—Has bajado hace un mes de la Ciudad, y ya quieres saberlo todo. Aquí son las cosas como digo yo, y el que no quiera, que no venga… Decía que dos buenos coroneles; uno para la segunda línea, y el otro para la reserva, otros quince hombres… en total sesenta hombres, y tres carretas. Seis bueyes, tres cocineros… un armero o persona que entienda de armas… Una fragua, provisiones para un par de meses, por lo menos… doscientos cartuchos y balas por hombre… machetes… ¡Bueno! De eso me ocuparé yo… ¿Te quedas con Bessie, o no?
Silenciosamente, Sergio puso tres moneditas de plata sobre la mesa…
—¡Mansour! ¡Ya puedes cobrar!
—No será verdad —gruñó el Viejo, sin acercarse—. A ver, hijos míos, ¿no os dais cuenta de que hay que cerrar la destiladora? ¿Y tú? ¿Cómo va ese empaquetado?
—¿Cómo conseguiremos la gente? —preguntó Sergio.
—Hay telégrafo en la casa de al lado —contestó el Capitán Grotton, lamiendo las últimas gotas de ginebra—. Y yo redactaré unos carteles… el primer viajante que pase por aquí se los llevará y los irá poniendo… y verás tú…
—Pero, ¿cómo vamos a financiar la operación?
—Financiar… ¿qué diablos es eso de financiar?
—Bueno… vamos… pagar los gastos, las municiones, las carretas…
—¡Hombre! ¡Pues estaría bueno! Financiar, financiar… ¡Qué ocurrencias! Pues todos los que vengan… no vamos a poner nosotros el material encima… Bueno, ¡basta ya! De todo eso me ocupo yo… Coge a Bessie… Ahí está el frasco de la pólvora y el molde de las balas… ¿te sobra un lingote de plomo, Mansour…?
—¡No! ¿Y tú qué haces con el clorato, so vago?
—Mira, padre, que como me sigas chillando me voy con el Capitán Grotton…
Con cierta repelencia, Sergio se embolsó el molde, el frasco de pólvora, y agarró a la vieja Bessie por el lugar más limpio. El Capitán Grotton no le hacía caso ya, como si no existiera… Había sacado un cabo de lápiz, y un sucio papel de uno de los bolsillos de su guerrera de piel, y estaba escribiendo trabajosamente, sacando mucho una lengua gruesa y muy roja.
—¡Mansour! ¿Tienes hojas grandes de papel? —¡No!
Sergio salió al exterior, apoyando a Bessie en el quicio de la puerta. La Alquería de Muller se componía, exactamente, de tres edificios, situados a no mucha distancia de un profundo cañón por cuyo fondo, a casi cien metros de profundidad, discurrían las aguas torrentosas y claras de un río de montaña. Uno de los edificios, el más grande, era el laboratorio químico que aprovechaba como fuerza motriz las aguas de un turbulento afluente del río principal; otro, casi pegado a éste, era la vivienda de un tal Maranzano, a quien no había visto, y que según comentarios oídos, se dedicaba a la agricultura. A unos trescientos metros de distancia, en sentido opuesto al río, se alzaba una maciza casa de piedra, con robusta chimenea, y alguna edificación accesoria; la Alquería de Muller, propiamente dicha. Más allá había irregulares campos de labor, entremezclados con pequeños grupos de árboles frutales, distribuidos caprichosamente, y a casi un kilómetro del cañón, comenzaba a espesarse uno de los grandes bosques propios de la región… Más allá sólo se distinguían estribaciones cubiertas de arbolado, y una neblina que ocultaba el horizonte…
Aneberg, inquieto, con la brida atada a una columna, resopló suavemente al verle, tendiendo su largo cuello hacia él. Un tanto dolorido, Sergio recordó los tres días de cabalgada hasta la Alquería de Muller… El primero de ellos, Aneberg había caminado despacio, como si pretendiera que se acostumbrase a la silla, si bien piafando y resoplando, impaciente. Pero al segundo, después de una noche pasada al raso en una oquedad de la montaña, el caballo había comenzado a galopar, volviendo en ocasiones el largo cuello para observarle con sus ojos furibundos. Después de muchas sacudidas y contusiones, Sergio logró captar el ritmo preciso para ir botando sobre la silla sin verse sometido a las terribles sacudidas del galope… Al tercer día, después de dormir en una casa solitaria, pagando su cena y su cama con algo de trabajo casero, su cuerpo era una masa de dolores… y sus manos estaban llenas de desolladuras. Además, con los botes y movimientos de Aneberg, perdió dos de las moneditas de plata, hasta que se le ocurrió envolver las demás en un pañuelo, y anudarlo bien.
—Buen caballo parece —dijo el Capitán Grotton, apoyándose en el otro lado de la puerta—. Un tanto raro, con ese cuello tan largo… Y mira como si quisiera asesinarte… ¿Y dices que te lo dio Herder? ¿Para que le trajeras la dichosa Piedra de Luna? ¡Bah! ¡Bien chiflado está!
—¿Conoces a Herder?
—Una vez me perdí en un bosque extraño, lleno de maquinaria oxidada… Había un castillo casi hundido al fondo. Allí le conocí… Pero me largué en seguida… algo había en aquel lugar que no me gustaba. Y luego el chiflado aquel con sus prohibiciones: ni beber, ni fumar… ¡bah! Y además, ¡no quería que me quedase a ver no sé qué bicho que tenía en el sótano…!
—¿No viste nada raro?
—Raro, raro, sí. Los animales más extraños que nunca vi. Pero he visto tantas cosas… Nunca más volví por allí… Veamos; tengo que trazar un mapa…
—Yo tengo uno…
—Ya lo veremos. Por cierto… ¿dónde piensas quedarte hasta que esté todo en marcha?
—No sé qué hacer… ¿tardaremos mucho?
—Bueno; un mes o cosa así. Según qué coroneles consiga, concentraremos la gente en Hangoe… el último pueblo de alguna importancia antes del estrecho de Gibraltar. Si no son buenos, lo tendremos que hacer aquí… Después, construiremos balsas y pasaremos el estrecho; es poca cosa, no hay problema en ello… lo que verdaderamente me preocupa son los Mandriles…
—¿Son peligrosos?
—Uno a uno, apenas… En casa, terriblemente. Son dañinos, traicioneros, sucios e incansablemente parloteadores. No paran de hablar un momento… y además se pegan entre ellos, se muerden, y se llevan de lo peorcito… Malos bichos… Y además, el calor, la humedad, la selva… Es una buena aventura; sí, señor. Hice un par de viajes por allí, siguiendo lo que pienso que sería la ruta de Gordon, y en una de ellas no dejé el pellejo en manos de los Mandriles de milagro… Me capturaron una noche, mataron a mis compañeros, y logré huir gracias a que se pelearon entre ellos y pude soltar mis ligaduras… Pero ya estaban preparándose a quemarme vivo, los muy bordes. De quien no he oído nunca nada es de esa Princesa… pero todo se sabrá. Mira, Sergio, vas a hacer una cosa… ¿ves esa casa de allá, la que está separada? Allí vive Edy Muller, con su hijo de seis años… Hermán Muller murió hace año y medio, y no le vendría mal a ambos un poco de ayuda. Di que te mando yo; le explicas la cosa, y te quedas con ellos. Les ayudas en el campo y con las conservas… ella prepara unas conservas de chuparse los dedos, y es generosa con ellas, no le importa regalar un frasco de vez en cuando, de balde, no como este zorro viejo de Mansour… Es buena muchacha; Hermán la tenía en un pedestal, pero el pobre estaba tocado del corazón, y ni siquiera el doctor Sutton pudo hacer nada… Nos costará un mes reunir los hombres; luego otro mes, o más, de marcha hasta ese templo… si las cosas van bien, otro mes, o menos, para regresar…
—¿Y si van mal?
—Si van mal, no volveremos —dijo el Capitán Grotton, con indiferencia—. Nuestros huesos servirán de adorno en el templo ese. Yo te tendré al corriente; prefiero quedarme aquí con Mansour… Y otra cosa… para que te acostumbres, bueno será que dispares de vez en cuando con Bessie… y además, también de vez en cuando iré yo por allí, sin avisar, en plan asaltante, ¿entiendes?… A ver si me pescas tú primero… Camina por el bosque… párate en los claros o al pie de un árbol… oye los ruidos… apréndetelos de memoria. Si un mandril se acerca quiero que lo distingas de un conejo que se revuelca en la hierba… no sé si será mucho pedir. De todas maneras, si te apetece un rato de charla, y un trago de ginebra, te acercas por aquí… ¿estamos? ¡Hala, andando!
—Oye, Capitán Grotton —dijo Sergio—. Tengo una idea… ¿No podríamos convencer a un armero para que nos fundiese un cañón? Siempre sería algo bueno contra los mandriles…
El Capitán Grotton se quedó silencioso durante unos momentos.
—No sé qué decirte… no sé —contestó—. Tendría que pensarlo. Claro que sé lo que es un cañón; los libros lo dicen. Pero no sé…
—¿No sería wu-wei?
—Un Profe lo sabrá… Yo no. No me parece muy claro. Déjame pensarlo… Dale saludos a Edy; luego iré por allí a echar un párrafo.
Sergio tomó al caballo negro de las riendas, y cansinamente, sintiendo los miembros como si fueran una masa de nudos, comenzó a caminar hacia la casa de piedra. Pasó un pequeño puente de madera sobre el riachuelo, seguido por el resonar tronante de los pesados cascos de Aneberg, que alzaba el cuello hacia arriba, como impaciente.
—¿Qué te pasa a ti? ¡No querrás que estemos todo el día corriendo! Quieto, caballo… tranquilo.
Al influjo de su voz, a la que parecía haberse acostumbrado, Aneberg emitió un relincho breve y se tranquilizó. Pasaron junto a pequeñas arboledas, bañadas por las aguas del riachuelo, y llegaron al lado de la casa de piedra. El arroyo se remansaba allí, a unos metros de los muros, formando como un pequeño lago transparente.
Una columna de humo claro surgía de la chimenea de piedra, disolviéndose perezosamente en el aire. Llevando el caballo de la brida, Sergio comenzó a dar la vuelta a la casa, ya que evidentemente la puerta estaba en el lado opuesto a las otras dos edificaciones. Vio que el edificio se componía de dos pisos, el primero sin ventanas; solamente con unas estrechas aspilleras cerradas con cristal al fondo de un muro de notorio grosor… En el piso superior, por el contrario, había varias ventanas pequeñas, algunas de ellas, abiertas… Masas de hiedra y de enredaderas crecían hasta el tejado, tapando en muchos sitios la rústica piedra unida con mortero.
Al otro lado había una especie de veranda, formando porche, con dos ventanas enrejadas y una puerta, abierta, de gruesos tablones reforzados con hierro… A la derecha, un edificio más bajo, de madera, separado del conjunto, exhalaba un característico olor a fiemo de vacas. Algunas gallinas cacareaban en un reducido corral…
Sergio permaneció quieto, en la veranda, con profundos deseos de sentarse en una de las dos mecedoras que había allí. Pero no le pareció correcto; se limitó a contemplar los campos que se extendían en dirección al bosque… Identificó un sembrado de trébol y alfalfa; tablas de fresas y de espárragos… piñas tropicales, pimientos, tomates y patatas… las sempiternas patatas. Como de costumbre, los sembrados eran irregulares, y entre ellos había grupos de árboles frutales, situados de una forma que hacía el conjunto mucho más agradable a los ojos que una plantación rectangular y fría. Le pareció que entre algunos árboles (identificó manzanos y melocotoneros, pero nada más) se hallaba un rústico banco de madera o de piedra…
—Hola —dijo una voz femenina, a su espalda.
Era una mujer joven, vestida con una blusa y pantalones blancos, algo rozados en algunos sitios. Tenía el pelo castaño, en una corta melena que apenas sobrepasaba la nuca; la piel ligeramente tostada por el sol; los ojos, grises y amables…
—¿Edy Muller?
—Soy yo.
—He venido… perdón; ¿tienes comida para mí?
—Sí; puedo darte de comer.
—Ah… bien. Me manda el Capitán Grotton… Tengo que salir con él, de expedición. Dice que si podría quedarme aquí, contigo, mientras reunimos todo lo necesario. Podría ayudarte en lo que hiciera falta… vamos; si te parece bien.
Ella le tendió una mano enrojecida, y al estrechársela, Sergio notó perfectamente el roce de la piel endurecida por el trabajo.
—Si te manda el Capitán Grotton, me parece bien. ¿Quieres pasar? ¿O prefieres llevar a tu caballo a la cuadra?
—Aneberg no está cansado; el que está cansado soy yo… Si pudiera sentarme un poco…
—¿Por qué no habrías de sentarte? ¿Aneberg es el nombre de tu caballo? Es un nombre raro… y él también, con ese cuello…
Sergio descargó su mochila y los dos rifles, y siguió a la joven al interior de la casa. Había una gran chimenea al fondo, con un amplio hogar de piedra, donde ardía un pequeño fuego… Vio que la planta baja constituía una sola habitación, sumida en una ligera penumbra a causa de las pocas aberturas… El suelo era de madera oscura, pulida, lavada y encerada hasta resultar tan lisa y brillante como la culata de un buen fusil. Una gran mesa en el centro, sillones de madera, varias estanterías con platos, perolas, fuentes y vasos completaban el decorado. Una escalera de madera, con la barandilla sobriamente tallada, ascendía al piso superior.
En uno de los sillones, junto a una pequeña mesita situada al lado de un mueble que contenía unas docenas de libros, bajo la luz directa de una de las ventanas enrejadas, había un niño de pelo oscuro, de unos seis años de edad. Alzó hacia ellos, cuando entraron, unos ojos negros y vivos; luego hizo un gesto, como si quisiera sonreír, y volvió al libro que tenía entre las manos.
—Es el pequeño Hermán —dijo Edy—. A veces no tengo mucho tiempo para darle sus lecciones…
—Quizá yo podría dárselas —contestó Sergio.
—Es un poco tímido —dijo Edy, en voz baja—. Pero prueba a ver. ¿Estarás mucho tiempo?
—Creo que un mes, o así… No quisiera estorbar… ¿En qué puedo ayudar?
—Bueno… ¿has comido?
—No; aún no.
—Entonces, hazte la comida. Ahí, en ese armario, están las provisiones. Coge lo que quieras… Luego, ya veremos.
Sergio pasó un rato difícil tratando de hacer algo que resultase comestible. Por fin, consiguió cocer en una perola una mezcla de patatas y carne, a la que añadió lo que sus escasos conocimientos de cocina le dieron a entender. Colocó más tarde el guiso sobre la mesa, y cortó una buena rebanada de pan negro.
Edy había permanecido junto a Hermán, sin decir nada, aunque observándole de soslayo de vez en cuando. Se levantó en el momento en que él ponía el plato sobre la mesa, y tomó la cuchara para probarlo…
—Bien —dijo—. Si puedes, cómetelo. Pero no creo que debas cocinar más… El padre de Hermán siempre hacía la comida él, y se las arreglaba muy bien.
—Lo siento.
—¿Por qué? Mira; si no puedes comerte… eso, te sacaré un jamón y te cortas lo que quieras…
—No, no —respondió Sergio un tanto avergonzado—. Me lo comeré… Si he comido cosas mucho peores… de verdad.
Comenzó a introducirse en la boca pequeñas cucharadas de la espesa bazofia que había elaborado, procurando hacer ver a Edy que no, que no estaba tan malo, después de todo. De vez en cuando, para animarse a sí mismo, hizo algún débil elogio de la mezcla, unido a consideraciones un tanto extemporáneas acerca del buen tiempo que hacía y de que sentía sinceros deseos de ayudar en lo posible… Sin embargo, en los ojos de la joven bailaba la risa. No dejaron de observarle hasta que concluyó con el canallesco contenido de la perola.