Utopía (4 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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—¿Se tarda doce horas en preparar el parque para el día siguiente? —preguntó Warne, incrédulo.

—Hay muchísimas cosas que atender —respondió Freeman con otra pequeña sonrisa—. Venga, acortaremos camino a través de Camelot.

Lo llevó hacia un enorme portal en la pared más cercana. Encima, destacaba la palabra «Camelot» escrita con letra gótica. Esta era, hasta el momento, la única desviación que Warne había visto en el diseño del Nexo: hasta los carteles de los baños y las salidas de emergencia estaban escritos con letra Art Deco.

Tres empleados de americanas blancas que custodiaban el portal sonrieron y saludaron a Freeman. La mujer guió a Warne por un laberinto de barreras hasta una gran sala de espera. En la pared más lejana había media docena de puertas metálicas. Una de las puertas se abrió, y Freeman entró primera en el enorme ascensor.

Las puertas se cerraron y la misma sedosa voz femenina del tren anunció: «Están entrando en Camelot. Disfruten de la visita». Se oyó un golpe sordo y el ascensor se puso en marcha.

Warne advirtió que la cabina no subía ni bajaba sino que se movía horizontalmente.

—¿Se tarda mucho en llegar al parque propiamente dicho? —preguntó.

—La verdad es que no nos movemos —respondió Freeman—. La cabina solo crea la ilusión del movimiento. Los estudios demuestran que a los visitantes les resulta más fácil acomodarse a los mundos si creen que es necesario un viaje, por breve que sea, para llegar hasta ellos.

Se abrieron las puertas en el otro extremo de la cabina. Por segunda vez en la última media hora, Warne se detuvo, asombrado.

Delante se abría una ancha calle de adoquines oscuros.

Unos pintorescos edificios —algunos con techos de paja, otros con tejados a la holandesa— bordeaban la calle y se extendían hacia lo que, visto de lejos, parecía la plaza de un poblado.

Más allá de la plaza, la calle se bifurcaba alrededor de la muralla de un castillo, monolítico y de color arena. Por encima de las almenas ondeaban un centenar de estandartes multicolores. Todavía más lejos, vio más torres y la ladera de una montaña con la cumbre nevada, que se elevaba sobre una colina cubierta de verdor. En las alturas, la curva de la cúpula creaba la ilusión de un espacio interminable. El aire olía a tierra, a hierba recién cortada y a verano, Warne avanzó lentamente con la sensación de ser Dorothy que salía de su triste casa monocolor para entrar en Oz. «Espera a que Georgia vea esto», pensó. La fuerte luz solar blanqueaba toda la escena y recortaba los perfiles. Los empleados del parque caminaban presurosos por las calles adoquinadas, pero no vestían el uniforme que había visto antes: aquí los hombres vestían calzas y jubones de colores; las mujeres, amplios vestidos y tocas, y distinguió un caballero con armadura. Solo un pequeño grupo de supervisores con las americanas blancas, ordenadores de mano y radios, y un empleado de mantenimiento que limpiaba la calle con una manguera, rompían la ilusión.

—¿Qué le parece? —preguntó Freeman.

—Es fantástico —contestó Warne sinceramente.

—Sí, lo es. —Warne se volvió y la vio sonreír—. Me encanta ver a las personas que entran en un Mundo por primera vez. Dado que no puedo volver atrás y repetir la experiencia, ver la reacción de los demás es lo más parecido.

Continuaron caminando por la ancha calle, y Freeman le iba señalando las atracciones con que se encontraban. Cuando pasaron por delante de una panadería, se abrió una ventana con los cristales emplomados y les llegó un aroma irresistible. En algún lugar, un bardo afinaba su laúd mientras canturreaba una balada.

—La filosofía del diseño de los cuatro Mundos es la misma —le explicó Freeman—. Los visitantes pasan primero por un decorado… en el caso de Camelot, el pueblo donde estamos… que los ayuda a orientarse, a ponerse en ambiente. Lo llamamos descompresión.

Hay restaurantes, tiendas y franquicias, por supuesto, pero sobre todo es un lugar para que los visitantes miren, se aclimaten. Luego, a medida que se adentran en el Mundo, comenzamos a integrar las atracciones… las montañas rusas, los espectáculos en vivo, proyecciones holográficas, lo que quiera… en el entorno. Todo ocurre sin solución de continuidad.

—Eso parece. —Warne advirtió que, excepto por los carteles en las tiendas y los restaurantes, no había ninguna señalización moderna: los lavabos y los quioscos de información muy bien integrados solo estaban señalados por lo que parecían ser unos símbolos holográficos muy reales.

—Los eruditos vienen aquí porque esta calle que estamos recorriendo es una reconstrucción exacta de Newbold Saucy, una aldea inglesa abandonada en el siglo
XIV
—comentó Freeman—. Los visitantes vienen porque Dientes de Dragón es probablemente la montaña rusa más espectacular del parque, después de la Máquina de los Alaridos que está en Paseo.

Al acercarse a la plaza vieron la mole del castillo, que se alzaba ante ellos.

—Una réplica exacta de Caernarvon, en Gales. Con una compresión selectiva y una perspectiva forzada, por supuesto.

—¿Una perspectiva forzada?

—Los pisos superiores no son del tamaño real, son más pequeños. Crean la ilusión de tener las proporciones correctas, pero son más acogedores, intimidan menos. Utilizamos la técnica en diversos niveles en todo el parque. Por ejemplo, aquella montaña es más baja para crear la ilusión de distancia.

—Señaló el rastrillo abierto—. En el castillo es donde se ofrece el espectáculo de «El príncipe encantado». Hacía mucho que ya no se oía la balada del trovador, y ahora Warne percibió otros sonidos: los trinos de los pájaros, el rumor de las fuentes y el mismo ruido de fondo que había sentido en el Nexo.

—¿Qué es ese sonido que oigo continuamente? —preguntó.

—Es usted muy observador —dijo Freeman—. Nuestros investigadores han hecho un trabajo pionero sobre el útero. El sonido no es audible cuando los visitantes llenan Camelot. Sin embargo, no cesa.

Warne la miró, intrigado.

—Es la técnica de reproducir determinadas condiciones del útero, la temperatura y los sonidos ambientales, para estimular una sensación de tranquilidad subliminal. Tenemos pendientes de aprobación cinco patentes de la técnica. La Utopía Holding Company tiene más de trescientas patentes. Algunas las emplean con licencia diversas empresas farmacéuticas, médicas y de electrónica. Otras son de propiedad exclusiva.

«‹Tres de ellas las desarrolle yo», pensó Warne y se permitió cierto orgullo. Se preguntó si la mujer que lo acompañaba sabía la contribución que había hecho al funcionamiento de Utopía: la metarred, que coordinaba las actividades y la inteligencia de los robots del parque. Probablemente no, a la vista de la manera en que le explicaba las cosas, como si solo fuese un ayudante de programación. Una vez más, se preguntó por qué Sarah Boatwright había insistido para que acudiera allí con tanta premura.

—Por aquí —dijo Freeman y entró en una callejuela transversal.

Un hombre con una capa violeta y pantalones de montar oscuros pasó junto a ellos, muy entretenido en practicar su inglés medieval. Delante, dos fornidos especialistas de mantenimiento cargaban con una gran jaula metálica. En el interior había un pequeño dragón que batía la cola. Las escamas rojas brillaban como el fuego con la luz del sol y los orificios nasales se dilataban con el paso del aire. Warne lo miró fijamente. Habría jurado que los ojos amarillos de la criatura centelleaban cuando lo miraron.

—Es un dragón que instalarán en la Torre del Grifo —le informó Freeman—. El parque todavía está cerrado. Por eso no lo llevan por los túneles. ¿Qué pasa, doctor Warne?

Warne continuaba mirando al dragón.

—No estoy acostumbrado a verlos con piel, eso es todo —murmuró.

—¿Cómo dice? Oh, sí, esa es su especialidad, ¿no?

Warne se pasó la lengua por los labios. Los disfraces, la lengua arcaica, el absoluto realismo del entorno… Sacudió la cabeza lentamente.

—Puede ser un poco fuerte cuando no hay público alrededor que rompa la ilusión. —La voz de Freeman sonó más suave, menos enérgica—. A ver silo adivino. Cuando llegó, el Nexo le pareció demasiado sobrio, sin ningún atractivo.

Warne asintió.

—Es algo que las personas sienten muy a menudo cuando visitan Utopía por primera vez.

Una visitante me comentó que le recordaba la terminal de un aeropuerto. Bueno, lo diseñaron de esa manera, y esta es la razón. —Abarcó el entorno con un gesto—. Algunas veces el realismo puede desorientar a los visitantes. El Nexo les facilita un entorno neutral, una zona de reposo, una transición entre los Mundos.

Se detuvo delante de una casa de dos pisos con la planta baja de madera, y levantó la tranca de hierro que sujetaba la puerta. Warne la siguió al interior. Para su sorpresa, el edificio no era más que una cáscara vacía. Había una puerta gris en la pared del fondo, un escáner de huellas digitales y un lector de tarjetas. Freeman se acercó al escáner y apoyó el pulgar en el molde. Se oyó un chasquido y se abrió la puerta. Warne vio el resplandor verde de las luces fluorescentes.

—De nuevo en el mundo real —dijo Freeman—, o al menos lo más cercano que podemos estar por aquí.

Lo invitó a cruzar el umbral.

08:50 h.

Sarah Boatwright, directora de operaciones del parque, ocupó su asiento en la abarrotada mesa de conferencias de su despacho, situado a diez metros por debajo del Nexo. La temperatura era glacial —consecuencia del paso de los conductos primarios del aire acondicionado detrás de la pared del fondo— y se calentó las manos con el tazón de té. La directora era una fanática del té. Cada hora en punto, el mejor restaurante de Luz de Gas enviaba una taza de la selección del día. Ese día era té de jazmín. Contempló cómo las pequeñas flores semejantes a bolas se abrían en el líquido caliente, y se inclinó por un instante sobre la taza para aspirar la fragancia. Era exquisita, exótica, fascinante.

Eran las 0.10 hora de Utopía, y los jefes del parque se habían reunido en su des acho para la sesión diaria previa a la apertura. Bebió un sorbo y sintió el calor que se extendía lentamente por los miembros. Este era para ella el verdadero comienzo del día, no el sonar del despertador, la ducha, la primera taza de la mañana. Todo comenzaba en ese momento cuando daba las órdenes del día a sus capitanes y tenientes cuando se ponía al timón del mayor parque temático de la Historia. Era su trabajo asegurarse de que, aunque entre bambalinas podía pasar cualquier cosa en cualquier momento —dos mil niños exploradores revoltosos, problemas en el suministro eléctrico, la visita de un primer ministro y su comitiva—, para los visitantes cada día fuese siempre exactamente el mismo.

Perfecto de principio a fin. No podía imaginar un trabajo con mayores desafíos, o ninguno más gratificante.

Sin embargo, junto con la habitual expectativa, ese día había algo más. No era aprensión.

Sarah Boatwright nunca había sido una persona aprensiva— sino algo más cercano a la cautela. «Andrew está aquí —pensó—. Está aquí, y es imposible que sepa cuál es el verdadero motivo.» Era la forzada duplicidad la razón de la cautela; la percibía con toda claridad mientras miraba a los demás, para observar las expresiones. Investigación, Infraestructura, Juegos, Restauración, Servicios Médicos, Relaciones con los Clientes. Todo en orden. Bob Allocco, jefe de Seguridad, estaba en el otro extremo de la mesa, macizo y bajo como un bulldog, el rostro bronceado impasible. Todos la miraban, alertas, serios, en sintonía con ella. Prefería que las cosas fueran así: profesionales al máximo. No se oían muchas bromas a menos que Sarah lo hiciera primero. Fred Barksdale era la excepción tolerada, por supuesto: sus citas de Shakespeare y su ácido humor inglés habían hecho desternillar de risa a los presentes en más de una ocasión. Ahora entraba, con una taza de café con leche en equilibrio precario sobre un montón de hojas de gráficos. Freddy Barksdale, director de Sistemas, con su melena rubia y las atractivas arrugas en la frente.

Solo verlo le provocó una oleada de afecto que borró los pensamientos sobre Andrew Warne y amenazó con alterar su seco profesionalismo. Se aclaró la garganta, bebió un sorbo y miró al grupo.

—Muy bien. Vamos allá. —Miró la hoja de papel que tenía delante—. La asistencia estimada para hoy es de sesenta y seis mil visitantes. El sistema está operativo en un noventa y ocho por ciento. ¿Se sabe cuándo estará de nuevo en funcionamiento la Estación Omega?

Tom Rose, el jefe de Infraestructuras, sacudió la cabeza.

—La montaña rusa parece funcionar bien, las luces están verdes en todo el recorrido. Pero los diagnósticos siguen dando un error de código, así que los reguladores automáticos no permiten la entrada de electricidad de la red.

—¿Podemos saltarnos los reguladores?

Rose se encogió de hombros.

—Podemos, pero se nos echará encima un ejército de funcionarios de seguridad.

—Una pregunta tonta. Perdona. —Sarah exhaló un suspiro—. Quiero que te ocupes de resolverlo cuanto antes, Tom. Haz todo lo que puedas y más. Esa atracción es el plato fuerte de Calisto. No podemos permitirnos darle vacaciones.

Fred te puede facilitar un equipo si lo necesitas.

—Por supuesto —dijo Barksdale, alisándose la corbata mientras hablaba.

Era una corbata preciosa, anudada con la misma extraordinaria atención al detalle que Barksdale dedicaba a todas sus acciones. Aunque no tenía el hábito de expresar las emociones personales en una reunión pública como esta, Sarah había advertido que el alisarse la corbata era algo que hacía cuando algo le rondaba por la cabeza. Sarah miró a los demás.

—¿Alguna otra mala noticia?

—Acabo de enterarme de que el conjunto que debía tocar hoy en la sala de embarque Umbilicus no vendrá —le informó el jefe de Espectáculos—. Arrestaron a alguien del grupo por posesión de drogas en el aeropuerto de Los Ángeles o algo así.

—Fantástico, sencillamente fantástico. Tendremos que buscar a alguno de nuestros grupos para que lo cubran.

—Firmware podría hacerlo, pero tienen que tocar en Poor Richard’s.

Sarah sacudió la cabeza.

—Umbilicus tiene tres veces más público. Manda al grupo a Vestuarios en cuanto lleguen; si no han tocado nunca vestidos con trajes espaciales, tendrán que aprender sobre la marcha.

—Miró de nuevo alrededor de la mesa—. ¿Algo más?

—Han pillado a un tramposo en el casino de Luz de Gas —contestó el jefe de Casinos—. Un tipo de setenta y cinco años, que ya había sido advertido en dos ocasiones. Esta vez, Ojo Avizor lo filmó en el momento en que vaciaba una tragaperras.

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