Utopía (47 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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—Alto—, le ordenó a Warne.

Algo estaba cambiando en su interior. Quizá era la conmoción producida por la increíble revelación de Warne o haber visto a John Doe con un arma en la mano. Pero la tormenta de emociones comenzaba a despejarse, para dejar solo la furia. Sacó la radio del bolsillo.

—Carmen —llamó—. Carmen, ¿me oye?

—Sí, señorita Boatwright —respondió la supervisora— ¿Puede decirme que está pasando?

—Más tarde. ¿Puede hacer algo por mí? Necesito que apague las luces de la galería.

—¿Apagar las luces?

—Sí. Todas. Ahora mismo, ¿Puede hacerlo?

—Sí, por supuesto.

—Pues hágalo.

Guardó la radio en el bolsillo. Después, se acercó al espejo más cercano para leer el número grabado en el marco. Sacó el disco del bolsillo y lo dejó en la base del espejo. A continuación, le indicó a Warne que la siguiera, y esta vez, a paso lento, fueron a la habitación hexagonal. Sabía que desde ese lugar encontraría la salida, aun en la oscuridad.

Respiró profundamente y luego gritó con el tono más autoritario de que fue capaz:

—¡Señor Doe! Si quiere el disco, quédese donde está.

Esperó una respuesta que no llegó.

—Me dijo que había traicionado su confianza —añadió—. Pues esta vez es usted quien me ha traicionado.

—Vaya —dijo la voz, que sonó más cerca—. Estoy intrigado.

—Saboteó otra atracción. Hay muchas personas heridas. Sin ningún motivo. Seguí sus órdenes. Le he traído el disco. Entonces ¿a qué viene el arma?

Silencio.

—¡Yo responderé a la pregunta! —gritó Warne—. Quería llevarse el disco y a Sarah. Como rehén. Quizá solo quería matarla y escapar en la confusión. ¿Me equivoco? Ha perdido la ventaja de la sorpresa.

—¿Sorpresa, doctor Warne? —contestó la voz sedosa—. Aún no se han acabado las sorpresas.

—Pues sorpréndame con lo inesperado. Deje que se marche. Demuéstrenos que es capaz de adaptarse.

Se apagaron las luces y el pasillo quedó sumido en la oscuridad. Sarah sujetó el brazo de Warne.

—¡Señor Doe! —gritó de nuevo al tiempo que retrocedía—. ¡Escuche! Aquí tiene el disco. Está en el espejo seis nueve cuatro dos. Se lo repito. Espejo seis nueve cuatro dos.

Lo encontrará al pie del espejo. Ahora me marcho. Ha quebrantado las reglas, y doy por acabado el juego. Quizá tarde un poco más en la oscuridad, pero estoy segura de que lo encontrará. Mantendré la galería vacía durante otros veinte minutos. Así que cumpla con su promesa. Coja el disco y lárguese de mí parque. Si no lo hace, puede estar seguro de que lo mataré.

Una risa sonó en la oscuridad: cínica, divertida.

—Ese es mi juego favorito, Sarah. Cuente conmigo.

Si dijo algo más, Sarah no lo oyó. Porque en esos momentos corrían por el pasillo que llevaba a la antesala de «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood», y lo único que percibía era el ruido de las pisadas en la oscuridad, en su alocada carrera para llegar a la escalera que los sacaría de aquel lugar maldito.

16:03 h.

Terri permanecía tras la puerta, paralizada por la indecisión y el miedo, mientras el hombre del mono oscuro se acercaba. Ya había pasado por el primero de los cubículos cerrados. Al cabo de unos segundos llegaría al cubículo de Georgia, comprobaría que la cama vacía aún estaba caliente y…

—¡Señor! ¡Un momento!

Era uno de los guardias. Terri abrió la puerta un poco más, para ver mejor. El corazón le latía desbocado. Los guardias habían interrumpido la conversación y ahora miraban al hombre, que se detuvo, con una mano en la cortina del tercer cubículo, y se volvió lentamente para mirarlos.

—¡Perdón, señor, ¿cómo dijo que se llamaba? —preguntó uno de los guardias, al tiempo que se acercaba al visitante junto con su compañero.

Terri sintió que recuperaba la calma. Quizá los guardias habían recibido la orden de vigilar a cualquiera que fuese a ver a Georgia. Pillarían al tipo. Ya estaba todo solucionado, oyó que Georgia se movía. Al volverse, se llevó un susto, La niña se había despertado y la miraba con una expresión de desconcierto.

Terri se obligó a apartarse de la puerta y se acercó a la hija de Warne. Se arrodilló junto a la silla de ruedas.

—Escucha, Georgia —susurró—. He venido para llevarte con tu padre, ¿vale? Tendremos que esperar aquí un minuto, solo un minuto, y después podremos irnos.

Georgia la miró con la misma expresión de antes.

Terri le apretó la mano y luego volvió a la puerta. Los guardias conversaban con el extraño.

—Muy bien, señor Warne —dijo uno de ellos, que miraba con desconfianza el mono que vestía el hombre—. Pero, antes de que pueda llevarse a su hija, necesitamos que nos muestre alguna identificación.

—¿Identificación? —Mientras hablaba, apartó tranquilamente las cortinas del tercer cubículo y miró en el interior.

—Si es tan amable.

El hombre miró dentro del cubículo —el cubículo de Georgia— durante unos segundos que a Terri se le hicieron eternos. Después apartó la mano y dejó que las cortinas se cerraran.

—¿Puedo preguntar por qué? —formuló la pregunta lentamente, como si estuviese pensando en otra cosa.

—Lo siento, señor —respondió el primer guardia—. Son las órdenes. Tenemos que verificar la identidad de todos los visitantes y especialistas externos que entren o salgan del centro médico.

«Mierda, mierda, mierda.» Así que después de codo no estaban custodiando a Georgia. Solo habían recibido la orden de alerta máxima. «Por supuesto. De lo contrario habrían vigilado con más atención el cubículo de Georgia, me habrían visto entrar, salir con una silla de ruedas. Imbécil, ahora estás atrapada aquí, encerrada en este armario, tú que eres claustrofóbica, con…»

Sus lamentaciones se interrumpieron cuando el hombre se volvió para mirar rápidamente a un extremo y otro del pasillo. Una vez más, le pareció que su mirada se clavaba en ella.

Se apartó.

—Muy bien, caballeros —dijo el hombre. Se cargó la bolsa al hombro y se abrió paso entre los guardias—. Ya que insisten.

Con la mayor naturalidad se apartó de los guardias y caminó hacia la puerta de la lavandería.

Terri medio caminó, medio trastabilló hacia el fondo del cuarto. Miró en derredor, dominada por la desesperación.

Aparte de las estanterías con las prendas plegadas, los uniformes colgados, las pilas de toallas y unas cuantas mesas pequeñas, la habitación estaba vacía. Solo había un lugar donde ocultarse: un espacio pequeño y oscuro debajo del tubo del sistema de transporte de la ropa sucia.

La sola idea de ocultarse en aquel lugar pequeño hizo que se estremeciera de terror. Pero no había otra alternativa, se volvió hacia la niña.

—Escúchame, Georgia —dijo, con toda la calma que pudo—. Escúchame con mucha atención.

Fuera hay un hombre malo, un hombre muy peligroso. Tenemos que escondernos aquí hasta que se marche.

Georgia la miró sin decir palabra, como si estuviese atontada. Desde el pasillo llegó el ruido de pisadas y unas voces que protestaban.

—¿Lo podremos hacer, Georgia?

La niña siguió muda.

—¿Puedes ayudarme, por favor?

—De acuerdo —farfulló Georgia.

Terri empujó la silla de ruedas hasta el fondo del cuarto, la hizo pasar por debajo del enorme tubo blanco y la colocó en el rincón más oscuro. Después se acurrucó junto a la silla y abrazó a Georgia.

—Ahora permanece en silencio —susurró—. No hagas ningún ruido hasta que se marchen, pase lo que pase.

Tenía delante el tubo de casi un metro de diámetro que cruzaba el cuarto de un lado al otro, con unas anillas de latón en los extremos donde atravesaba las paredes. Oyó el silbido del aire a presión que circulaba por el interior.

Entonces se abrió la puerta y la luz del pasillo iluminó el cuarto. Terri se agachó todavía más, sin soltar a Georgia. El corazón le latía cada vez más rápido. Vio las sombras en las paredes cuando los hombres entraron uno detrás de otro.

—¿Qué es esto? —Oyó que preguntaba uno de los guardias.

—Es un gran incordio, eso es lo que es —contestó el hombre con su extraño acento—. Tener que mostrar una identificación para visitar a mi propia hija. Tengo el billetero en el fondo de la bolsa. Necesito un lugar donde dejarla y buscar entre mi equipo.

Se oyó el ruido de la bolsa cuando el hombre la dejó sobre una de las mesas. Terri intentó ver la escena.

—Lo sentimos mucho, señor Warne. —Se disculpó uno de los guardias—, pero esas son las órdenes.

—Dudo mucho que sus órdenes sean importunar a un científico visitante. Ya es bastante malo que mi hija haya tenido que terminar aquí, debido únicamente a una negligencia del parque. Pienso presentar una queja a sus superiores.

Terri ladeó la cabeza, cosa que le permitió ver con claridad lo que ocurría. Los guardias habían vuelto a rodear al hombre de los ojos almendrados, que había dejado la bolsa en una mesa y ahora abría la cremallera.

—Está en todo su derecho, señor Warne —manifestó el primer guardia—. Pero debo insistir en que continuemos esta conversación en…

Con un movimiento suave y grácil, el hombre metió la mano en la bolsa y sacó algo. Terri vio que era algo largo y delgado, con un cono en un extremo. Luego el hombre movió la cosa hacia los guardias. Salieron llamas por el extremo del cono. El primer guardia se sacudió como un pelele cuando los proyectiles le atravesaron el pecho. Terri contuvo un grito y le tapó los ojos a Georgia.

El hombre se volvió y, al tiempo que cerraba la puerta con el tacón de la bota, apuntó al segundo guardia. Se oyó un repiqueteo como el de una máquina de coser. Polvo y trozos de revoque cayeron sobre Terri y Georgia. El guardia se desplomó en silencio, con las manos en la garganta. La radio y la porra rodaron por el suelo.

La silla de rueda; chirrió cuando Georgia no pudo controlar una sacudida y buscó las manos de Terri. La muchacha la abrazó con todas sus fuerzas, sin apartar la mirada de la terrible escena.

El hombre se alejó un paso y después disparó una ráfaga contra los guardias caídos. Sus cuerpos se sacudieron al compás de los fogonazos. No se oyó ningún ruido; no podía entender por qué no había ruido. ¿Es que el horror, el miedo, la habían dejado sorda además de paralizarla? Lo único que se oía era aquel repiqueteo mecánico, como el de una máquina de coser infernal, y el tintineo metálico de los casquillos que caían al suelo.

Entonces se acabó. El silencio reinó de nuevo mientras una nube de humo de pólvora subía hacia el techo. Incapaz siquiera de respirar, Terri observó cómo el hombre bajaba el arma humeante y miraba a sus víctimas. Con los movimientos rápidos de un profesional, guardó el arma en la bolsa, entreabrió la puerta, como ella misma había hecho unos pocos momentos antes, y asomó la cabeza al pasillo.

La silla de ruedas crujió de nuevo. Georgia dejó escapar un gemido de terror.

Terri se apresuró a taparle la boca cuando el hombre se volvió para echar una ojeada a la habitación. En la penumbra sus ojos brillaban como los de un gato.

Les llegó un estertor y el ruido de algo metálico cuando uno de los guardias se sacudió por última vez entre los casquillos y murió. Terri vio el brillo de los ojos del hombre.

Cuando miró el cadáver.

Una brusca descarga de estática sonó en la habitación. El hombre cerró la puerta, metió la mano en la bolsa y sacó una radio.

—Béisbol.

—Aquí Factor Primario. ¿Posición?

—Centro médico.

—¿Condición?

—La chica se ha ido.

—¿Paradero?

—Desconocido.

Hubo una pausa.

—No tenemos más tiempo —dijo la voz en la radio—. Hay un problema con Blancanieves.

Necesito que vayas al a punto de reunión. Inmediatamente. ¿Comprendido?

—Sí. —Apagó la radio.

El hombre se apartó de la puerta para empujar los cadáveres debajo de la mesa con la punta de la bota. Después se acercó a uno de los estantes y tumbó una pila de toallas sobre las manchas de sangre. Mientras Terri lo miraba, sin soltar a Georgia, el hombre se quitó el mono. Debajo vestía el uniforme plateado de los pilotos de Calisto. Hacía juego con la bolsa. El mono lo arrojó sobre la pila de toallas.

Tras echar una última ojeada a la habitación, se colgó la bolsa al hombro sin molestarse en cerrar del todo la cremallera, y finalmente abrió la puerta y salió al pasillo.

Sonó un leve chasquido cuando se cerró la puerta y cortó el paso de la brillante luz del pasillo. Durante unos momentos, reinó el silencio. Después se oyó el ruido de las prendas que circulaban por el tubo camino de la lavandería, hasta que también aquel sonido se apagó. Terri sintió que los miembros comenzaban a temblarle cada vez con más fuerza.

Georgia, apretada contra su pecho, permaneció en silencio. Se limitó a sujetar la mano de Terri, con tanta fuerza como si estuviese dispuesta a no soltarla nunca más.

16:03 h.

Poole se detuvo bruscamente en cuanto vio la entrada principal de las dependencias del Servicio de Seguridad. Fred Barksdale, que caminaba delante, tardó un par de segundos en darse cuenta. Después, él también se detuvo. Poole se le acercó.

—Ahora, escuche —le dijo en voz baja al oído—. Haremos esto con toda calma y naturalidad.

No diga nada a menos que se lo indique y no intente nada. Si es necesario, dispararé primero y después me ocuparé del papeleo.

Barksdale no dio ninguna señal de haberlo oído. Reanudó la marcha, escoltado en silencio por Poole.

Hasta el momento todo había ido como una seda. La breve exhibición de fuerza, la visión del arma, había sido suficiente.

Poole ya había visto este efecto antes, sobre todo en personas que estaban metidas en algo que los superaba. Los jóvenes soldados rebeldes —poco habituados al uso de armas automáticas, paralizados por el miedo ante la perspectiva del combate— parecían agradecer que los hicieran prisioneros. Barksdale había reaccionado de la misma manera; se había rendido sin ofrecer resistencia. Al menos, esa era la impresión que había dado.

Pero ahora venía la parte más difícil: convencer a Allocco y a sus hombres de que Frederick Barksdale, amo y señor de los sistemas de Utopía, estaba aliado con el enemigo. Si Barksdale quería, todo se complicaría. Sería su palabra contra la de un visitante entrometido. Poole frunció el entrecejo mientras miraba la cabeza rubia y se preguntó qué estaría pasando por su mente.

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