Doctor BLANCHARD
Consulta: Por las mañanas y por
las tardes. Por las noches, no.
Al parecer, a los habitantes de Toledo les gustaban los carteles. Todas las casas tenían letreros informativos de las actividades de sus moradores; e incluso alguno suelto en una pared no tenía nada que ver con los que en ella vivían.
VERBOTEN TIRAR BASURAS
DANGER. — POZO SECO
TENGO EL MEJOR PESCADO SALADO
Dejando que la caldera del carromato perdiese todo su vapor por las exhaustaciones inferiores, los cuatro se dirigieron hacia la plaza. Se detuvieron al atravesar el estrecho callejón entre las dos casas, sin que nadie se diera cuenta de su presencia… En el centro, sentados en sillas, bancos y taburetes, a la sombra de varios altos álamos, un grupo de gente que debía constituir la totalidad de los habitantes de Toledo se agolpaba en torno a varios hombres sentados en bancos, separados de los demás y a otro que permanecía en pie, con las manos atadas a la espalda y un sucio vendaje sanguinolento cubriéndole un hombro.
En ese instante, un hombre pequeño, vestido con una librea a rayas rojas y blancas, polainas negras, y cubierto con un gorro de lana azul terminado en tres borlas, daba terribles golpes sobre una mesa ahita de botellas, valiéndose para ello de la culata de una pistola…
—¡He dicho —gritaba, con voz aguda— que esta vez me toca a mí formar parte del jurado! La última vez no lo fui, y desde luego pienso serlo ahora… ¡Que salga ese zarrapastroso de Ceanu! ¡Lo fue la última vez, y la anterior le tocó ser juez! ¡Y yo, qué! Si esto sigue así, empiezo a tiros… tenéis mi palabra.
—Un hombre más no haría daño en el jurado —dijo un anciano de pelo gris, que estaba sentado separado de los demás, frente al prisionero…
—Es que… —contestó uno del jurado, que al parecer era el grupo de hombres separados de los demás-… es que somos ya veintitrés, y parecen muchos…
—Tú, Ceanu —chilló el de las borlas—. ¡No te pongas a defender eso! ¡Sal tú y entraré yo!
—Si tú estás en el jurado, yo no quiero estar —berreó Ceanu—. Eres un lioso y un hablador, y la vez que estuviste de jurado no hubo quien se entendiera…
—¡Hablador yo! ¡Mira quien…!
Alguien se dio cuenta de la presencia de los visitantes, y un nuevo griterío se alzó, mientras unos cuantos se dirigían a ellos para saludarles y darles apretados abrazos. Muchas manos estrecharon la de Sergio, y éste, juzgando por lo que llegaba a sus narices, se dio cuenta de que los habitantes de Toledo estaban celebrando el juicio (o lo que fuera aquello) como una verdadera fiesta… Alguien le puso en la mano una botella, y al empinarla, casi se atragantó; era un licor espantosamente fuerte, que quemaba la garganta y abrasaba el estómago…
—Pero, ¿qué hacemos? ¿qué hacemos? —chillaba el de las borlas, con voz tan aguda como un silbato.
—Acabemos de una vez…
—¡Venga, que sea jurado…!
—Pero tendréis que cerrarle la boca…
Entre vítores, el hombrecillo de las borlas se izó al mismo banco que ocupaban los demás, mientras que Ceanu, rezongando, se iba a la otra punta… Una robusta comadre, entrada en años, le cedió un pedazo de asiento a Sergio que, mirando a su alrededor, se dio cuenta de que sus compañeros se habían perdido de vista… Buscando con atención, descubrió al Vikingo departiendo con el hombre de pelo gris que hacía el papel de juez, y al Huesos entregando por doquier las hojas que el Manchurri imprimiera la noche anterior… En cuanto a éste, se hallaba cómodamente recostado cerca de la mesa con las botellas, y miraba cariñosamente a una que tenía en las manos…
—¿Empezamos o qué? —chilló agudamente el hombrecillo de las borlas.
—Ya estamos… —gruñó la voz de Ceanu, al otro extremo—. No; si no nos dejará vivir…
—¡A callar todos! —gritó el juez—. Estamos aquí reunidos para juzgar a este hombre, que ha sido detenido como bandido… Iba acompañado de dos más, que se defendieron y murieron bajo las balas de Periquito Haendel y de Juan el Dispuesto. ¿Hay algún testigo?
—¡Yo, yo! —gritaron varios, entre ellos el Manchurri.
—A ver… Tú primero, Serapio, que para eso eres de fuera. ¿Qué te hicieron?
—Este y otros más asaltaron mi vehículo, que es un vehículo honrado, aunque lento…
—¡Está borracho! —chilló el hombrecillo—. ¡No sirve de testigo!
—¡Cállate! —gruñó Ceanu—. ¡Cállate, cállate, cállate, o te romperé la cabeza!
—…y la emprendieron a tiros con nosotros, el Huesos el Vikingo y yo… Nos defendimos como leones, consiguiendo hacerles una baja… y ese joven que está allí, el Sergio, les hizo dos o tres bajas más, y huyeron, llevándose a ese… Tratamos de impedirlo, pero lo recogieron y se lo llevaron… Me mataron los bueyes, que eran como si fueran hijos míos…
—Bien; vale —dijo el juez—. ¿Qué dices tu a eso?
—Es mentira —vociferó el acusado—. Mentira absoluta. Nunca he asaltado a nadie… y a ése menos. Yo sólo iba con dos amigos, de viaje, cuando esos dos facinerosos comenzaron a disparar…
Movido por una sensación de inseguridad, Sergio se levantó y se acercó hacia el acusado. Al estar al lado de él, sin que nadie le hiciera caso ni se lo impidiese, se tranquilizó. Era evidentemente el hombre herido por él hacia unas noches…
—¿Tienes tú algo que decir…?
—Es él —contestó Sergio—. Lo herí yo mismo… Pero no es cierto que tratásemos de impedir que se lo llevasen… Lo dejamos ir; era mejor…
—Eso me da igual —dijo el juez—. ¿Qué dices a eso, acusado?
El acusado escupió a la cara a Sergio y trató de escabullirse de sus guardianes, que le sujetaron con brutalidad. La herida del hombro debió abrirse, a causa de los esfuerzos, pues a través de los pliegues de la sucia tela comenzó a deslizarse una capa de sangre roja.
—¡Es mentira! —aulló el preso—. ¡Es mentira! ¡No he visto nunca a este tipo!
—¿Algún testigo más?
—A mí me contaron —chilló el hombrecillo— que en Miquelon éste y una docena más asaltaron a un granjero…
—Cállate —dijo Ceanu, con voz sorda y contenida, como un escape de vapor—. Si no lo has visto tú no vale… ¡Cállate!
—Yo sí lo vi —aseguró una mujer—. Iba con Pedro, Alian, y los niños, y les vi asaltar la granja de Macpherson. Eso era hace un mes, cuando veníamos de Posenleven, muy lejos de aquí. Fue un viaje muy largo, y los padres no hacían más que renegar y gruñir, y entonces vimos a lo lejos una humareda… Este estaba allí… recuerdo muy bien su cara de asesino. Los padres hicieron fuego y salieron huyendo… Si estuviera aquí Macpherson podría decirlo…
Sergio se había colocado al lado de la mesa llena de botellas. Después de todo, aquel violento licor que le dieran a probar no le había dejado tan mal sabor de boca. Buscó, y encontró una botella de un líquido ambarino que parecía ser aquel; la probó, y esta vez su garganta aguantó bastante bien el choque alcohólico del licor.
—Eso es demasiado fuerte —dijo la voz del Manchurri, tras él—. Perjudica a las heces cerebrales… es mucho mejor el vino.
Sergio se volvió, con la botella en la mano, dispuesto a hacerle unas preguntas, pero al ver que el Vikingo estaba también allí, reposadamente apoyado en su rifle, se dirigió a él.
—¿Quién nombra al juez y a los jurados?
—No es difícil de deducir —contestó el Vikingo—. Se nombran ellos mismos. O los demás… pero sólo cuando hay un caso parecido a éste.
—¿Quieres decir que no son profesionales?
—¿Profesionales? ¿O sea para siempre? —El Vikingo calló un momento—. ¿Para juzgar todos los casos que hubiera, siempre las mismas personas? —El Vikingo meditaba, evidentemente—. No sé si en la ciudad será así, pero en todo caso, es un absurdo. Un herrero puede ser profesional, un labrador, un armero… pero no un juez. Imagínate lo que sucedería si alguien, profesionalmente se dedicase a ser juez. La mente se deforma, tú sabes… y seguramente vería culpables en todo el mundo. Necesitaría un archivo para consultar los casos anteriores; establecería una organización; trataría de definir de antemano lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer… se rodearía de gente que le ayudase, que le preparase los asuntos… y luego, si era él el juzgado, pretendería que los demás profesionales de su clase tuvieran con él una medida distinta del que tendrían con los demás… Es un imposible, compréndelo. Por otra parte, las personas decentes saldrían perdiendo, ya que los criminales se especializarían en engañar a un juez determinado; y la persona decente, que nunca habría pensado en ello, parecería culpable en cualquier caso… Se formaría una casta que no se juzgaría a sí misma…
—¿No sería wu-wei?
—No lo sería mucho; no por ello en sí, sino por las consecuencias que traería después.
El desfile de testigos continuaba, y las pruebas contra el acusado resultaban abrumadoras. De vez en cuando el hombrecillo de las borlas interrumpía con sus gritos, hasta que en cierta ocasión, sin poder contenerse, el llamado Ceanu le vació en la cabeza una jarra de cerveza, y le persiguió a patadas fuera de la plaza. El juicio se interrumpió mientras otro miembro del jurado, al parecer pariente del hombrecillo, trataba de defenderlo, con el resultado final de que entre gritos y abucheos, tanto Ceanu como el nuevo partidario del hombrecillo fueron expulsados.
El periódico del Manchurri estaba circulando de mano en mano, y de vez en cuando surgía un torrente de carcajadas de alguno de sus lectores. En un grupo, una mujer anciana, encorvada, lo leía a media voz para dos o tres, entre ellos un hombretón malencarado, de cerrada barba negra, a quien no parecía hacerle ninguna gracia lo que estaba escuchando.
—Ese es Ratller, el Saurio —dijo el Vikingo—. Le advertí al Manchurri que tuviera cuidado…
El juicio parecería estar terminando. La hilera de testigos había concluido, y el juez pidió al jurado su veredicto. Un unánime griterío de «¡Culpable! ¡Culpable!» y «A la horca con él» se desprendió, no sólo del jurado sino también de todos los presentes. El juez alzó las manos y trató de imponer silencio; no lo consiguió; poco a poco, las voces y los clamores se acallaron…
—¿Quieres llevarle esto al juez? —dijo el Vikingo a un niño de corta edad que estaba parado a su lado, admirando el rifle.
—Bueno —dijo el Juez—. Ya lo has oído. Puedes decir lo que quieras, pero para nosotros resultas culpable… Esto tenías que haberlo pensado cuando te cogió la sed de aventuras y decidiste que era más excitante ser bandido que viajar buenamente, cultivar un campo, perseguir chicas, o fabricar zapatos. Sólo puedo decir, que, por desgracia, se extiende cada día más entre los jóvenes esa insatisfacción que les impulsa a buscar algo «excitante», como ellos dicen; y les mueve, en fin, a hacer una expedición a algún sitio ignorado, de la que casi ninguno regresa; o, a los más, a dedicarse al bandidaje… Perdón; un momento. He aquí un pequeño mensaje de nuestro amigo el Vikingo, a quien casi todos conocen. Dice así:
«Debes perdonar y no castigar.
O debes castigar y no perdonar.
Eso haría cualquiera.
Pero el sabio castiga perdonando,
o perdona castigando.
Ahí está la clave de la doctrina.»
Bien; no sé qué pensaréis vosotros; pero yo creo que tiene razón. De manera, hijo, que de todo corazón te perdonamos. Y ahora, ¡a la horca con él!
Una turbamulta de gente se lanzó sobre el condenado, que trató de defenderse a patadas, sin conseguirlo. Los guardianes le arrastraron hacia uno de los árboles, y una mano anónima lanzó una cuerda terminada en un lazo por encima de una robusta rama.
—¿Os vais a quedar a ver esto?
—Naturalmente —dijo el Vikingo—. ¿No quieres verlo?
—Lo encuentro horrible y desagradable.
—A mí, en cambio, me parece más horrible la actuación de ese hombre. Pero si no quieres verlo es cosa tuya; toma, aquí tienes un céntimo; ve allí donde pone BARRA y espéranos; esto no durará mucho.
Dejando atrás los gritos y aullidos de la multitud, Sergio se dirigió hacia un gran caserón de dos pisos, con amplio porche con piso de tablas, y barras transversales de una columna a otra, donde estaban atados varios caballos ensillados. Penetró en un oscuro salón, donde había varias mesas, y un amplio mostrador de madera rústica. Hileras de botellas se apretaban detrás del mostrador, brillando a la turbia luz que entraba por las polvorientas ventanas. Se sentó a una mesa, dejando ante sí, en el tablero, la pequeña monedita de plata, y abrió un ejemplar del periódico del Manchurri que había traído consigo.
Estaba riéndose aún de las barbaridades que había escrito el Manchurri, cuando éste, seguido del Huesos y el Vikingo, entró como una exhalación en la taberna. En la calle se oía un espeso rumoreo, acompañado de aullidos salvajes.
El Manchurri, blanco como el vientre de un pescado, se dejó caer en la mesa…
—¡Ay, que me va a matar! ¿Para qué me meteré yo en estos líos? ¿Para qué me daría a mí por ser periodista? ¡Huesos, tráeme un trago, que se me pase el susto!
La puerta se abrió con violencia, chocando contra la pared; el hombretón malencarado que Sergio viera durante el inicio, entró blandiendo uno de los ejemplares de1 «Clarinazo». Se aproximó a la mesa y atizó un enorme puñetazo ante el Manchurri, poniéndole delante de las narices el ejemplar del periódico.
—¡Puerco, animal! ¡Me las vas a pagar! ¿Quién te ha contado esta serie de mentiras?
El Manchurri se metió entre pecho y espalda un vaso de visqui que le había traído el Huesos, y eso pareció devolverle el valor.
—A mí no me molestes, joven —dijo, con un hipido—. La prensa merece un respeto, ¿estamos?
Un coro de carcajadas surgió de la turbamulta que había entrado detrás del Saurio, y que esperaba gozosamente el final de la contienda. Esto acabó de irritar al hombretón, que soltando el periódico, atrapó al Manchurri por el cuello, con ambas manos, y lo alzó del suelo, apretando ferozmente, con el rostro congestionado y los dientes fuera…
Se hizo un repentinos silencio. Al parecer, nadie había creído que las cosas llegasen tan lejos. El Manchurri, con los ojos fuera de las órbitas y la lengua fuera, pataleaba en el aire, moviendo trágicamente los brazos… Algunas personas se acercaron… Sergio, sintiendo que el pavimento no estaba muy seguro bajo sus pies, a causa del visqui ingerido, fue más rápido que los otros. Dio un feroz y fuerte golpe en la muñeca del Saurio con el canto de la mano; se hizo daño, pero al Saurio debió hacerle bastante más, porque, soltó al Manchurri, y se volvió hacia él, viva imagen del furor, enseñando unos colmillos amarillentos, babeando…