adquirido a través de libros o de alguna película… Con paciencia, viendo su total desconocimiento del asunto, Herder le explicó cómo coger las riendas, cómo hacer girar al caballo…
—Pero no te preocupes… Aneberg no te tirará… él es capaz de hacerlo todo solo… Sobre todo, ten la seguridad de que no te caerás de él; sólo bajarás cuando quieras hacerlo…
—¿Cómo voy a salir de aquí…?
—Aneberg sabe el camino… Parte, parte ya, de prisa… Lo último que vio Sergio, antes de que el piafante Aneberg le introdujese, al paso, en el malsano y espectral bosque, fue la figura de Herder, inmóvil ante los leprosos muros de su castillo, con el rostro vuelto hacia él…
El Capitán Grotton estaba sentado, presentando un aspecto muy similar al de una rana calva, a una maciza mesa cuadrada. Tras él, el viejo Mansour gruñía, mirándoles de reojo, mientras él y sus hijos e hijas trasteaban con las cubas de lavado, los alambiques, centrifugadoras, retortas y probetas del laboratorio químico. El Capitán Grotton tenía el cráneo totalmente pelado, brillante como si lo hubieran barnizado, y una corta barbita gris, de chivo, bajo unos rasgos anchos y mal encajados. La boca, alargada y curvada hacia arriba, mostrando frecuentemente unos grandes dientes amarillos ennegrecidos por el humo de sus gruesos cigarros de hoja; los ojos, redondos, verdes, y casi sin expresión, cubiertos por hinchados párpados amoratados; la nariz, plana y con ventanillas oscuras, llenas de pelos… Sin embargo, su voz era aguda, como la de un niño de pocos años…
—Temía —dijo Sergio, palpándose las doloridas posaderas— que esto te quitase tiempo para tu lucha contra los bandidos…
Señaló con la barbilla a un mugriento ejemplar del «Clarinazo», posado sobre la mesa, a corta distancia de las salchichudas manos del Capitán Grotton.
—Ya le diré yo cuatro cosas al Manchurri cuando lo coja por mi cuenta… En cuanto a eso, joven… ¿Sergio… dijiste?
… óyeme. Si crees que luchar contra los bandidos es ir persiguiéndoles de aquí para allá… pues bien, sí, lo hago, cuando no tengo otra diversión… No tengo mujeres ni hijos… comer, como en cualquier sitio, y dormir, donde me dejan… Cuando sea viejo y no sirva para nada, el bueno de Mansour me dará un rincón donde morirme… ¿eh, Mansour?
—¡Mal rayo te parta, Grotton! —contestó el viejo, alzando un recipiente lleno de polvos blancos—. Al menos podías echar una mano…
—Como decía… —siguió el Capitán Grotton, enarbolando el vaso graduado lleno de un líquido transparente—. A los bandidos se les coge difícilmente así… Yo, normalmente, inicio expediciones a lugares desconocidos… y si atino en la elección, la gente viene a mi lado a bandadas… Dejan de ser bandidos y vienen conmigo, ¿entiendes? Hay a quien le cansa el estar cultivando rábanos o fabricando papel… hay quien tiene deseos de aventuras… y si no encuentran otra cosa, se hacen bandidos. Por eso digo que tu idea es buena, y que tendremos gente de sobras, ya verás.
—Yo no cuento con muchos céntimos… sólo cuarenta y ocho.
—¿Quién te ha pedido nada? ¡Ya lo pondrán los que vengan! ¡Como si hubiera que darles algo encima! Mansour… ¿te sobra un poco del veneno éste para nuestro amigo?
Rezongando en voz baja, el viejo Mansour colocó un chato vaso de precipitado ante Sergio y lo llenó casi hasta los bordes con el líquido transparente…
—¿Qué tal? —dijo el Capitán Grotton, observando atentamente el congestionado rostro de Sergio—. ¿Has probado mejor ginebra en tu vida?
—Desde luego que no —dijo Sergio, articulando difícilmente las palabras. Y decía la verdad; aquello era fuego líquido—. Sólo había bebido vino… y visqui, del que hacen en Abilene…
—Eso es para niños de teta. Vamos a ver… yo veo las cosas así. Veinte hombres para la primera oleada; veinte hombres bien pertrechados y experimentados… ya los elegiré yo de entre los que sé presenten… viene mucha basura, no creas, pueblerinos qué en su vida le han acertado con un rifle a una manta a tres pasos de distancia, y que arman en el bosque el mismo ruido que un borracho en una fábrica de platos… y se creen que al Capitán Grotton se le va a caer la baba cuando los vea…
—Temo que yo soy de esos —dijo Sergio—. Digo, de esos de la cacharrería… con el rifle me las compongo bastante bien…
—Yo me ocuparé de todo… ¡Voto a tal, que vamos a conseguir esa piedra de Luna, o como se llame! ¡Verás tú a la gente venir como moscas, diablos! Pero de ti me ocupo yo… Ese juguetillo con tantas palancas que llevas ahí me temo que no te sirva para practicar… ¿Cuántas municiones tienes?
—En este momento trece cargadores completos, y uno a medias… Podría conseguir más… pero no tengo tiempo…
—¡Tiempo! ¡Tiempo! Eso es lo que sobra… ¿De manera que quieres reservar ese juguete para la aventura de verdad? Lo que te hace falta, para practicar mientras organizamos las cosas, es un buen fusil de pólvora… de todas maneras, un día u otro tendrás que acabar usándolo… ¡Mansour, tráeme a la vieja Bessie!
—No me da la gana —dijo el Viejo, mirando al Capitán Grotton con ojos que lanzaban chispas—. Levanta tu gordo trasero y tráetela tú… Ahí está, junto a las bombonas de ácido…
El Capitán se levantó, torpemente, y se movió a través de las estanterías cargadas de frascos y matraces con la misma gracia de un cetáceo… Extrajo de entre unas bombonas enfundadas en paja un fusil alargado y roñoso, y como si mostrase una rara joya, lo colocó sobre la mesa ante Sergio.
—Ahí la tienes —dijo, después de beber un sorbo de ginebra—. La mejor arma que existe en Europa… Dos semanas de trabajo para Mansour, o tres céntimos… a elegir… No; no la mires con esa cara de asco… Ya sé que está sucia, y roñosa… pero eso es la garantía de su clase… No es un fusil de hojalata como lo que cambian por ahí… es un fusil en serio…
Lo cierto era que la apariencia de la vieja Bessie era repugnante. La platina y las guarniciones cubiertas de orín; el cañón negro de suciedad y la madera de la culata llena de arañazos y muescas, y barnizada de una verdinegra capa de grasa humana y de espesos residuos sin identificación posible.
—Que no la mires así —repitió el Capitán Grotton—. Si la limpias un poco, ganará en aspecto, pero no en precisión… La hizo el mismísimo Old Screwhand, el armero del Norte, de quien habrás oído hablar… Yo tengo ahora otra, que me hizo él mismo, antes de morir, a juego con una pistola… de acero con callos de herradura… damasquinadas… preciosas…
Y el Capitán Grotton se plantó los dedos morcilludos, reunidos en piña, ante los gruesos labios, y les dio un beso…
—Sólo te la vendo porque me has dado una buena idea… y eso hay que agradecerlo… ¡Va a venir la gente a montones!
—Pero no lo entiendo bien… si no ganan nada con ello, ¿qué puede impulsarles a venir?
—¿No te dijo ese chiflado de Herder que no te faltaría gente? Escucha… Yo, aunque no lo creas, en mis ratos libres, leo un poco, y hasta he pensado escribir mis memorias…, «Aventuras del Capitán Carlos Grotton» por el Capitán Carlos Grotton. ¿Suena bien? No le tengas miedo a la ginebra, joven; aprovecha ahora, que cuando vayamos a África no beberás ni una gota… Escucha… Hace muchos años, en los tiempos legendarios, hubo un hombre, un tal Charles Gordon… hasta su nombre y el mío eran parecidos… Un Rey de aquellos tiempos, el Rey Leopoldo, le nombró Gobernador del Congo, que según parece estaba en África… Es de suponer que el asunto fuera bueno… ¿Y qué hizo Gordon? Pues no, señor; no se fue a ese puesto maravilloso; no. Se fue a Khartoum… una ciudad perdida en el desierto, entre los negros, con una birria de sueldo, a salvar al ejército que había allí… No lo hizo por dinero, ¿verdad? ¿A que había algo más? Y cuando pudo salir de Khartoum, no lo hizo, se quedó allí, porque hubiera podido huir solo… ¿Qué ganaba con ello?
—Nobleza obliga —contestó Sergio.
—Eso mismo pensaría él. Pues bien; aquí la nobleza nos obliga a todos, y vale. O por lo menos al que quiere sentirse obligado… Y ahora vamos a lo serio. Veinte hombres, con una carreta, entre ellos tú y yo, en primera línea. A dos o tres días de distancia, veinticinco hombres con otra carreta… Si encontrase un buen coronel…
—¿Un qué?
—Un coronel… No tienes idea de estas cosas. Yo soy el jefe, el Capitán Grotton…
—¿Quién te nombró capitán?
—Yo mismo, ¿quién iba a ser? Un día decidí que eso sonaba mejor que Grotton a secas, y le dije a todo el mundo que me llamase así… Como iba diciendo: Yo soy el Capitán, y dos coroneles mandan dos grupos a mis órdenes…
—Pero un coronel es un grado superior a capitán…
El rostro del Capitán Grotton se puso rojo… Durante unos segundos sus ojos, como dos lanzas, se clavaron en los de Sergio. Después, su mirada resbaló hacia la mugrienta Bessie, que aún yacía en la mesa, entre ambos, y poco a poco su expresión se dulcificó.