El Doctor Blanchard, el mejor medico de la Komarca, anuncia que dispone de un ecselente surtido de antiaborticos, prosedente de la ultima redada en las Minas de Mercurio
Hombre hapuesto, viajante, abenturero, atraztivo, busca mujer vella para pasar un vuen rato ha medias. La redajcion
La consulta del doctor Blanchard resultó estar establecida en el centro de la ciudad, en una acogedora casa sin porche, con el techo cubierto de arbolado. Había una gran nave llena de frascos y material de laboratorio, con un refrigerador en un extremo, que temblaba al funcionar… El doctor, un hombre joven, con barba negra terminada en punta, explicó que funcionaba a base de un motor movido por gas natural, y que otros médicos se veían precisados a utilizar una máquina de vapor… Por eso se había establecido allí cuando murió el anciano doctor García, una vez que le dieron el título, y recibió el molde para hacer moneda.
—¿Quién hace estas moneditas? —había preguntado Sergio.
—Los médicos, naturalmente.
En la pared estaba el título; enmarcado sobriamente bajo cristal. Era una carta autógrafa, firmada con una rúbrica de grandes rasgos. Decía:
«Yo, Theron, doctor Cherenkov, DECLARO que en el día de hoy considero que mi discípulo Juan Blanchard ha aprendido todo lo necesario para ejercer la medicina; ha prestado juramento de no emitir moneda falsa, y ha recibido un molde; usará desde hoy el nombre de Juan, doctor Blanchard.»
—Arturo Morris irá seis días a las Minas de Mercurio. Le entregué tres frascos de Estelatrina; Matilde Hagen mandará uno de sus hermanos o padres quince días… fueron… vamos a ver…
—Ya lo recuerdo, Manchurri; lo tengo aquí anotado.
—¿Por qué las hacen los médicos?
—¿Quién va a recibir la sangre, sino?
—¿Qué sangre?
—Pero… Bueno; tú no sabes lo que significa céntimo. Centímetro cúbico; de sangre, claro está. Puedes solicitar tu moneda cuando te haga falta, aunque no se usa mucho; es preferible cambiar cosas; mucho más divertido…
—No me vendría mal tener unos céntimos…
—Bien; veremos al doctor Blanchard… A través de la jeringuilla y la goma, la sangre pasaba a una probeta. El doctor le había hecho antes un par de pruebas «Tipo O, Rh negativo. Eres un donador perfecto… No más de cincuenta céntimos… ya sabes». Entraba gota a gota; era una sangre casi negra; Sergio la miraba atentamente…
—Traigo frascos de medicinas en la mochila; también una pistola inyectora… pero esta querría quedármela…
—No te puedo dar céntimos por eso… Si los entregas lo único que te puedo dar es un certificado de liberación de trabajo en las minas de mercurio… Podrás usarlo tú, si te pones malo, y tienes que recurrir al fondo de medicinas, o cambiárselo a otro…
—Está bien.
El doctor Blanchard tomó un tampón y colocó un sello de tinta roja sobre el brazo de Sergio, en donde se leía el nombre del médico.
—¿Para qué es eso?
—Tarda un año en borrarse… Nadie te tomará sangre antes…
El camino hasta Abilene se le hizo interminable a Sergio. Praderas, bosques, pantanos, montañas, colinas, ríos, puentes rústicos… paradas en caseríos… Y la eterna máquina de vapor abrasando la cabina, los pedales, las borracheras del Manchurri, más intensas ahora que el Vikingo se había quedado en Toledo…
Sergio se había despedido de él con dolor. Sentía, como los demás, una extraña admiración por aquel hombre.
—Si ves al Saurio, dile que no me guarde rencor…
—¿Por qué no habría de guardártelo?
—Me gustaría que hubiera paz entre los dos, si otra vez vuelvo por aquí…
—No siempre la paz es conveniente… ni tampoco que no haya rencor… No sería bueno demasiada blandura… Te deseo suerte, Sergio. Volveremos a vernos; puedes estar seguro de ello.
Arboledas inmensas, a través de las cuales el carromato se deslizaba sorteando los anchos troncos de los árboles. Noches interminables bajo las estrellas, bajo la luna, con el arma al brazo, y los ojos vigilantes. Sergio se había acostumbrado ya al trato con los habitantes de la tierra, y también a que todos llevasen armas, como una cosa natural y derecho inalienable del ser humano. De no ser por la orgullosa resolución que le había sacado de la ciudad, hubiera reconocido más sinceramente el amor que comenzaba a sentir por este mundo amplio, intocado, natural, y por estas gentes desorbitadas, generosas sin exceso, siempre con ganas de divertirse, habladoras, trabajadoras a ratos, y al mismo tiempo. lo suficientemente duras para subsistir y enfrentarse a la adversidad.
—Sonríe a la adversidad —dijo, en voz baja.
—¿Qué dices, señor?
—Manchurri… te he dicho que no me llames así…
—Es que me gusta más; desde que hiciste lo que hiciste, quiero manifestar así mi respeto por ti. Que eres un señor, eso se nota, y yo sé perfectamente que es así como debo hablarte… A más que si te he de llevar a ver al malsín de Herder, me dejarás por lo menos hablar como quiera…
—Si no bebieras tanto…
—Tú también bebes, señor, que no creas que no he visto que te has traído de Toledo media docena de frascos de visqui… ¿Le cogiste gusto? No tienes por qué avergonzarte… bebiendo sin exceso, como yo…
Oír esto, cuando ya había escuchado cinco veces la historia del cofrecillo de monedas de plata y la muchacha triste de Donegal, era más de lo que Sergio podía soportar sin reírse. Y le brotó otra vez la misma risa sana de ocasiones anteriores… una risa que todavía era para él como un presente nuevo, un regalo inesperado e inestimable.
Abilene estaba situada en un cuenco, entre grandes montañas cubiertas de hayas, robles y abedules. Al entrar en él, a través de un pequeño puerto que resultó difícil de coronar para el fatigado vehículo, una pareja de osos se levantó perezosamente y se metió gruñendo entre los matorrales… A medida que el carromato descendía muy despacio, sorteando los troncos violáceos de los robles y la flexibilidad etérea de los abedules, una abundante vida animal se iba haciendo presente. La sensación de paz era profundísima… «El aura es muy buena —pensó Sergio—. Ya está claro porque construyeron aquí la ciudad.» Recordaba ahora otros lugares que habían atravesado, donde eran perfectamente perceptibles sensaciones amenazadoras o de terror…
No distinguió Abilene hasta que estuvieron casi encima de ella… Pasaron a través de campos irregulares trazados entre los árboles, combinados con estos como si formasen parte del paisaje… De la montaña más alta venía el sordo rumor del agua al caer, y a Sergio le costó trabajo distinguir el brillo plateado de la cascada entre el espeso arbolado. Canales de riego construidos de forma que pareciesen arroyuelos naturales pasaban al pie de los troncos, depositando el agua en los campos…
Dos humaredas negras les descubrieron la ciudad. A su entrada, como en Toledo, había un cartel.
WELCOME ABILENE
Población: 209 habitantes
Médico, serrería, pólvora,
Imprenta, vidrio, calzado.
Estaba escrito con unos tipos mucho más elegantes, y desde luego con perfecta ortografía, cosa que se echaba de menos en el de Toledo.
—Es la ciudad más grande que conozco —dijo el Manchurri, arrojando un par de tacos de madera en el hornillo—. He oído hablar de Atenas; dicen que hay cerca de mil personas. Pero está demasiado al Norte; no he llegado nunca allí. Además, señor y amigo… ¿no debe ser insoportable el vivir con tanta gente molestando y armando ruido?
—Hemos tardado quince días en llegar, Manchurri. ¿No decías que eran seis o siete andando?
—Si lo dije cuando estaba con el cofrecillo y la muchacha de Donegal, no te extrañe, señor. Que a veces, no sé por qué, digo unas tonterías…
—Menos mal que como editor de periódicos eres serio.
—No me lo recuerdes, por favor.
La ciudad estaba construida entre los árboles, en el centro del cuenco entre las montañas… No se había intentado disimular las casas; pero todas ellas estaban pintadas del mismo tono verde que el boscaje; por eso resultaban casi indistinguibles… Un par de chimeneas arrojaban al cielo dos espesas humaredas negras, que se disolvían en el aire transparente.
—Aquello es la fábrica de pólvora…
Había un edificio muy separado de los demás, encaramado en la montaña, junto a la cascada. Forzando la vista se distinguía una gran rueda de paletas girando calmosamente bajo el impulso del agua. Las dos fábricas del fondo del valle también tenían sus correspondientes ruedas…
—Está muy indus… industri… ¿cómo se dice?
—Industrializada.
—Vaya por el condenado palabro, que no saben que inventar para decir que tiene mucha maquinaria. Pararemos un día tan solo; lo suficiente para que carguemos con que cambalachear por las rutas transhumeantes, y hacer ver a los abileños las últimas novedades, nacionales e importadas…
—Si eso último lo dices por las latas de conservas que te di…
—Sí, señor. Que siempre habrá algún caprichoso que quiera presumir de haber comido alimentos de las estrellas, aunque la que abrimos la otra noche sabía a diablos… y todo será que algún agreste consumidor me atice un cantazo si no le gusta el contenido…
La parada, a pesar de la impaciencia de Sergio, no se limitó a un solo día. Bien es cierto que durante la primera jornada, el Manchurri se tomó el asunto en serio; cambió sus mercancías por los productos de Abilene, sobre todo haciendo buen acopio de hojas de vidrio, que embaló con grandes precauciones y no olvidándose de recoger un ocular para el microscopio del doctor Blanchard, que se lo había encargado mucho. Pero el segundo día, en vez de partir, se enredó con un tal Macduff, que se ocupaba, con su familia, de la fábrica de pólvora, y juntamente con dos o tres desocupados más, que se les unieron, organizaron un enorme escándalo en mitad de la plaza, acompañado de abundante bebida y de persecuciones de mujeres. A poco, se les unieron dos o tres chicas, que les acompañaron en las libaciones, y procedieron a perseguir a los hombres más interesantes…
Sergio se libró con dificultad de una de ellas, una rubia de ojos verdes que le acorraló en una esquina… Más tarde, tuvo una seria discusión con su hermano, que se consideraba muy ofendido ante este forastero que había rechazado a su hermana. Sólo le salvó la intervención del Manchurri, que juró y perjuró que Sergio tenía todo eso prohibido a causa de una enfermedad «procelosa». Sergio intentó convencer al Manchurri para que emprendiesen la marcha al día siguiente.
—Pero si no puede ser, señor… Si no es culpa mía. Es culpa del Herrero… Tengo que llevarme clavos, que no tengo, y como el Herrero ha cambiado bastante en los últimos dos días, dice que no trabaja hasta que no le haga falta… Si Joe Navajas no hubiera pasado por aquí antes…
—¿Y no hay forma de convencerle?
—No, señor. Cuando alguien dice «No quiero» es «No quiero»… Y tiene razón… ¿para qué le va a servir amontonar más de lo que puede comer este invierno? Cuando se aburra de no hacer nada… que será pronto… me hará los clavos. Eso si no le pasa como al tornero de Valparaíso, que se aburrió de ser tornero y se marchó a otro lugar a poner una plantación de tabaco… Pero aquí no hay miedo. Este es un herrero como es debido; le gusta hacer clavos y herraduras, y las hará…
Entristecido, mascando maquinalmente unas bayas de verdellón, Sergio se dirigió a las afueras. Estaba arrepentido, hasta cierto punto… ¿Por qué no haber hecho caso a la hermosa muchacha rubia de ojos verdes? Cerró los ojos, enfurecido… Sentía miedo ante ella… como lo había sentido ante Leonor… y estaba seguro de que ellas se darían cuenta en seguida de su inexperiencia; de una inexperiencia en un mundo donde lo normal era lo contrario. Había pretendido ocultar su sensación de inferioridad con una fingida indiferencia, cuando lo cierto era que le habría gustado mucho coger a la joven en sus brazos, seguirla a donde ella quisiera…
—¿Me lo dejas ver?
Era un niño de unos doce años, con el pelo hasta los hombros, vestido con blusa y pantalón de piel.
—El rifle, hombre…
—¡Ah, sí! Espera…
Sergio sacó el cargador gris mate, y tendió el rifle al niño. Este lo miró y lo remiró, manejándolo con la misma seriedad que una persona mayor… apuntó hacia las profundidades del bosque, y después, lo devolvió. Sergio se dio cuenta de que en ningún momento el cañón estriado había estado dirigido hacia él ni hacia el pueblo…
—¿Dónde puedo conseguir uno?
—No los hacen aquí, niño. Lo traje de arriba, de las estrellas.
—Mis padres tienen tres escopetas de dos cañones, pero no son como ésta. Los he acompañado muchas veces a cazar. Cuando cumpla quince me darán uno… me hubiera gustado que fuese como éste. ¿Cuántos disparos tiene?
—Veinticinco en cada cargador.
—¿Qué pólvora usa? ¿Es difícil de cargar? ¿Cuánto alcanza? ¿Seguro que no hay aquí?
—No. Alcanza dos mil metros; eso es el visor telescópico…
—¿Para qué sirve? ¿Me dejas tirar con él? ¡Tengo trece años ya!
Tras dos interminables días en que el niño le persiguió por todas partes, siempre mirando el rifle magnético con ojos golosos, el problema del herrero y los clavos se solucionó por fin. De mañana, algo antes de amanecer, salieron con el automotor por la parte opuesta a la que entraron. El Manchurri, por una parte, estaba muy satisfecho, pues había hecho buenos cambios, y la trasera del vehículo estaba tan atestada de mercancías que prácticamente no se podía entrar.
—Unas cuantas sesiones así, y reúno para otros dos bueyes.
Pero por otra parte, se le notaba claramente la preocupación por tener que enfrentarse con el temido Herder. A pesar de que Sergio no se privó, durante el camino, de un par de tragos de visqui, el Manchurri no recurrió en absoluto al vino… y tanto él como el Huesos permanecieron silenciosos y hoscos. Comieron frugalmente, sin detener la marcha del vehículo, y a media tarde, tras una sola y breve parada para cargar leña, llegaron a una explanada desértica, barrida por los vientos, donde solamente se alzaban al cielo una hilera de mogotes rocosos, que la cerraban por un lado.
Sergio hubiera sido incapaz de distinguir una de otra las sombrías aberturas que se abrían entre las peñas, pero el automotor, dirigido por la temblorosa mano del Manchurri, se dirigió rectamente a una de ellas… Una espesa vegetación de árboles desconocidos, de tronco oscuro, leproso y hojas casi negras, la cerraba herméticamente. Parecía imposible que el vehículo pudiera atravesar la apretada cortina de troncos retorcidos y macizos espinosos, repletos de agujas violáceas que apuntaban, amenazadoras, hacia ellos. Los dos dedos de roca fronteros se levantaban repulsivamente sobre la odiosa vegetación, como dos señales de advertencia.