Durante todo el día, pero sobre todo al final de los dos turnos principales, centenares de disfraces, uniformes, toallas, manteles, servilletas y sábanas eran transportados por el tubo neumático hasta la lavandería instalada en el nivel C. Terri oyó el ruido del sistema en funcionamiento.
Ahora respiraba con tanta rapidez que hiperventilaba. Las paredes parecían estar a punto de aplastarla. Consiguió controlar la fobia y se ocupó de arreglarle la manta y la almohada a Georgia. Luego se acercó a la puerta y abrió solo lo necesario para espiar.
Había un hombre en el puesto de las enfermeras. Era de mediana estatura, musculoso, e incluso desde esa distancia sus ojos le parecieron un tanto exóticos. Vestía un mono oscuro y mientras hablaba con la enfermera de guardia miraba en derredor, lenta y despreocupadamente. A Terri le pareció que se fijaba en su puerta y se ocultó en el acto.
Después se asomó de nuevo para escuchar sus palabras.
—Vengo a ver a una paciente —dijo el hombre. Tenía un acento casi tan exótico como sus ojos.
—¿Cómo se llama? —preguntó la enfermera, sin desviar la mirada de la pantalla del ordenador.
—Georgia Warne.
Terri apretó con fuerza el pomo de la puerta.
—¿Usted es? —preguntó la enfermera, sin mirarlo.
—Soy el señor Warne. El padre.
—Por supuesto. —La enfermera consultó una planilla—. Está en… No, un momento, al parecer la han trasladado. La encontrará en el cubículo treinta y cuatro. Es por aquel pasillo a la izquierda. El último cubículo con las cortinas echadas, señor Warne.
«¿Es "doctor" Warne! —quiso gritarle Terri—. ¡Doctor, no señor!» Pero la enfermera ya se había marchado en la dirección opuesta, y el hombre había rodeado el mostrador y ahora caminaba por el pasillo. Cuando lo vio con claridad a través de la rendija, advirtió que llevaba una pesada bolsa de tela plateada.
El sentido común le gritó que debía ocultarse, pero Terri fue incapaz de moverse de la puerta y el rayo de luz. No podía volver a encerrarse en la agobiante oscuridad de la habitación.
«Jesús, María y José, protegedme de cualquier daño, Jesús, María y José, protegedme de cualquier daño.» Terri no había rezado desde que había salido de la escuela de monjas.
Pero ahora se descubrió repitiendo las palabras que una vez le habían servido de consuelo:
«Creo en Dios, Padre Topoderoso…».
Detrás de ella, Georgia se movió en la silla. El hombre se acercó. Terri redobló sus oraciones y suplicó la protección de la Virgen.
El hombre continuó la implacable marcha por el pasillo.
Delante de «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood», la luz de las lámparas de gas se reflejaba con un brillo mortecino en el pavimento de adoquines todavía mojados por la última lluvia. Los visitantes que habían estado en la cola se marchaban con los vales que garantizaban su entrada a las cuatro y medía. Un grueso cordón rojo con borlas doradas cerraba la entrada al edificio de ladrillos. Durante la siguiente media hora, los espejos holográficos estarían cerrados al público.
Cuatro metros debajo de la calle, en la sala de Producción de Imágenes, Sarah Boatwright se frotaba los brazos para no helarse. Por increíble que pareciera, allí hacía más frío que en su despacho. Echó una ojeada a las docenas de aparatos, cada uno marcado con una etiqueta roja: modulador óptico-acústico n.° 10, procesador del flujo de sobreimpresiones, codificador marginal A. Una pequeña ciudad de hardware propio, que aseguraba el perfecto funcionamiento de la magia en la sala de espejos holográficos. Normalmente, quinientas personas pasaban por la sala cada treinta minutos, pero en esos momentos estaba vacía. Ella sería la única visitante.
No, eso no era correcto. John Doe también estaría allí.
Se volvió para mirar a Bob Allocco. El fornido jefe de Seguridad ocupaba el angosto espacio entre dos moduladores de alta resolución. Detrás de Allocco, a una distancia prudencial, se encontraban Rod Allenby, el director de Luz de Gas y Carmen Flores, la atractiva supervisora de los espejos holográficos. La preocupación se reflejaba en sus rostros.
—¿Cree que ya está dentro? —preguntó Sarah.
—No hay manera de saberlo, con todas las cámaras apagadas. —Allocco se encogió de hombros—. Es un mal bicho. Hay cuatro entradas de servicio a la sala desde aquí abajo, y Producción de Imágenes tiene acceso tanto al nivel A como al parque. —La miró de reojo—.
Usted ordenó específicamente que no se apostaran guardias dentro o fuera de la sala.
—Mire lo que pasó en la ocasión anterior. Esta vez tendremos que hacerlo a su manera. Le daré el disco. Nada de trampas. Que se vaya de una vez. Entonces nos ocuparemos de recoger los pedazos.
—Recoger los pedazos. Bonita imagen.
—Vamos, Bob. Ahora nos toca jugar de acuerdo con las reglas de John Doe, y, con un poco de suerte, el partido se acabará dentro de unos minutos. —En el fondo de su mente, Sarah escuchó la voz de Chuck Emory, triste, resignada: «Solo podemos esperar otra media hora.
Si para entonces el parque no ha vuelto a la normalidad, llamaremos a los federales».
—Puede que sea el juego de John Doe, pero eso no significa que él tenga todos los triunfos.
-Allocco sacó algo del bolsillo y se lo dio: unas gafas con la montura azul oscuro y cristales muy gruesos tintados.
—¿Qué es esto?
—Unas gafas de visión nocturna modificadas. Detectan el calor y filtran nuestras imágenes holográficas. Los técnicos las usan cuando hacen las inspecciones en los espejos holográficos. Póngaselas en cuanto entre. Aquí está el interruptor. —Allocco hizo una pausa—. Por amor de Dios, tenemos la tecnología. Debemos aprovecharla. Usted ya sabe con la facilidad que uno se desorienta en la sala. Con estas gafas, al menos tendrá una ventaja.
—Muy bien. —Sarah se colgó las gafas alrededor del cuello y consultó su reloj—. Tengo que irme. Es la hora.
—Un minuto más, por favor. —Allocco le ofreció una radio—. Manténgala encendida. Ya está sintonizada. Yo la escucharé mientras esté dentro. ¿Conoce la disposición de la galería?
—Más o menos. —Sarah cogió la radio.
—A pesar de las gafas, puede que se desoriente, así que no se demore. Entregue el disco y salga. Al primer aviso, acudirá la caballería.
—No quiero a la caballería. No quiero que nadie más intervenga. Si queremos salvar mi parque, necesitamos que se marche cuanto antes.
Allocco exhaló un suspiro.
—Sí, señora. Pero, si pasa algo, será su culpa, no mía.
Sarah asintió y caminó hacia la puerta.
—En cualquier caso, guárdese las espaldas. —Añadió Allocco.
Sarah agitó la radio en el aire a modo de respuesta y continuó su camino hacia el fondo de la sala, entre las mesas llenas de equipos electrónicos.
Producción de Imágenes ocupaba todo el espacio debajo de los espejos holográficos. Cada una de las unidades de allí abajo enviaba un holograma a la sala. Por orden de Sarah, en el recinto solo había quedado el personal mínimo, y, mientras continuaba recorriendo el sinuoso camino hasta la escalera se fue sintiendo cada vez más sola.
Al llegar a la escalera, apoyó la mano en la frígida balaustrada e hizo una pausa. Acercó la otra mano al bolsillo de la chaqueta para asegurarse de que el disco seguía allí. Miró de nuevo el reloj.
Todas esas eran acciones inútiles, dilatorias. ¿Por qué había exigido que fuese ella quien hiciera la entrega? Comprendió que aunque no podía evitarlo, en realidad no quería subir la escalera. No quería perderse en el desconcertante laberinto de la sala con la mezcla de reflejos y hologramas. Sobre todo, no quería ver de nuevo a John Doe, aquellos ojos bicolores clavados en ella, aquella extraña, sonrisa insinuante enmarcada por la muy bien recortada barba. No allí, y menos sola.
Sujetó con fuerza la balaustrada. «Mire lo que pasó la vez anterior», le había dicho a Allocco. Habían actuado de forma agresiva, y la consecuencia había sido un guardia muerto y muchos visitantes heridos. Aquello había sido decisión suya. Quizá John Doe no mentía cuando le dijo que quería que ella le entregara el disco para evitar otra trampa. Claro que eso no tenía importancia. Porque, después del fracaso en el Viaje Galáctico, esto era responsabilidad suya y de nadie más. Echó los hombros hacia atrás, irguió la cabeza y, sin más vacilaciones, subió la escalera. Cuando llegó al rellano, hizo girar el pomo de la puerta y la abrió.
Al otro lado había una gran sala que imitaba los excesos del estilo eduardiano: paredes empapeladas, cortinados rojos hasta el techo y lámparas de gas con globos tallados colocadas entre óleos de marcos dorados, que iluminaban el ambiente con una luz suave y cálida. Las tablillas del parque de colores diferentes formaban el dibujo de un complicado laberinto en espiral. Esta era la sala de espera de los espejos holográficos. Normalmente, a esta hora estaba llena de visitantes que aguardaban a que los acomodadores vestidos a la moda del Siglo XIX hicieran pasar al siguiente grupo en fila india. Ahora se encontraba desierta y silenciosa. Las sombras se alargaban sobre el suelo y dominaban los rincones.
Sarah avanzó un paso y dejó que la puerta se cerrara sin hacer ruido detrás de ella. Sus pisadas se oyeron con toda claridad. Se detuvo con el oído atento. Percibió el siseo de las lámparas de gas, el tictac de la media docena de relojes de péndulo que había en la sala.
Desde la izquierda llegaban débilmente los sonidos del parque, al otro lado de las puertas cerradas: risas, voces, cantos. A la derecha, donde la entrada al laberinto era como una gran boca abierta, no había más que silencio. En algún lugar del laberinto la esperaba John Doe.
Sabía que debía dirigirse hacia la entrada con paso decidido y anunciar su presencia. Sin embargo, algo en aquel silencio pareció frustrar sus mejores intenciones, paralizar su voluntad. Durante toda su vida adulta, Sarah nunca se había permitido tenerle miedo a nada ni a nadie. Pero en esos momentos, sola en la sala, la sequedad en la boca era inconfundible.
Respiró lenta y profundamente un par de veces, y luego, sigilosamente, avanzó hacia la entrada, con la radio en una mano. La había aceptado sin darle ninguna importancia, y ahora se había convertido en algo así como un salvavidas.
«Basta de dilaciones», pensó. Cruzó el umbral y entró en la sala.
La iluminación era escasa. Las lámparas de gas de la antecámara habían sido reemplazadas por una iluminación indirecta muy suave. A ambos lados del pasillo, las paredes estaban cubiertas con grandes espejos con marcos de madera oscura.
A medida que avanzaba, Sarah se vio reflejada por los dos costados.
Sabía que en aquella primera sección no había más que espejos. Pero ocultas en las molduras y detrás de los espejos, las cámaras filmaban su imagen y la enviaban a los ordenadores de producción, que la someterían a una complicada serie de conversiones digitales y enviarían el resultado a los proyectores holográficos para exhibirla en otras partes del recorrido. Los sensores instalados en el techo detectarían su presencia para determinar dónde proyectar los hologramas e incluso reproducir su movimiento en tiempo real a medida que Sarah se acercara a ellos. Cuanto más se adentraba el visitante en el laberinto, más difícil le resultaba saber si veía una imagen en un espejo, o un holograma de sí mismo o de algún otro visitante. Era la clásica Sala de Espejos pasada a la tecnología del siglo
XXI
. Se preguntó de nuevo por qué, de entre todos los lugares, John Doe había escogido este para recibir el disco.
Mientras continuaba avanzando, Sarah vio una imagen de sí misma que se acercaba; era obvio que un poco más allá el pasillo doblaba bruscamente, así que seguramente se estaba viendo en un espejo. Se acercó, con la mirada fija en la imagen. Una mujer, con una radio en una mano, los labios apretados. Levantó un brazo y la imagen imitó el gesto. Apoyó una mano en el cristal.
La imagen en el espejo era un tanto borrosa. Todos los espejos de la sala devolvían una imagen difusa para que parecieran hologramas y así reforzar la ilusión. Sarah bajó el brazo y siguió por el pasillo. De nuevo, sus imágenes la siguieron por ambos lados. La radio emitió un sonido de estática.
El pasillo la llevó a una pequeña habitación hexagonal. A su alrededor, las otras Sarah Boatwright le devolvieron la mirada. Se detuvo para recrear en su mente el plano de la Sala Tres de las seis paredes eran espejos; otra correspondía al pasillo por donde había entrado; las otras dos eran hologramas que ocultaban sendos pasillos.
Miró las imágenes con más atención. Todas ellas sostenían una radio y mantenían los brazos pegados al cuerpo. Levantó los brazos, y tres de las imágenes calcaron el movimiento. Eso significaba que las otras dos eran hologramas. Podía pasar a través de esas imágenes, seguir por uno de los pasillos. Pero ¿cuál?
Consideró la posibilidad de quedarse allí y dejar que John Doe hiciera el siguiente movimiento. Quizá estaba allí, en el siguiente pasillo, o quizá todo esto no era más que un engaño, y él y sus compinches ya escapaban por la carretera 95. En cualquier caso, resultaba mucho más fácil seguir adelante que quedarse allí y limitarse a esperar.
Sarah dio un paso hacia el holograma más cercano. Cuando menos se lo esperaba, la imagen levantó un brazo. Se detuvo instintivamente al ver el movimiento. Comprendió lo que ocurría; la cámara oculta detrás del espejo al final del otro pasillo la había filmado en el momento de levantar el brazo para tocar el espejo y ahora estaba viendo la imagen procesada.
Cruzó el holograma y la figura de luz se distorsionó a su paso. Al otro lado, otro pasillo de espejos paralelos parecía perderse en el infinito. Hizo una pausa, atenta a cualquier sonido, a cualquier señal de movimiento. Al no oír ni ver nada, decidió continuar.
Ahora se encontraba en las profundidades del laberinto y aumentaban las posibilidades de que las imágenes reflejadas en las paredes laterales no correspondieran a espejos. Algunas podían ser hologramas, recreaciones de su paso ante los espejos de los otros pasillos. No recordaba con claridad la disposición de la sala más allá del primer desvío. Hasta cierto punto resultaba más sencillo orientarse al ser la única persona en la sala; normalmente, los espejos capturaban las imágenes de grupos de veinte personas, no de una sola, y eso hacía mucho más complicado adivinar cuál era un holograma, cuál la reflexión de un espejo y cuál un ser real. Incluso así, comenzaba a perder el sentido de la orientación.