—¿Cómo lo sabes?
—Terri me lo dijo.
—Pues Terri debe de estar en un error. —La expresión de incertidumbre que Warne había visto en el rostro de Sarah en la penumbra de la sala de los espejos holográficos había desaparecido.
—Si ella está en lo cierto, eso significa que John Doe ya tiene un disco. ¿Qué necesidad tenía Barksdale de darte un disco en blanco si está involucrado? Fue entonces cuando se me ocurrió que a John Doe no le interesaba hacerse con un segundo disco sino que te buscaba a ti.
—¿A mí? —El tono de Sarah no podía ser más escéptico.
—Está claro que te necesitaba por alguna razón. Después de todo, tú eres la directora del parque. Sin duda tenía la intención de secuestrarte o quizá algo peor. Un lugar como aquel, un laberinto, era el sitio ideal. ¿Qué otra explicación tiene que se dejara ver, que se presentara en tu despacho para hablar cara a cara contigo? No parece ser de esas personas que dejan cabos sueltos.
La conversación no iba por los derroteros que él había esperado. Warne comprendió, apesadumbrado, que había actuado impulsivamente, que en realidad no tenía ninguna prueba concreta para respaldar sus deducciones. Pero no había ninguna otra explicación que tuviese sentido.
—¿Por qué precisamente ahora? —preguntó Sarah con el mismo tono mientras tomaban por otro pasillo.
—Quizá este sea un punto crítico en sus planes. Seguramente está pasando algo que no sabemos. Debe de necesitar una maniobra de distracción. ¿Qué otra explicación puede haber para que sabotearan aquella atracción, la Estación Omega, después de que aceptaste entregarles un segundo disco?
—Sí, ¿por qué? —Sarah lo dijo de una manera que no sonó como una pregunta—. ¿No será porque gracias a ti encerramos a uno de su grupo? Por cierto que es allí donde debería estar ahora mismo, en la Estación Omega. En cambio, aquí estoy perdiendo mi tiempo en una persecución inútil.
Warne se sentía cada vez más inquieto. Hasta que Sarah había comenzado a acribillarlo con estas preguntas, prácticamente no había abierto la boca desde el momento en que habían salido de Luz de Gas.
—¿Por qué la consideras inútil?
—Porque no es otra cosa. Tu teoría se basa en una falsedad: que Fred es culpable. Sin eso, todo lo demás se viene abajo. No lo creo por mucho que me lo jures.
—Te expliqué lo de KIS, que en ningún…
—Sí, sí, te escuché. Me di cuenta de que tenías celos de él, Andrew, pero esto es absolutamente inaceptable. —Sarah apuró el paso—. Pasaré por Seguridad solo el tiempo necesario para escuchar las explicaciones de Fred. Después ordenaré que lo dejen en libertad, por supuesto, y luego me dedicaré a lo mío, que es dirigir el parque. Dentro de cinco minutos, Chuck Emory llamará a los federales. Cuando se presenten, todas tus miserables teorías serán agua de borrajas. —Miró a Warne con una expresión rencorosa.
La inquietud de Warne se acentuó. Hasta entonces se había sentido muy seguro, incluso un tanto complacido consigo mismo. Había desentrañado la trama, había salvado a Sarah de un destino desconocido a manos de John Doe. Su única preocupación había sido saber dónde estarían Georgia y Terri. Este feroz ataque era la última cosa que habría esperado.
Vieron las puertas de las dependencias de Seguridad. «Esta en la fase de negación —se dijo Warne—. No puede aceptar que Barksdale sea culpable.» Sin embargo, también había una segunda voz en su cabeza, más discreta, pero también más fría e insistente: «¿Qué pasará si estás en un error? ¿Qué pasará sí hay alguna otra explicación que no has sabido ver? ¿Has dejado que tus sentimientos empañaran tu juicio?».
Sarah abrió las puertas y entró en la antesala. Entonces se detuvo, frunció el entrecejo.
La antesala se hallaba desierta. No había nadie sentado en las sillas de plástico de brillantes colores, nadie en la mesa de la recepción. Reinaba una extraña quietud. A lo lejos sonaba un teléfono.
—¿Qué…? —comenzó Sarah. Se adelantó al tiempo que miraba en derredor.
Warne la siguió. ¿Dónde estaba Poole? ¿Por qué Terri no se encontraba allí con Georgia?
¿Era posible que estuviesen esperando en alguno de los despachos de la parte de atrás?
Abrió la puerta junto a la mesa de la recepción y miró a lo largo del pasillo. No vio a nadie, no percibió ningún movimiento, no oyó sonido alguno. El desconcierto se convirtió en alarma.
Avanzó por el pasillo. Nada. El tictac de un reloj, el suave zumbido de un aparato de aire acondicionado. El teléfono sonó de nuevo. Al final del pasillo había una puerta abierta.
Warne vio las taquillas. Había una abierta, la llave en la cerradura.
Entonces Warne se detuvo, alertado por el instinto.
Había algo que brillaba en la pared del pasillo. Se acercó cautelosamente. Era una rociadura de sangre, todavía fresca, de un rojo vivo contra los ladrillos grises.
Warne avanzó de nuevo, con el corazón en un puño y asomó la cabeza en la sala de guardia. Aquí había sangre por todas partes, en las sillas, en la mesa, en las paredes. ¿John Doe había acudido a rescatar a los prisioneros? ¿Qué tragedia había tenido lugar aquí?
Reinaba un silencio de muerte. Entonces oyó las pisadas.
Warne se había olvidado de Sarah. Se volvió y la vio acercarse a la carrera.
—¡Sarah! —gritó, al tiempo que intentaba cerrarle el Paso—. ¡No!
Ella lo esquivó y entró en la sala de guardia. Se detuvo al ver la sangre.
—Oh, Dios mío —susurró.
Warne miró de nuevo en derredor e hizo un esfuerzo por controlarse. Vio la puerta de la celda entreabierta y distinguió un charco de sangre en el suelo.
Lentamente, casi como un autómata, se acercó para mirar por el ventanuco de la puerta.
Había dos cuerpos tumbados boca abajo en el suelo, inmóviles, pero solo alcanzaba a ver las cabezas y los hombros, y poco más. Ambos vestían las americanas negras de los guardias.
«Han escapado —pensó—. Los dos. Barksdale y el pirata. Han matado a los guardias y se han fugado.»
¿Qué había sido de Poole? ¿Su cadáver yacería oculto en alguna otra parte? La idea lo hizo estremecer. ¿Dónde estaban Georgia y Terri Bonifacio?
De pronto, se vio apartado bruscamente. Sarah miró a través de la mirilla y, con una exclamación ahogada, se precipitó adentro. Al segundo siguiente se oyó un grito de dolor.
Sin pensarlo dos veces, Warne entró en la celda.
Sarah se había arrodillado junto a uno de los guardias, solo que entonces Warne se dio cuenta de que el hombre no era un guardia. Vestía un traje de color claro, pero la parte superior de la chaqueta estaba tan empapada en sangre que parecía negra. Sarah se inclinó hacia delante para levantar al hombre en brazos, y la cabeza rubia cayó hacia atrás.
Era Barksdale.
Durante un momento, Warne se quedó paralizado por el horror.
Sarah se volvió hacia él violentamente.
—¡Por amor de Dios, ayúdame! —gritó—. Ve a buscar agua, una toalla. ¡Llama al centro médico!
Warne obedeció en el acto. Salió de la celda y corrió por el pasillo hacia la antesala.
Entonces vio un movimiento en la antesala. Era Poole, que avanzaba con un brazo sobre los hombros de Terri como si la guiara, mientras que con la otra mano empujaba una silla de ruedas.
Warne miró a la ocupante. Era Georgia, con los ojos cerrados y abrigada con una manta del hospital.
Por un instante, el alivio borró cualquier otra emoción.
Luego alzó los ojos hacia Terri. La muchacha estaba pálida debajo de la piel bronceada. La mirada de Terri se cruzó por un segundo con la suya antes de apartarse. Warne vio que tenía manchas de sangre en la mano derecha.
—¿Estás herida? —le preguntó en el acto.
—Está bien —respondió Poole—. Había sangre en la radio que utilizó para llamarme.
—¿Qué pasó?
—Estábamos escondidas. En un cuarto de la lavandería.
—La voz le temblaba y era evidente que se esforzaba para mantener la compostura.
—Ya tendremos tiempo para las explicaciones —la interrumpió Poole, que miró significativamente al suelo.
Warne siguió su mirada. Descubrió que tenía manchas de sangre en los zapatos y que había dejado un rastro en el pasillo. Se llevó a Poole a un lado aparte.
—Barksdale esta en la celda —le susurró al oído—. Creo que está muerto. Él y uno de los guardias. El pirata se ha fugado.
Poole maldijo en voz alta y echó a correr hacia la celda.
Warne se acercó a Terri y le apoyó una mano en el hombro.
—¿Estás bien? —preguntó.
Le acarició la mejilla y le alzó el rostro hacia él para apartar de su vista el rastro de sangre.
—Estoy bien.
—¿Y Georgia…? —Algo en la expresión de Terri le impidió continuar.
—Georgia está bien. Se despertó durante unos momentos. Ahora duerme.
Se abrió la puerta de la antesala y entró un hombre muy joven. Warne vio que era Peccam, el técnico de vídeo.
—¿Dónde se había metido? —preguntó Peccam—. Lo he estado buscando por todas partes.
Calisto se ha convertido en un infierno y aquí no quedó nadie, así que… —Se interrumpió al ver las huellas.
—Poole está al fondo —contestó Warne, y señaló por encima del hombro—. Él se lo explicará.
Quizá pueda usted echarle una mano. Mientras tanto, tengo que hacer una llamada.
Peccam se alejó por el pasillo, y Warne se llevó a Terri a un vestíbulo detrás de la mesa de la recepción. Allí había un pequeño despacho y un lavabo. Después empujó la silla de ruedas al interior del despacho. Georgia parecía inquieta y se movía en sueños. Soltó un gemido y Warne le acarició la cabeza, le besó la frente. La niña murmuró algo y pareció calmarse.
—Te quiero, princesa —murmuró Warne, antes de apartarse para volver junto a Terri.
La muchacha lo miró.
—No lloró —dijo con voz apagada, como si aún continuara metida en la pesadilla—. Después de que el hombre con el arma se fue. Estaba oscuro, muy oscuro, donde nos escondimos.
Se durmió de nuevo, creo que… creo que es el efecto del sedante.
—Gracias —susurró Warne, sujetándole la mano entre las suyas—. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. —La joven no desvió la mirada—. ¿Puedes hacer una cosa más? —Warne la observó atentamente, en un intento por interpretar las emociones reflejadas en su rostro, mientras se preguntaba cuál sería la mejor manera de decírselo. Decidió contárselo todo.
Hay dos hombres gravemente heridos en la celda. Uno es el guardia. El otro es Fred Barksdale. ¿Podrías llamar al centro médico y pedir que envíen aun médico de inmediato?
Al escuchar el nombre de Barksdale, Terri se encogió y palideció visiblemente. Pero, sin decir palabra, se acercó a la mesa de la recepción y buscó un teléfono. Cuando lo levantó le temblaba en la mano.
Warne fue al lavabo, cogió media docena de toallas y las empapó. Después corrió por el pasillo hacia la sala de guardia, Sarah y Poole estaban arrodillados junto a Barksdale y en la celda no había espacio para nadie más. Warne le dio un par de toallas a Sarah y luego se quedó en la puerta junto a Peccam. El guardia yacía ahora boca arriba. Seguramente Poole lo había movido para ver si aún vivía. El hombre tenía la cara hinchada, y la punta de la lengua ennegrecida asomaba entre los labios abiertos. Sarah, que continuaba acunando a Barksdale, comenzó a lavarle el rostro. El inglés había recibido tal paliza que a duras penas de reconocían los rasgos.
—Terri está llamando al centro médico —dijo Warne.
Poole cogió el resto de las toallas, se las dio a Sarah y recogió las sucias.
—Todavía vive —le comentó a Warne—, pero apenas.
Sarah continuó limpiando el rostro de su amante con mucha dulzura. Barksdale se movió y dejó escapar un gemido.
—Freddy. Soy yo, Sarah. Estoy aquí.
Barksdale rebulló de nuevo.
—Descansa.
Barksdale abrió los labios.
—Sarah. —La voz era ronca, apenas si se entendía.
—No intentes hablar. Todo se arreglará.
—No. Debo hablar. Sarah…, lo siento…
Se habían terminado las toallas, y Warne fue a buscar más.
En la antesala, Terri seguía al teléfono. Warne buscó en los armarios un botiquín de primeros auxilios. No lo encontró así que fue de nuevo al lavabo para coger más toallas.
Cuando iba hacia la celda, se encontró a medio camino con Poole y Ralph Peccam.
—Me pareció que debía saberlo —dijo Poole—. Ha confesado.
—¿Qué dijo?
—Poca cosa. Los dolores son tremendos.
—Vamos. —Warne no llegó a dar un paso, porque Poole lo retuvo por el brazo—. ¿Qué pasa?
—Escuche, yo no soy médico, pero no hace falta serlo para saber que el tipo no se salvará.
Warne lo miró.
—¿Qué es lo que quiere decirme?
—Le digo que vamos a dar a Sarah y Barksdale un par de minutos de paz.
Warne titubeó.
—Lo que diga, Sarah nos lo comunicará si es algo que nos incumbe.
—Tiene razón.
Warne emprendió el camino de regreso a la antesala, mientras Peccam se quedaba en el pasillo, como alelado.
Terri colgaba el teléfono cuando entró Warne. En la amplia butaca de cuero parecía pequeña, vulnerable. Tenía los ojos enrojecidos, pero secos. Warne no sabía qué había sucedido en el centro médico, aunque la sangre en la mano no dejaba lugar a muchas dudas. Se sintió culpable y se prometió recompensarla de algún modo.
Arrodillándose junto a la butaca, utilizó las toallas para limpiarle la sangre de la mano.
Sintió la presión en el hombro cuando ella apoyó la cabeza. Warne levantó la otra mano y la estrechó contra su cuerpo. Los hombros de Terri comenzaron a sacudirse al compás de sus sollozos.
—Tranquila, tranquila, ya pasó todo.
Permaneció arrodillado con la mujer entre los brazos. Pasaron los minutos, y poco a poco los sollozos se fueron calmando. Warne olió el limpio aroma de sus cabellos. Ya había pasado todo. Para bien o para mal, se había acabado. No podía ser de otra manera. Fue entonces cuando oyó la voz de Sarah, que gritaba su nombre.
—¡Andrew! ¡Andrew!
Warne se apartó de Terri con la mayor suavidad posible. Le acarició la mejilla una última vez y luego corrió hacia la celda.
Poole de le había adelantado y escuchaba atento, agachado junto a Barksdale.
—El camión blindado —le decía Sarah, mientras acariciaba los cabellos de Barksdale. Ese era el verdadero objetivo. El camión y la tecnología del Crisol. Todo lo demás, los fallos con los robots, no eran más que engaños para despistarnos.