A los pequeños les encantaba el Viaje Galáctico. Sin embargo, cualquiera con más de cinco años encontraba que era de lo más aburrido y lo evitaba. Con chiquillos y padres atontados como sus únicos pasajeros, el Viaje Galáctico era la atracción más segura de todo el parque. Como resultado, no había guardias, cámaras de vigilancia, ni rayos infrarrojos, y, dado que casi funcionaba sola, los encargados tenían muy poco trabajo. Esto hacía que, como en el caso de los visitantes adultos, la atracción no despertara el más mínimo interés entre el personal.
Los únicos empleados que disfrutaban con su trabajo allí eran los que tenían inclinaciones románticas. Como todas las demás atracciones, el Viaje Galáctico tenía una amplia zona en la trastienda dedicada a los servicios y mantenimiento. Un lugar muy solitario dentro del recinto era el taller de costura, donde se medían, cortaban, cosían y reparaban todas las telas que se utilizaban como telones y fondos. Los empleados habían descubierto que era el lugar ideal para llevar a las compañeras para tener una aventura, o a las chicas que se habían ligado entre los visitantes. El taller se hizo tan popular que la gran mesa de trabajo recibió el apodo de la mesa de los gemidos». Cuando se enteró la dirección, se hicieron cambios en el personal. Ahora, la mayoría de las personas que trabajaban allí eran mujeres de cincuenta a sesenta años. La atracción tenía el personal con más edad de todo el parque, y el taller se utilizaba ahora solo para su verdadero fin, y eso con escasa frecuencia.
Excepto que, en ese momento, john Doe estaba sentado en el borde de la mesa.
Balanceaba las piernas cruzadas en los tobillos con la mayor despreocupación. El taller se encontraba a oscuras, y el blanco de sus ojos resplandecía con la fosforescencia que llegaba del exterior. Lo mismo que Sarah Boatwright en su despacho subterráneo, Doe hablaba por teléfono.
—Eso es muy interesante —dijo—. Ha hecho bien en comunicármelo. Espero que no tarde mucho en darme los detalles. —Escuchó brevemente. Algo debió de parecerle gracioso, porque de pronto se echó a reír de muy buen humor, aunque tuvo el detalle de tapar el micrófono con la mano mientras lo hacía—. No, no, no creo que sea un motivo de preocupación, y mucho menos para cancelarlo. Mi querido amigo, eso sería impensable.
—Una pausa—. ¿Cómo dice? Sí, estoy de acuerdo. Fue algo desafortunado. Pero estamos hablando de rayos láser y explosivos, no de neurocirugía. No se puede pedir precisión.
Escuchó de nuevo, esta vez durante más tiempo.
—Ya hemos hablado de esto antes. Si no me equivoco, la semana pasada. —Su voz era tranquila, despreocupada; un hombre bien educado que hablaba con un igual—. Permítame que le repita le que manifesté entonces. No hay nada de que preocuparse. El tiempo que dedicamos a la organización, a eliminar fallos y afinarlo al máximo estuvo bien empleado.
Se analizaron todos los posibles resultados y se previó cualquier emergencia. Usted lo sabe tan bien como yo. Hay que mantener la calma. «Las dudas son traicioneras y, por miedo a intentarlo, nos hacen perder aquello que podríamos ganan» —Citó Doe.
Se rió y luego su tono cambió bruscamente. Se volvió frío, distante, altivo.
—Sin duda recordará otras palabras mías. Fue desagradable, y lamento tener que repetirlas. Hemos pasado el Punto Sin retorno. Estamos comprometidos. Ya se ha conseguido demasiado para que ahora se eche atrás. Recuerde que una palabra al oído correcto bastaría para denunciarlo, hacer que lo detengan y lo encierren en la cárcel para el resto de su vida con unos compañeros necesitados… bueno, digamos de una compañía que los divierta. Mis propios compañeros encontrarían otras maneras más rápidas y permanentes de expresar su insatisfacción.
El tono de amenaza desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.
—Por supuesto, eso no pasará. Usted ya ha hecho todo el trabajo duro. Ahora tiene que limitarse a no hacer nada. ¿No es una encantadora ironía?
Apagó el móvil y lo dejó sobre la mesa. Después sacó la radio de un bolsillo de la chaqueta, marcó un código y seleccionó una frecuencia.
—Tío Duro, aquí Factor Primario. —Del tono educado que había usado en la llamada anterior no quedaba ni rastro—. Mensaje entregado a las dos menos cuarto. La recogida será a las dos y cuarto, de acuerdo con el horario. Sin embargo, me acabo de enterar de un pequeño problema. Hoy hay un tipo en el parque, un tal Andrew Warne. Al parecer es quien construyó la metarred, y lo han llamado para que lo arregle. No tenía que venir hasta la próxima semana, pero esta aquí. No, no sé por qué. No podemos tenerlo aquí y dejar que meta el hocico para ver qué encuentra. Blancanieves me dará su descripción y su última localización. Te las pasaré.
Haz lo que sea necesario para eliminar la amenaza. Dejo a tu cargo los detalles creativos.
Corto.
El señor Doe bajó la radio y miró en derredor. Oyó a lo lejos las risas de los niños en las vagonetas. Después de un momento, miró la radio, cambió de frecuencia y la acercó a los labios.
—Búfalo de Agua, aquí Factor Primario. ¿Me recibes?
—Afirmativo —llegó la respuesta entre una descarga de estática.
—¿Qué tal el tiempo allí arriba?
—Soleado. Ninguna posibilidad de precipitación.
—Lo lamento. Escucha, todo en marcha. Puedes poner los huevos cuando estés listo.
—Eso esta chupado. Búfalo de Agua, fuera.
El señor Doe apagó la radio, la guardó en el bolsillo y, cruzándose de brazos, se echó hacia atrás en la mesa de los gemidos y balanceó las piernas la mar de contento.
El hombre apostado en la meseta apagó la radio, pero esta vez, en lugar de engancharla al cinto, la guardó en la bolsa, junto a un grueso y manoseado libro de bolsillo. Miró por un momento la portada: En busca del tiempo perdido, de Proust.
Luego, llevado por un impulso, lo cogió y pasó las páginas manchadas hasta dar con la marca que había hecho momentos antes.
Búfalo de Agua no era, por naturaleza, un buen lector. Durante la adolescencia, siempre había muchos líos en los que meterse, y muy poco tiempo para los libros. Una vez, en el reformatorio, un sacerdote les había dado un sermón. Les había dicho a los chicos que los libros eran puertas a nuevos mundos. Búfalo de Agua no había prestado atención. Años después, como francotirador de la marina —cuando tenía que esperar durante horas y días en pequeños escondrijos donde no tenía nada más que tiempo— había recordado aquel sermón y se había preguntado por aquellos otros mundos.
Una cosa buena del empleo civil era que se podía leer en las horas de trabajo.
Había decidido que, si iba a leer un libro, más valía que fuese uno con muchas páginas. No le entraba en la cabeza por qué alguien iba a dedicar tanto tiempo y esfuerzo a leer algo, si se acababa en doscientas páginas. Entonces tendría que empezar con otro. Tendría que tomarse el trabajo de aprender otros nombres, entender otro argumento. Era algo que no tenía sentido.
Por lo tanto, después de buscar en una librería de Denver, se había decidido por Proust.
Con 3.365 páginas, «
En busca del tiempo perdido»
era lo que necesitaba.
El canto de un pájaro del desierto lo sacó de su ensimismamiento. Guardó el libro en la bolsa y sacó una mira Bausch ISC Lomb y el fusil M-24. Se volvió en el hueco para mirar hacia la enorme cúpula de Utopía. Buscó por los innumerables polígonos de cristal hasta que al fin encontró al operario de mantenimiento. El hombre acababa de cruzar la zona oscura con forma de luna en cuarto creciente que era el techo de Calisto.
Búfalo de Agua gruñó. Esto era bueno. Muy bueno. Dejó la mira a un lado y cogió el fusil.
Atornilló el silenciador y luego apuntó a la cúpula a través de la mira. La mira era una Leopold M3 Ultra, con una retícula para calcular la distancia y un compensador para la deriva del proyectil.
Había tenido la precaución de mantener la mira apoyada en la cantimplora dentro de la bolsa, y sintió el frío del metal en la órbita.
De nuevo recorrió la cúpula. John Doe le había comentado en una ocasión que, en la Segunda Guerra Mundial, los francotiradores japoneses subían a la copa de una palmera, se ataban al tronco y se quedaban allí durante días, a la espera de un objetivo. Era algo que Búfalo de Agua comprendía muy bien. Había algo en este empeño que resultaba reconfortante. Era algo que resultaba difícil de explicar a aquellos que nunca lo habían hecho. De pronto, todo el mundo se reducía a aquel pequeño círculo al final del túnel. Si estaba bien enfocado, uno podía olvidarse de todo lo demás. Solo tenía que pensar en el pequeño círculo. Simplificaba las cosas enormemente.
Pensó de nuevo en John Doe, el hombre que lo había contratado en un templo de Bangkok.
Búfalo de Agua en muy exigente cuando se trataba de jefes de un equipo. Las credenciales de John Doe eran impecables, y su capacidad de mando y sus tácticas siempre habían satisfecho las exigencias del francotirador en media docena de operaciones. Para ser civil, comprendía muy bien las necesidades de un operador solitario como Búfalo de Agua.
Claro que John Doe no siempre había sido civil.
Movió un poco el fusil, y el operario apareció de nuevo en la mira aumentado diez veces.
Había subido aproximadamente un tercio de la curva de la cúpula y avanzaba con mucho cuidado por la pasarela, con el andar preciso de un gato.
En el cinto llevaba una agenda electrónica. Búfalo de Agua lo observó mientras llegaba a un vértice. El hombre enganchó una cuerda en una viga del vértice y luego pasó al otro lado. Siguió su camino con la misma cautela, se detuvo, cogió la agenda y tecleó una entrada; quizá había encontrado un cristal roto. Después avanzó. Búfalo de Agua lo mantuvo enfocado en la mirilla.
En el vértice siguiente, una escalerilla metálica cruzaba la pasarela. El hombre enganchó la cuerda a la escalerilla y comenzó a bajar, mano sobre mano, entre los cristales oscuros.
Había algo en el trabajador que le recordaba a Proust. Quizá era el mono blanco. En la introducción del libro se decía que a Proust le gustaba vestir de blanco.
Había llegado a un punto en el primer volumen donde Proust describía a una tía anciana. El mundo de la mujer se había ido reduciendo poco a poco hasta convertirse en las dos habitaciones de su apartamento. Eso, también, era algo que Búfalo de Agua entendía.
Había tenido una abuela que había sido así. Claro que su mísero apartamento solo tenía dos habitaciones. Pero, con el correr de los años, había dejado de salir. Era como si el mundo al otro lado de la puerta hubiese sido otro universo, algo temible que debía evitar.
Si los demás querían saber cómo estaba, ayudarla en algo, darle de comer, teman que ir a su casa.
Proust hablaba de las visitas a su tía, de prepararle el té de flores de lima. Búfalo de Agua había visitado a su abuela, una 0 dos veces, y no había vuelto nunca más. Se preguntó qué sabor tendría el té de flores de lima.
Cuando había comenzado la lectura, no le había encontrado ningún sentido. Al parecer no era más que el rollo de un francés que hablaba de su infancia. ¿A quién le importaba una mierda cuanto tardaba el tipo en dormirse? Más tarde, durante una operación cerca de la frontera mexicana —una operación muy larga y aburrida, le había dado al libro una segunda oportunidad. Poco a poco, recuerdo a recuerdo, la vida de Proust comenzó a tener forma y estructura. Entonces creyó que lo entendía. Tal vez el sacerdote había acertado: los libros eran puertas a otros mundos.
El trabajador había bajado hasta otro nivel y caminaba por una pasarela que no estaba a más de diez metros por encima de la meseta. Búfalo de Agua se acomodó cuidadosamente en el hueco, con las piernas bien separadas y las punteras de las botas clavadas en el suelo arenoso. Apoyó las dos patas del soporte del fusil en una piedra y se aseguró de que estuviese bien firme. Sujetó la caja del fusil con una mano y con la otra quitó el seguro.
Respiró lenta y profundamente con el dedo apoyado en la guarda del gatillo.
El operario desenganchó la cuerda y se movió más allá del vértice metálico hasta el siguiente cristal. Búfalo de Agua efectuó el disparo entre dos latidos. Apretó el gatillo en el momento en que el hombre se disponía a enganchar la cuerda en la pasarela.
El hombre levantó la cabeza como si alguien hubiese gritado su nombre. Búfalo de Agua vio a través de la mira la mancha roja sobre la tela blanca. Con un movimiento automático, accionó el cerrojo y continuó apuntando, dispuesto a efectuar un segundo disparo. Pero no era necesario; el proyectil había estallado dentro del cuerpo y destrozado los órganos vitales. El cadáver ya se deslizaba, cabeza abajo, por el lado oscuro de la cúpula.
El francotirador siguió la caída hasta que el hombre acabó en una pequeña hondonada en la base de la cúpula, casi no se lo veía, con una mano apoyada en una roca, como si estuviese durmiendo una siesta. Búfalo de Agua esperó un minuto, dos. Luego apartó el ojo de la mira. Ya no quedaba nada más que ver en el oscuro techo de Calisto, nadie que pudiese dar la alarma. Todo había salido de acuerdo con el plan, y ahora estaba solo.
Guardó el fusil en la bolsa y bebió un par de sorbos de agua de la cantimplora. A continuación sacó una pistola de calibre 45, la radio y una mochila ya preparada. Por último sacó dos cananas con grandes bolsillos y se las abrochó a la cintura. Miró una vez más el interior de la bolsa. Vaciló por un momento, con la mano en la cremallera, mientras miraba, un tanto apenado, el grueso volumen.
Después cerró la cremallera, abandonó el hueco y caminó entre las piedras hacia la cúpula.
Sarah Boatwright estaba sentada detrás de su mesa, con la grabadora en una mano. Fred Barksdale se encontraba a su lado.
Permanecían en silencio, atentos a la voz tranquila y educada de John Doe que sonaba en la grabación.
«—Preste mucha atención, Sarah. Exactamente a las dos y cuarto avisará al operador del Viaje Galáctico que envíe cinco vagonetas vacías a que hagan el recorrido. Colocará el paquete en la vagoneta central. Cuando las vagonetas lleguen a la curva de la constelación de Cáncer, el operador detendrá la marcha durante noventa segundos. Noventa segundos.
Luego las pondrá en marcha de nuevo. Todo continuará como siempre, En cuanto haya verificado el contenido del paquete, volveremos a comunicarnos. Si todo va de acuerdo con el Plan, será la última vez que hablemos.»