—Siento haber tardado —dijo una melodiosa voz femenina.
Muy despacio, con el corazón encogido, Sergio se volvió hacia el tálamo cubierto de pieles. Había en él, sentada, una mujer. Vestía un traje de noche de suave tela blanca, fruncida en las caderas y en torno a los pechos, con tirantes del mismo tejido que se despegaban, sin apretar, de los blancos hombros. Tenía el pelo rubio, peinado con un corte clásico, recogido sobre las delicadas orejas, con una pequeña diadema de brillantes sobre la frente. Las manos, largas y aristocráticas, estaban cruzadas sobre las rodillas. La abertura lateral del sedoso traje dejaba ver el tobillo derecho, y el menudo pie, calzado con un zapato blanco con pequeños adornos plateados. En una mano llevaba una sortija con una piedra negra; la otra mantenía un cigarrillo del que se desprendía una ligera columna de humo sonrosado.
Resultaban un tanto incongruentes las grandes gafas de sol, de opacos cristales, que no dejaban adivinar su rostro. Los labios eran anchos, jugosos y rojos; la barbilla suave. Permanecía inmóvil, observándole.
—Acércate —dijo ella, con la misma voz melodiosa—. No es preciso que estés tan lejos…
Lentamente, Sergio obedeció hasta encontrarse a un par de pasos de la mujer. Le era imposible definir su edad; si bien el conjunto resultaba joven, las gafas negras dificultaban totalmente el ver sus ojos.
—Un poco más —repitió ella—. Mi nombre es Hermione. ¿Y el tuyo?
—Sergio.
—Bien. Puedes sentarte a mi lado, Sergio. No debes tener ningún miedo. Solamente soy una mujer.
Sin decir nada, Sergio la obedeció. Tragó saliva; después, recordó algo.
—¿Puedo ofrecerte un poco de pan?
—No es preciso; no lo deseo. ¿Sientes miedo de mí? Sergio iba a decir que no; pero pensó que no hacía ninguna falta que mintiera.
—Un poco… —respondió—. Esto, para mí, es…
—¿Inesperado?
—Algo así.
Ella dejó caer la ceniza del cigarrillo al suelo. Después, sin mirarle, hizo girar en su marfileño dedo la sortija con la gran piedra negra.
—No debes preocuparte, Sergio —dijo, suavemente—. Al fin y al cabo, no hay nada de particular en ello. Unicamente lamentaría no ser de tu agrado. ¿Me encuentras atractiva?
—Sí; eres hermosa.
—Mil gracias. Hace muchos años que no me decían una frase semejante… Realmente, no recuerdo cuantos años hace… pero muchos… Por cierto, ¿es ese el
objeto
?
Señalaba con la nacarada mano, grácilmente, hacia la Piedra de Luna, que en el interior del otro círculo brillaba fulgurantemente.
—Ese es.
—He oído decir a…
ciertos amigos
que te costó un gran trabajo traerlo. ¿Fue realmente así?
Sergio asintió, sin decir nada. Llegaba a su olfato el delicado perfume de la mujer, mezcla de muguet y hierbabuena.
—Eres, pues, un hombre valiente. No tienes por qué temerme… Si he de decirte una cosa… no sé si me creerás… era yo la que estaba preocupada por… el
acto
. ¿Tú me entiendes? Se ve que eres un hombre fuerte, y debo decir que resultas muy atractivo. Tus ojos son sinceros; tu rostro, hermoso… Temía… temía…
—¿El qué?
—No te rías. Temía que fueras un hombre feo… o contrahecho… o grosero. Con un hombre así, el acto hubiera sido un deber, un penoso deber. Contigo, espero que sea un placer. Sí, un verdadero placer. Creo tener la suficiente habilidad para que no tengas queja de mí… Hay tantas cosas que tú no sabes… Por ejemplo, que ninguno de nosotros somos tan temibles ni tan perversos como se dice… Hace años, muchos años…
Ella arrojó el cigarrillo al suelo, y a continuación colocó la mano sobre el muslo de Sergio. Este hizo un movimiento instintivo de retirada, pero Hermione no pareció haberse percatado de ello.
—Hace años —repitió ella, volviendo el rostro hacia Sergio— hubo una terrible catástrofe que casi acabó con todos los que son de mi forma. Hubimos de desaparecer… y retirarnos a lo profundo.
—Pero, verdaderamente, no eres una mujer… una mujer de carne y hueso.
—No. Yo tomo la forma que deseo… y ésta es tanto más seductora cuanto más me agrada el mortal con quien estoy, Espero que te des cuenta de que no podía tomar otra forma más agradable que ésta… Tienes anchos hombros; y eres alto, bien portado… ¿podría pedirte algo?
—Claro que sí.
—Quítate la camisa. Hace verdadero tiempo que no veo el torso de un hombre… Así. Eres amable conmigo; procuraré pagártelo bien. ¡Oh, eres hermoso y viril! Tienes bonita piel, suave, morena… un regalo para la vista… Dame tu camisa; yo la dejaré ahí… Y eres musculoso; me gustas. Ten un poco de compasión de mí, Sergio… no creas que soy nada dañino… Soy algo desgraciado, sin materia, sin posibilidad de incorporarse al mundo de los hombres… si tú no me ayudas…
—He de hacerlo —dijo Sergio, en voz baja. Se sentía molesto ante este voraz examen de su anatomía.
—Pero te ruego que no sea por obligación, Sergio… no sólo por eso. No te lo haré difícil, sino todo lo contrario… No es preciso más que una sola cosa; piensa lo que deseas de mí, como si yo fuera una mujer de verdad… Y quizás algún día lo sea, gracias a ti… Cualquier cosa que pienses o desees… yo puedo hacerla,
sin excepción ninguna
… Lo que no te atreverías a pedirle a otra, yo lo haré; y si es preciso, tomaré
otra forma
para servirte… ¿Sigo siendo de tu agrado?
Había otro cigarrillo en su mano, lanzando la misma leve humareda de color rosa. Las largas piernas de Hermione, enfundadas en medias de color humo, se extendían ante ella, dejando ver una nacarada zona de piel blanca entre el final de la medía y el lugar donde el negro corsé, espumeante de encajes, ceñía su esbelto cuerpo… Los blancos hombros relucían perlinamente bajo la luz de las antorchas, y casi hundidos en las dos copas de muelle piel oscura, los pechos mostraban atrevidamente su aterciopelado principio.
—¿Sigo siendo de tu agrado?
—Sí —dijo Sergio, roncamente.
Ella se acercó más, y colocó una mano sobre el pecho de Sergio, haciéndola girar en sentido circular, muy lentamente. Algo como una onda de fuego descendió desde los ríñones de Sergio hasta su bajo vientre; imágenes dispersas de tiempos pasados cruzaron su mente, subrayando la intensa excitación que sentía.
—¡Oh! —dijo ella—. Comienzas a estar nervioso… ¿Puedo hacer algo por ti?
—Querría que te quitases esas gafas… —contestó Sergio levantando una mano. Ella se la detuvo inmediatamente, con firmeza, pero con amabilidad, colocando los marfileños dedos sobre su muñeca.
—No, por favor… más tarde… Tengo una leve afección en… en fin, en lo que
nosotros
llamamos vista. La luz me causa un gran dolor… Si es tu deseo, me las quitaré, pero tú eres un caballero… No pedirás a un pobre ser como yo, que soy apenas nada, que sufra innecesariamente… ¡Oh, Sergio! ¿Me creerás si te digo que para mí eres más que un rey?
Sergio se limitó a respirar ansiosamente, sin contestar una palabra, con los ojos fijos en aquel cuerpo increíble. El diminuto slip negro ceñía unas caderas amplias, de ánfora, trazadas con la curva clásica de una estatua griega… las piernas blancas eran como columnas donde el mundo se asentase; el torso cubierto apenas por el menudo sujetador respiraba anhelosamente.
—Si te agrado —dijo ella en voz baja— ¿por qué no demostrármelo?
Gabkar brilló intensamente durante la noche, si bien su brillo disminuía y aumentaba con extraños ritmos no conectados con ninguna posibilidad astronómica. Y la Piedra de Luna, al par que la lejana estrella, sincopaba sus resplandores, acoplándolos como algo vivo a la hemorragia luminosa de Gabkar…
Amaneció. El alba gris comenzó a mostrarse tristemente sobre el bosque corroído, fijando mineralmente con su luz de mal presagio las masas amorfas que corrían y saltaban entre los árboles enfermos. Pero algo hizo retroceder al amanecer que, ante los ojos doloridos de Sergio, volvió atrás, perdió vividez, y se sumergió de nuevo en una oscura noche.
—¡Oh, basta, Hermione!
—¿Por qué?
Y amaneció nuevamente. El sol comenzó a mostrar su disco rojo sobre las nubes cenizosas del crepúsculo matutino, tiñendolas de una orgía dorada. Durante unos segundos, el resplandor del astro solar pareció querer apoderarse del de la lejanísima Gabkar, anularla, vencerla. Pero Gabkar fue más fuerte. Bajo el influjo de fuerzas desconocidas, el sol retrocedió… ¿o era una ilusión?… y una noche todavía más negra reinó sobre el pantano y sus repulsivos moradores.
Fue entonces cuando, con tranquilo gesto, Hermione retiró las negras gafas. Y el alarido de Sergio retumbó en la estancia, en el bosque, en las cuadras, habitaciones y aledaños del castillo de Herder… haciendo relinchar a Aneberg, motivando que los seres peludos rieran histéricamente, acurrucados bajo las cenagosas raíces de los árboles… porque a la luz de las antorchas moribundas, Sergio pudo ver que los ojos de Hermione eran blancos, sin pupila, sin iris, completamente blancos, sin expresión alguna, y que a pesar de ello, le veían… le miraban con un odio infernal que poco a poco iba revelándose más intenso y bestial…
—Ahora —dijo ella— llevo tu semen dentro… y la nueva raza os llenará de terror algún día… porque te odio, hombre… te odio… y da gracias solamente a que las líneas y las palabras de Herder te protegen… pues de ser por mi deseo, pagarías durante muchos siglos el placer que te he dado esta noche…
Durante un segundo, Sergio, fatigado, cubierto de un frío sudor, resistió la intensa mirada de los ojos blancos, como hipnotizado por el poder de una gorgona… Luego, algo se derrumbó dentro de él, y se dejó caer sobre las pieles del lecho, sintiéndolas viscosas por su propio sudor…
—Ha durado poco —dijo la voz de Herder. Estaba a su lado, y Hermione había desaparecido. El pan continuaba tostándose sobre el fuego de leña, y a juzgar por su aspecto, apenas habían pasado unos minutos desde que Hermione apareciese, sentada modosamente sobre el tálamo.
Has cumplido —dijo Herder—. La columna del Alba es la primera; la que está más al sur de Europa, a unos ciento cincuenta kilómetros de Hangoe… Allí es donde falta toda vida, y donde es posible que te aguarde tu destino… y donde vivirás tú mismo la escena que Bileto te mostró… Puedes marchar o quedarte, según cual sea tu deseo; pero cubre tu desnudez, que ya no es precisa…
Sergio se acercó a la deforme puerta para vestirse, y el helado aire de la intensa noche le reanimó ligeramente. Sentía como si su cuerpo hubiera sido pisado, pellizcado y estrujado por las pezuñas de mil cabras. Le dolía algo la cabeza y los labios, los muslos y el vientre, las manos y el cuello… Creyó ver señales rojas en su piel, como tres puntos formando triángulo y otro más grande, ligeramente separado… No; no había nada. Era una ilusión más…
Alrededor de Herder parecía que el espacio se combase violentamente. Tal como hiciera meses atrás, el mago arrojó un puñado de hojas secas en el braserillo donde enrojecía la espada, musitó algo en voz baja y ronca, y tomó el arma con las dos manos. Después, hincó el extremo enrojecido, casi blanco, en las entrañas del animal, que lanzó un breve y vehemente balido, se contrajo como una araña aplastada y expiró…
Herder mantuvo el cadáver humeante entre sus manos, alzándolo hacia el firmamento… porque, por un instante, a Sergio le pareció ver las estrellas a través de los muros del castillo y que el brillo de Gabkar atravesaba las piedras, como enviando un hilo candente de luz hacia la Piedra de Luna…
—Hermione, Hermione —dijo Herder—. Estás ahí… no te he liberado aún… Toma forma, te lo ordeno…
La violenta tensión que combaba el espacio alrededor de Herder pareció aumentar. Las presencias tras los muros y los cortinajes estaban tensas, vigilantes… algo enorme se removió en las entrañas de la tierra, haciendo que el castillo temblase sobre sus cimientos…
—¡Por segunda vez te lo ordeno, Hermione! ¡Tu presencia es necesaria! ¡Toma forma, toma forma, o te haré sufrir con el hierro las torturas que mereces…!
Una gran figura nebulosa se formó a la izquierda de Herder. Tenía perfiles vagamente femeninos, aun cuando de su rostro solamente eran visibles los aterradores ojos blancos. Algunas partes de su cuerpo se hicieron más visibles, con una consistencia fluida. Los pies terminaban en pequeñas cabezas de dragón con tres finos colmillos arriba, y otro más grande y retrasado en la viscosa mandíbula inferior… Hubo como chillidos leves entre las telas, y varios menudos ratones negros salieron corriendo, cegados. Uno de ellos topó con el círculo que rodeaba a Herder, desapareciendo en un flamígero fogonazo.
«Es imposible —se dijo Sergio—. Solamente son ilusiones… formas que esos seres toman… o que mi mente les da…»
Herder, violentamente, arrojó el cordero fuera del círculo.
—Yo, Simón Herder —dijo, con voz que iba aumentando a medida que hablaba— yo te conjuro, oh, poderoso BILETO, en el nombre del gran dios vivo, que ha hecho el cielo y la tierra, y te ofrezco una víctima mayor que las que normalmente pides… Aparece en forma bella y humana, sin causarme daño ni a mí ni al que me acompaña, ni espanto, ni desobediencia. Por Othcos, Sschiros, Neblum, Zabahot…
Hubo un restallar en el aire, y la
tensión
que rodeaba a Herder se centró bruscamente en la gran figura de rostro capruno, a caballo sobre un corcel blanco, cuyas patas extendidas parecían perforar el suelo de losas negras y hundirse en las profundidades… Del justillo escarlata del
ser
surgían chispas; el caballo hizo un movimiento, lanzando una llamarada por las narices…
—NO ES PRECISO YA QUE CONCLUYAS TUS ESTÚPIDAS PALABRAS, MAGO —dijo la Potencia, con aquella resonante voz que Sergio escuchase antes—. LO QUE TENÍA QUE ENCAJAR HA ENCAJADO, Y LO QUE DEBÍA DECIRSE, SE HA DICHO… AQUÍ ME TIENES… ORDÉNAME…
¿Había una megalítica burla en las palabras del ser? De nuevo, Sergio volvió a sentir aquella sensación que casi había olvidado; la de que, por alguna razón. Simón Herder había cometido un terrible error, y que todo aquello iba a volverse contra él.
Tras los paños de los muros había como risas chillonas, y un turbión de imágenes (sangre negra y descompuesta, hocicos caprinos goteando baba amarillenta, gusanos retorciéndose en una perola de cobre verdoso) caían a chorros sobre la mente de Sergio.
—Te ordeno, poderoso BILETO, bueno es tu aspecto y tu semblante, hermoso es tu caballo… —dijo Herder, con voz insegura—, que tomando a Hermione, la prepares para lo que debe ser realizado. La vara de avellano situará la Piedra de Luna fuera del círculo consagrado que ni tú, ni ninguno de los tuyos podéis penetrar, y el semen de un hombre cuyo número está marcado, tomará vida en las profundidades…