Utopía (50 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
10.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

El otro ocupante de la celda había vuelto a acostarse, con los ojos cerrados. Aunque se habían encontrado media docena de veces durante las sesiones en las que habían planeado la operación, Barksdale no sabía su nombre. Sencillamente era Cascanueces. Claro que tampoco conocía los nombres de los demás, solo sus apodos: Búfalo de Agua, Heladero y Béisbol, que era un tipo que impresionaba. Barksdale siempre se había sentido a gusto con este anonimato, como si la ignorancia lo protegiera, pero ya no estaba tan seguro.

En el momento en que aquel desconocido con la chaqueta de pana había aparecido de la nada y, tras acusarlo de haber montado la falsa visita del equipo de KIS, lo había amenazado con un arma, Barksdale había desconectado. La creciente agitación que lo había dominado durante toda la semana se había convertido bruscamente en una sensación de alivio. Se había acabado. Para bien o para mal, al menos se había acabado.

Pero cuando habían entrado en las dependencias de Seguridad, este aturdimiento había dado paso a un terrible conflicto interior. Se odiaba por haber comenzado todo esto, por dejar que las cosas se le escaparan de las manos, por permitir que, con halagos y amenazas, John Doe lo llevara a esta indigna conclusión. La noticia de que se había producido un accidente con víctimas mortales en Calisto, por vaga que fuese, era como una daga que le atravesaba el corazón. Así y todo, había intentado disimular la sorpresa cuando abrieron la puerta de la celda y vio a Cascanueces en el camastro; cualquier indicio de reconocimiento solo lo habría perjudicado.

A pesar del dolor y los remordimientos, Barksdale tenía claro que aún confiaba en salir bien librado.

Cascanueces abrió los ojos y lo miró caminar.

—¿Qué? ¿Entrenándote para los Lakers? —preguntó.

La tontería no mereció una respuesta. Barksdale sencillamente aceleró el paso, ida y vuelta, ida y vuelta.

—Soy un hombre a quien la fortuna ha maltratado cruelmente —dijo casi para sí mismo.

No había sido del todo sincero con Sarah en el centro médico. Había recordado una frase de Shakespeare, «Bien está…», pero había sido dicha en un momento tan inapropiado, y por una persona tan poco indicada. —Claudio, el asesino del padre de Hamlet— que había sido incapaz de repetirla.

«Oh, mi ofensa es atroz, clama al cielo…»

Apartó estos pensamientos. Ese día no encontraría consuelo alguno en Shakespeare.

¿Cómo era que todo había salido mal? Había parecido tan sencillo… Todas las piezas habían encajado con tanta facilidad que había sido como si alguien hubiese hecho el rompecabezas por él. Ahora se daba cuenta de que así había sido, y esa persona era John Doe.

Todo esto había tenido su origen en el rencor. A pesar de ser el candidato ideal, no lo habían nombrado director de Operaciones. Incluso más grave había sido la decisión de contratar a alguien de Carnegie-Mellon. Los impecables antecedentes de Sarah Boatwright —directora ejecutiva de Busch Gardens y vicepresidenta de una empresa fabricante de microchips en Silicon Valley— no habían contado en absoluta para el ofendido Barksdale. La cuestión era que habían contratado a alguien fuera del parque. Nunca le había caído bien a Chuck Emory, ese cerdo arrogante que era el director ejecutivo de la empresa. Barksdale había estado a punto de renunciar.

Entonces se le había ocurrido otra cosa. Algo mucho mejor que renunciar.

Al principio solo había sido una idea que lo consolaba, un desafío intelectual que resultaba interesante. Sin embargo, cuando se había dado cuenta de lo inteligente y sencilla que era la solución, y que él, como director de Información Tecnológica, era el único que podía llevarla a la práctica, había comenzado a considerarla en serio.

La respuesta estaba en los procesos informatizados de Utopía. Todo estaba informatizado, desde los sensores de movimiento que registraban la dispersión de los visitantes en el parque, hasta los programas que controlaban y reajustaban la luz, la temperatura, la humedad, la presión del agua y muchísimas más variables medioambientales, y los sistemas que se ocupaban del dinero.

Este último —el Sistema de Procesamiento Monetario— era algo realmente precioso. Mientras impulsaba su desarrollo y supervisaba la puesta en marcha, siempre había tenido como modelo la red de carreteras romanas que una vez había cruzado Europa y Asia. Recordaba su fascinación por estas carreteras cuando era un niño en la escuela primaria. Rectas, pavimentadas: la vía Domiciana, la vía Aurelia, la vía Apia y muchísimas más, y todas conducían a un mismo lugar, a la
milliarium aurem
, a la áurea piedra miliaria en el Foro de Roma.

Utopía, con sus tarjetas de crédito del parque y otros sistemas, había intentado evitar el uso de dinero en efectivo en todo lo posible. No obstante, aún se aceptaba en innumerables lugares de Utopía: las tiendas de comidas y regalos, las galerías de fotos holográficas, los tenderetes de camisetas, el tren. Además, a diferencia de otros parques temáticos, Utopía contaba con cuatro grandes casinos, donde el dinero contante y sonante corría a raudales.

El Sistema de Procesamiento Monetario de Barksdale transportaba el dinero desde todos los puntos del parque, lo canalizaba sin intervención humana hasta diversas subestaciones de recolección y procesamiento, y por último lo depositaba en la cámara acorazada del nivel C: el
Forum romanum
particular de Utopía. Una vez a la semana acudía un furgón blindado para transportar el dinero fuera del parque. Todo se hacía automática y autónomamente, de acuerdo con los Sistemas de control. En realidad, nadie podía interrumpir este ciclo semanal de recolección y transporte salvo el director de Operaciones. Únicamente una llamada de Sarah Boatwright podía cancelar el viaje del camión blindado, y solo podía hacer esa llamada si había una amenaza manifiesta contra la estabilidad o la integridad del parque.

«¿Qué pasaría si el camión blindado apareciera de todas maneras?», se había preguntado Barksdale.

El viaje del camión blindado perteneciente a la American Armored Security, la empresa contratada por Utopía para el transporte de caudales, podía ser cancelado por Sarah Boatwright. Pero era responsabilidad de Barksdale cancelar, por procedimiento interno, la salida del dinero. Si se hacía astutamente, el personal de los sistemas del nivel C nunca sabría que se había cancelado el viaje del camión blindado. Porque Barksdale no transmitiría la orden de Sarah, ni haría nada por cumplirla cuando apareciera el otro camión blindado, lo cargarían como siempre en cuestión de minutos y de marcharía como siempre, con una recaudación que, en los dos últimos meses, era de cien millones de dólares por semana.

Barksdale se detuvo. Cien millones de dólares. Si debía ser absolutamente sincero consigo mismo, tenía que admitir que no solo lo había motivado la justa indignación. También estaba el dinero.

La fachada que siempre había mostrado ante sus superiores y sus subordinados. —Frederick Barksdale, de la más rancia aristocracia inglesa, aficionado a la Caza del Zorro— era una farsa. Había crecido en una miserable casa pareada en Clapham, y sus lecturas habían sido novelas baratas que alimentaban Sus fantasías de ser uno de los jóvenes privilegiados que eran alumnos de Eton, Harrow o Sandhurst. La idea de trabajar para ganarse la vida le había parecido desagradable, por debajo de su condición. Su talento natural sin duda era actuar en los escenarios como intérprete de Shakespeare, como Gielgud y Olivier. Por supuesto, sus padres no tenían dinero para satisfacer sus sueños infantiles, a pesar de su innegable don para el teatro. Así que había conseguido una beca para el Canterbury Technical College, donde no tardó en descubrir que tenía grandes aptitudes para la informática. Después de licenciarse, lo había contratado una empresa de sistemas de Estados Unidos, donde prosperó rápidamente. Aquí se había producido otro cambio importante: adoptó las maneras de un aristócrata británico. Con su don para las voces y su indudable buen gusto, le resultó fácil. El personaje creció sutilmente. Nadie nunca lo cuestionó. Con el tiempo, Barksdale asumió totalmente la nueva personalidad y comenzó a vivir tal como siempre había creído que se merecía.

Pero esto resultó ser muy caro y las deudas crecieron con una alarmante rapidez. Sin embargo, aquello que más ambicionaba, el lujo y el estilo de vida sofisticado que reclamaba para sí, continuaba fuera de su alcance.

Cien millones de dólares.

Por supuesto, no se podía hacer. Era pura teoría. Barksdale no podía trastear con sus propios sistemas. Además, no era una tarea para un solo hombre. Haría falta un equipo de expertos, hombres que supieran dónde procurarse cosas como los uniformes, un camión y lo que hiciese falta. Cosas que Barksdale no tenía ni la más remota idea de dónde se conseguían.

Pese a su cualidad de hombre emprendedor, su urgente necesidad de dinero la justa indignación que lo animaba, Barksdale no era una persona que destacase por la valentía.

Los discretos y crípticos anuncios que publicó en el Times de Londres, Punch y otro puñado de periódicos que eran los preferidos por antiguos miembros del servicio de contraespionaje eran más una broma privada que otra cosa. «Una oportunidad poco habitual para invertir. El candidato deberá haberse desempeñado con distinción en al uno de los servicios es especiales. Se requiere sangre fría, gran capacidad de organización y liderazgo. Pequeña inversión inicial, gran rentabilidad. Apocados o con escrúpulos morales abstenerse.»

Pero alguien había contestado al anuncio, y una cosa había llevado ala otra. Ahora estaba aquí, en aquella celda…

En aquella celda…

Parecía haber mucha actividad al otro lado de la puerta; Barksdale hizo una pausa para escuchar. Aparentemente, estaban enviando más guardias ara ocuparse de lo que fuese que hubiera pasado en Calisto. El guardia que había visto a través de la ventana se había marchado. Al pensar en Calisto, en el guardia llamado Chris Green, Barksdale se estremeció. «La promesa había sido que nadie resultaría herido.»

Cascanueces también pareció interesado por los ruidos, hasta el punto de que se levantó del camastro. Fue hasta la ventana, echó una ojeada y después aporreó la puerta.

—¡Eh! —gritó.

Nadie le respondió.

—¡Eh! —gritó de nuevo, todavía más fuerte.

El rostro juvenil con marcas de acné del guardia llamado Lindbergh apareció en la ventana.

—¿Dónde está el baño? —le preguntó Cascanueces.

—Tendrá que esperar.

—Joder, tío, tengo que ir ahora. ¿Qué quieres? ¿Que me cague en los pantalones?

Al otro lado de la ventana, Lindbergh miró a izquierda y derecha. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta lentamente.

—Mantenga las manos a la vista —le ordenó Lindbergh con la porra preparada—. No intente ninguna jugarreta. No quiero usarla, pero lo haré, si es necesario.

Barksdale vio cómo cerraba la puerta, oyó la llave que giraba en la cerradura y exhaló un suspiro. A diferencia de Cascanueces, no se había dado cuenta de que Lindbergh era el único guardia que quedaba en el despacho.

Reanudó su paseo. Ahora comprendía que la aparente facilidad con la que se había organizado todo, la manera como el plan había cuajado, había sido una ilusión. Era como uno de aquellos terribles sueños donde un hecho aparentemente inocente conducía a otro y a otro hasta que, sin pensarlo, uno se encontraba atrapado en una pesadilla de la que solo podía escapar si despertaba. Una pesadilla que había sido cuidadosamente preparada por John Doe.

Se detuvo bruscamente. Se volvió hacia la pared y la tocó con la frente un par de veces. Si ahora consiguiera despertar…

No obstante, tendría que haber funcionado. Todos los problemas que habían surgido, todas las pegas, se habían solucionado rápidamente. El hombre que había respondido al anuncio, que se había presentado como John Doe —misterioso y esquivo como era— había resultado ser extraordinariamente astuto e inteligente. Era obvio que pertenecía a la clase alta, muy educado, estudioso de Bach, Rafael y Shakespeare, un hombre con el que Barksdale se sentía a gusto. John Doe parecía compartir plenamente ese sentimiento. A medida que avanzaban en los planes, John Doe se había ido haciendo con el control y le había dicho a Barksdale cuáles eran los sistemas que requerían una explicación más detallada o las instalaciones de las que necesitaba los planos. Se había ocupado de buscar cómplices, entre ellos a Tom Tibbald para conseguir los distintivos genéricos, y había sido John Doe quien había visto el verdadero potencial, algo mucho más allá de lo que podía imaginar Barksdale. Al principio, solo había sido el dinero. Pero después había sido mucho, mucho más. John Doe le había hecho ver que toda la trama organizada con la intención de que Sarah Boatwright ordenara el estado de emergencia, y así conseguir que se suspendiera el envío del camión blindado de la AAS, también se podría emplear para apoderarse del Crisol, una tecnología que valía mucho más que el botín. Todo sería rápido, prácticamente sin esfuerzos, y lo mejor de todo era que se podía lograr sin recurrir a la violencia.

Hasta entonces, la única reserva de Barksdale no tenía nada que ver con el plan, sino con Sarah Boatwright, la mujer a la que había detestado por ocupar el puesto de directora de operaciones. Nunca había imaginado que pudiese gustarle. Tampoco tenía muy claro cómo había sucedido. No era su tipo, en absoluto; demasiado segura de sí misma, demasiado norteamericana. En ningún momento había hecho nada por conquistarla; se había limitado a ser él mismo. En contra de lo que creía, aquello lo había conseguido. No dejaba de ser curiosa la manera como la relación se había ido desarrollando al mismo ritmo que los planes para el atraco al parque. Si cualquiera de las dos cosas —sus sentimientos por Sarah o sus planes para enriquecerse— hubiese tenido preponderancia, la otra habría caído en el olvido. En cambio, solo se encontró en una situación más y más conflictiva. Sin embargo, cada vez que había decidido dar por acabado el plan, John Doe lo había convencido con razonamientos y halagos, le había hecho ver lo equivocado de sus miedos y le había recordado la parte del botín que le correspondería. Barksdale siempre había acabado reconociendo que el hombre estaba en lo cierto. Quizá, cuando todo esto se hubiese acabado, podría encontrar la manera de ponerse en contacto con Sarah y darle una explicación. Quizá, prefería creer, podría incluso convencerla para que se reuniese con él.

Other books

Memoirs of a Porcupine by Alain Mabanckou
The Ferguson Rifle by Louis L'Amour
Amor and Psycho: Stories by Carolyn Cooke
Rocking Horse by Bonnie Bryant
Un mar de problemas by Donna Leon