John Doe sonrió complacido mientras escuchaba. Las bombas y las explosiones tenían un gran efecto: no había nada como el estruendo de una bomba, el súbito espectáculo de cuerpos destrozados y llamas, para provocar el pánico. Pero el rumor podía ser mucho más insidioso. Era fantástico ver cómo funcionaba. Era como dejar una única gota de sangre en la plácida superficie de un estanque. Las ondas se propagaban, lentas pero imparables. Tal como se pretendía.
Miró a un grupo de guardias que avanzaban a paso rápido por la calle en dirección a la cortina estrellada que cerraba la entrada al Puerto Espacial. Vestían de paisano, por supuesto, pero para el ojo de un experto destacaban como eunucos en un harén turco.
¿Qué turistas fruncían el entrecejo de esa manera o marchaban en pelotón? También había visto a unos cuantos de Relaciones Públicas; se movían entre los visitantes, escuchaban, tomaban notas. A medida que los rumores continuaran extendiéndose y los visitantes se fueran inquietando cada vez más, ya no darían abasto. Eso era lo que lo hacía absolutamente perfecto. Se puede contener una explosión, pero ¿contener un rumor? Era como querer sujetar un rayo de luna.
Desde la primera prueba —el encuentro con el guardia cuando había entrado en el subterráneo—. Seguridad había respondido de la manera típica. En cada uno de los incidentes posteriores —la explosión en Aguas Oscuras, la pérdida de las cámaras de vigilancia, el atentado en la Estación Omega—; su confianza en que Seguridad seguía al pie de la letra las normas del manual había ido en aumento. Consultó su reloj. Al cabo de unos pocos minutos, los subordinados de Allocco estarían ocupados al máximo, cosa que le permitiría marcharse con absoluta tranquilidad.
Se apartó de la columna y se mezcló con la muchedumbre. De nuevo lo asaltó aquel sentimiento cercano a la desilusión. Al final, todo había funcionado exactamente como se esperaba. Había realizado una investigación exhaustiva, actuado de una manera impecable y enseñado un rostro diferente por lo menos a media docena de personas. Sonrió para sus adentros. Si llegaran a saber la verdad, si conocieran al verdadero John Doe… Bueno, esa sí que sería toda una sorpresa.
Acortó el paso. En realidad no todo había funcionado como se esperaba. Miró hacia el puesto de helados, donde la ausencia de Currante continuaba decepcionando a los visitantes. El doctor Warne le había causado muchos problemas, sin duda él era el responsable, directa o indirectamente, de que hubieran pillado a Cascanueces. Y la manera como había aparecido de la nada para llevarse a Sara Boatwright de la sala de los espejos holográficos había sido muy irritante.
John Doe había llegado a considerar a Sarah Boatwright como una digna rival. En el transcurso de sus numerosas conversaciones, Fred Barksdale le había facilitado, sin darse cuenta, un muy detallado análisis de la personalidad de la directora de operaciones del parque. John Doe conocía el tipo: testaruda, ambiciosa, un tanto posesiva, llena de celo profesional. Estaba seguro de que si la pinchaba en los puntos precisos, conseguiría provocarla para que actuara de forma prematura. No se había equivocado. Los guardias que había apostado en el Viaje Galáctico le habían permitido mostrarse indignado, dejar el disco en blanco y llevarse el bueno. Y, lo que era más importante, le habían evitado tener que inventarse razones para justificar el retraso que necesitaban. Convencidos de que no tenía el disco, no se les había ocurrido rechazar una segunda entrega, con el añadido de que Sarah, al considerarse responsable de lo sucedido, había aceptado realizar la segunda entrega personalmente.
John Doe había contado con que la mataría en los oscuros pasillos de la sala de los espejos holográficos para añadir un toque final a la confusión, una crisis de liderazgo que facilitaría aún más su fuga del parque. Pero Andrew Warne, el factor inesperado, había dado al traste con este perfecto ejemplo de manipulación.
Por supuesto, en el esquema general no tenía mayor importancia. Ahora que Cascanueces se había reincorporado al equipo, las bajas volvían a ser cero. Era verdad que Fred Barksdale había muerto un poco antes de lo esperado, pero eso sencillamente le había evitado el trabajo de matarlo en la carretera. John Doe no era dado a compartir aquello que tanto le había costado ganar. Además ya tenían dos discos, dos valiosísimos discos originales que, gracias a las protecciones Antipiratería de Información Tecnológica, no se podían copiar. Eso le permitiría vender dos veces la tecnología del Crisol y obtener el doble de beneficio. Por cierto, ahora que hablaba de beneficios, el camión blindado estaba entrando en la cámara acorazada en este mismo momento.
John Doe miró a lo largo de la calle y exhaló otro suspiro. Se dio cuenta de que no deseaba abandonar este lugar. Después de tantos preparativos, el buen final de una operación siempre le sabía a poco. La diferencia en este caso, por supuesto, consistía en que —por primera y última vez— él era su propio cliente. Y la consecución de todo este dinero que le aseguraría un cómodo retiro era su último trabajo.
Claro que, si el retiro acababa resultándole aburrido, siempre podía volver a la actividad para hacerle una visita a Andrew Warne y recompensarlo por su indeseada participación en los acontecimientos de ese día. El tiempo lo diría.
Se demoró un momento más para contemplar a la multitud, los actores y la perfecta recreación de un mundo del futuro. Después entró en los lavabos más cercanos.
Se lavó las manos concienzudamente mientras esperaba que saliera el único ocupante.
Luego se acercó a la puerta que había en la pared del fondo y tecleó el código de acceso.
Sacó del bolsillo un pase y otro distintivo —cortesía del ahora difunto Tom Tibbald— y se los enganchó en la solapa. Entonces abrió la puerta y pasó al otro lado.
La temperatura en el pasillo con paredes de cemento era fresca y olía a desinfectante.
John Doe se detuvo cuando llegó a un cruce, y miró a izquierda y derecha antes de sacar la radio del bolsillo y marcar la frecuencia.
—Búfalo de Agua, aquí Factor Primario. Adelante.
Esperó a que llegara la respuesta.
—Aquí Búfalo de Agua.
—¿Qué tal el panorama?
—Fantástico. Entró a la hora exacta.
—Eso me han dicho. ¿Alguien más desde entonces? ¿Quizá alguna llegada de un carácter más oficial?
—Negativo, solo las entregas habituales.
—Muy bien. Tu trabajo allí ha concluido. Nos reuniremos en el punto de encuentro.
—Recibido —respondió Búfalo de Agua.
Cualquier llegada a partir de este momento, y sin duda no tardarían mucho en aparecer, no afectaría para nada el plan. Transcurridos diez minutos estarían fuera de Utopía, en el más seguro de los transportes y circulando a ciento diez kilómetros por hora.
John Doe guardó la radio. Entonces se dio cuenta de que se le habían arrugado los pantalones. Seguramente había sido en la sala de los espejos holográficos. Le molestó, aunque no tenía mayor importancia. Aquella noche quemaría el traje en el incinerador del hotel.
Echó otro vistazo al pasillo y luego se alejó a paso vivo en dirección a la escalera que llevaba al nivel A.
William Verne bostezó, se reclinó en la silla y se desperezó lánguidamente. Apenas si se había movido en la última hora y escuchó el crujido de las articulaciones. Recordó vagamente que sus movimientos estaban siendo filmados por una cámara de seguridad.
Pero no se inquietó. Estirarse de vez en cuando no estaba excluido en el perfil de su trabajo. Por otro lado, todo el proceso se había vuelto tan condenadamente rutinario que dudaba mucho que alguien estuviese mirando. Y si alguien lo hacía, estaría mirando al camión y no a él.
Se inclinó de nuevo para echar una mirada al panel de control. Como siempre, todas las luces eran verdes. La cámara acorazada, correcta; la cámara de entrega, correcta; el pasillo de acceso, correcto; el sistema de control monetario, correcto. Correcto, correcto, correcto. Algunas veces casi deseaba que algo funcionase mal. Al menos sería un cambio.
Habían pasado cinco meses desde que Verne había cedido a la tentación y había dejado su trabajo de programador de software en Palo Alto. El puesto que le ofrecían era demasiado bueno para rechazarlo. No solo trabajaría en el departamento de Nuevas Tecnologías de Utopía, sino que el puesto parecía tener cierta relación con cosas secretas que le habían intrigado. Había tenido que firmar un montón de documentos que lo obligaban a mantener una discreción absoluta sobre su trabajo y había tenido que someterse a una investigación profunda de sus antecedentes. Para su sorpresa, se había encontrado haciendo en el parque el mismo trabajo que hacía en Palo Alto. Al parecer el desarrollo de sistemas y mantenimiento era el mismo ya fuese que uno trabajara en un parque temático o en una pequeña empresa de software. Aquí le pagaban más, los juguetes eran más sofisticados, pero tenía mucho menos responsabilidad creativa.
¿Y el aspecto secreto del trabajo? Pues consistía en observar las luces de un panel de control, respirar gases de un tubo de escape y mirar la parte trasera de un camión blindado durante unos siete minutos, una vez a la semana.
Se escuchó un leve zumbido y un chasquido cuando alguien fuera de la sala de control de la cámara activó el escáner de retina. Se abrió la puerta blindada y entró Tom Pritchard, del departamento de Auditoría y Control. Verne lo miró sin interés.
—¿Qué tal va?
—Como una seda —respondió Pritchard al tiempo que cerraba la puerta y echaba el cerrojo.
Acababa de hacer la inspección visual obligatoria. Durante los pocos minutos que se tardaba en efectuar la transferencia, la sección del nivel C que rodeaba la cámara acorazada y el pasillo de acceso quedaba aislada del resto del subterráneo de Utopía.
—Bien. Entonces acabemos con esto.
Verne oía el insistente pitido del camión blindado mientras este recorría marcha atrás los cien metros del pasillo. Apretó un interruptor para poner en marcha los potentes extractores que enviarían el humo del escape del vehículo al desierto, donde debía estar.
—¿Dónde está nuestra niñera? —preguntó Pritchard mientras se acercaba a la ventana de observación.
Si bien solo se necesitaban dos personas para la transferencia —una de Tesorería y otra de Control—, normalmente siempre había un guardia que asistía a la carga.
—Supongo que hoy tendremos que arreglárnoslas solos —respondió Verne—. Lo más probable es que estén todos de nuevo en la dichosa máquina.
La semana anterior, uno de los guardias había ganado ocho mil dólares en una de las tragaperras del casino de Paseo. Le habían confiscado el dinero, y el guardia había recibido una sanción disciplinaria por jugar en horas de servicio, pero aquello había despertado el interés de los demás.
—Quizá los hayan llamado para que se ocupen del accidente en Calisto o lo que haya sido.
—Eso es. Hoy ya me han hablado de tres accidentes. Me pregunto quién se inventa todos esos bulos.
Claro que, aunque fuera verdad, probablemente tardarían días en enterarse, encerrados como estaban en aquella maldita sentina. Verne había leído una vez un cuento de Joseph Conrad sobre dos ingleses que trabajaban en un lugar remoto de África. Al final no habían podido soportarlo más, se habían vuelto locos y se habían matado el uno al otro. Eso al menos era lo que recordaba. Siempre le había parecido algo muy exagerado, pero ahora ya no opinaba lo mismo.
—No lo sé, a mí me pareció que iba en serio. Escuché decir que había un muerto.
—¿Uno? ¿Por qué no cien?
—Déjate de bromas. Incluso han hablado de terroristas.
—Tú siempre oyes hablar de terroristas. —Verne lo miró con cierto desdén—. Creo que te has equivocado de trabajo. Tendrías que trabajar con los ingenieros y los diseñadores de atracciones. De todas maneras —añadió con un tono menos agresivo—, si hubiese ocurrido algo grave, Su Señoría habría cancelado la recogida.
«Su Señoría» era el apodo que el personal de Información Tecnológica le había puesto a Fred Barksdale. Lo consideraban un jefe muy trabajador y de gran talento, pero también un fanático del protocolo. Barksdale había diseñado la mayor parte del sistema de control monetario y siempre se ocupaba de supervisar personalmente la transferencia del dinero de la cámara acorazada al camión blindado. Durante el cursillo de orientación, a Verne le habían explicado la estructura de la cadena de mando. Si algo iba realmente mal, Barksdale les comunicaría que se había cancelado la transferencia. Pero nunca se había producido ninguna emergencia, y Barksdale nunca había llamado para comunicar una cancelación. Había llamado por muchísimas otras razones —para criticar la lentitud o algún fallo en la transferencia—, pero nunca para cancelarla.
Sonó una llamada en el altavoz del panel de control.
—Utopía Central, aquí Nueve Eco Bravo. —Era la voz del conductor del camión—. Veo la cámara.
Verne se inclinó hacia el micrófono.
—Utopía Central confirma. Luz verde para la transferencia.
Consultó su reloj. Las 16.18. La hora convenida. Al menos ese día Barksdale no llamaría para quejarse.
Verne se levantó y se acercó a la ventana de observación donde estaba Pritchard. Vio cómo la parte trasera del camión blindado se acercaba lentamente por la curva del pasillo de acceso. El nombre de la empresa, American Armored Security, aparecía pintado con grandes letras doradas en los costados.
Verne miró sin interés. El humo del tubo de escape del camión comenzaba a entrar en la sala de control a pesar de los extractores, y el olor tardaría en desaparecer por lo menos veinte minutos. Se preguntó si el humo sería cancerígeno. Quizá podría solicitar una paga suplementaria por trabajo insalubre.
El camión llegó a la altura de la sala de control y se detuvo. Durante unos segundos no hubo ningún cambio mientras los ocupantes repasaban la lista de verificaciones. Luego el conductor abrió la puerta lateral, y el guardia salió de la caja con una escopeta en una mano y una lista en la otra. Se volvió hacia la ventana de observación y saludó.
Verne apretó un botón y se abrió una pequeña puerta que daba al pasillo de acceso, Verne bajó los diez escalones hasta el pasillo. El ruido del motor Diesel resonaba mucho más fuerte. Verne habría preferido que lo pararan, pero no se podía; iba contra las reglas.
El guardia armado se acercó. Verne frunció el entrecejo.