Sonriente, se apartó un poco para observar a Georgia, que lo miraba todo, boquiabierta. A diferencia de la mayoría de los demás parques, en Utopía los visitantes solo tenían acceso a las zonas públicas. Nadie excepto las personalidades llegaban a ver el subterráneo, y nadie tenía ocasión de ver el parque desde la posición en que estaban. Hasta cierto punto era de lamentar, porque era algo que asombraba a todos, incluso a las niñas precoces de catorce años que creían haberlo visto todo.
—Mira esto —añadió Teresa, Le señaló una pequeña placa en la balaustrada donde se leía «Eric Nightingale, 1956-2002»—. Lo llamamos el Nido de Nightingale. Está dedicado a su visión de Utopía. —Miró a Georgia—. ¿Tuviste ocasión de conocerlo?
—Solía venir a casa. Hablaba de robótica con papa. Jugó al backgammon conmigo en un par de ocasiones. Me dejó ganar más veces de lo que me deja papa.
Teresa sacudió la cabeza. Le resultaba divertida la imagen del gran Nightingale jugando al backgammon con una niña de primaria. Después contempló el parque.
—Todos los que trabajan en Utopía vienen aquí una vez. Por lo general en su primer día. Es algo así como una iniciación. Por lo demás es un lugar muy tranquilo. Ya sabes, con tantas escaleras. A mí me gusta venir aquí. Dios sabe que necesito hacer ejercicio. Cuando me siento baja de moral, por cuestiones de trabajo o algún otro motivo, venir aquí me recuerda para qué trabajo. Me pareció que hoy era apropiado subir hasta aquí.
Se interrumpió al comprender que había dicho más de lo que pretendía. Vio que Georgia la miraba de una forma extraña ¿«Está pensando algo sobre mí —dijo Teresa—. ¿Qué será? Quizá me valga más no saberlo.»
—¿Qué? —preguntó en voz alta.
Georgia desvió la mirada por un momento.
—Me preguntaba una cosa. ¿Te gusta Fats Waller?
—¿Gustarme? Escuché «Handful of Keys» hasta que se borraron los surcos del disco. Creo que en piezas para piano no hay ninguna que supere a «Carolina Shout». —Ahora fue ella quien miró intrigada a Georgia—. ¿Por qué?
Georgia le sostuvo la mirada por un momento, y después se apresuró a mirar al parque.
—Oh, por nada especial —respondió, con una súbita timidez.
Teresa consultó su reloj.
—Creo que hemos conseguido matar media hora. Volvamos con tu padre —dijo, y comenzó a bajar la escalera.
Andrew Warne miró alternativamente a Sarah y Fred Barksdale. Sarah hizo un gesto hacia la mesa.
—Andrew, por favor —dijo Sarah—. Siéntate. —Dejó la taza en la mesa y se sentó. Recogió los papeles, los ordenó de nuevo y se los acercó a Warne—. Fírmalos para que podamos continuar.
Warne cogió las hojas, les echó un vistazo y miró a la mujer.
—Es un acuerdo de confidencialidad.
Sarah asintió.
—No lo entiendo. Firmé uno de estos durante la fase de desarrollo.
—Son cosas de Chuck Emory y la oficina central. Quieren asegurarse de que todo lo que discutamos aquí permanezca en el máximo secreto.
Sarah no añadió nada más y se limitó a sostenerle la mirada. Al cabo de un momento, Warne exhaló un suspiro, bajó la mirada y garrapateó su nombre en la última página.
«Maldita burocracia —pensó—. Los tipos de Nueva York empeoran con los años.» No obstante, tenía sentido. Para expandir la metarred necesitaría tener acceso a la nueva tecnología de la empresa. Sarah cogió el documento.
—Gracias. —Dejó las hojas junto a la taza de té—. Lamento que no pudiéramos darte antes más detalles, pero hace muy poco que detectamos los problemas y hemos intentado descubrir un patrón.
Warne miró a la directora del parque.
—¿Problemas?
Sarah se volvió hacia Barksdale.
—Fred, ¿puedes ponerlo al corriente?
—Muy bien —asintió Barksdale. Apoyó los codos en los brazos de la silla y unió las manos por las puntas de los dedos. Miró a Warne atentamente—. Durante las últimas dos semanas han estado ocurriendo cosas extrañas con algunos de los sistemas de Utopía. Fallos en el sistema de traslación universal de las salas de servicios, por ejemplo. La inteligencia artificial que controla los diagnósticos de la Estación Omega (la caída libre de Calisto) detecta fallos continuamente y no deja que funcione. Pero la mayoría de los problemas los hemos tenido con la robótica. —Comenzó a enumerarlos con los dedos—. Un robot de limpieza en el nivel C intentó fregar un panel eléctrico; consiguieron desactivarlo en el último momento. Un robot cartero comenzó a arrojar la correspondencia en las papeleras en lugar de colocarla en los buzones. Algunos de los lanzallamas en Dientes de Dragón se activaron antes de tiempo y a punto estuvieron de achicharrar a un grupo de visitantes japoneses.
—¿Todos estos problemas son continuos? —preguntó Warne.
—Eso es lo más irritante de todo. Excepto en la Estación Omega, han sido intermitentes, e incluso ese problema desapareció hace alrededor de una hora. Se ha vuelto a activar la luz verde, y ninguno de los técnicos sabe la razón. Hemos realizado pruebas de tolerancia, evaluaciones de los sistemas, hasta hemos recurrido a la baja tecnología con osciloscopios y localizadores, y no hemos encontrada nada raro.
—Fallos fantasmas —señaló Sarah—. Todo funciona bien, al minuto siguiente tienen un ataque psicótico y luego vuelven a la normalidad.
Warne miró a Sarah. Comenzaba a tener una sensación de frío en la boca del estómago.
—¿Oscilaciones en el voltaje? —preguntó.
Barksdale sacudió la cabeza.
—Todas las líneas están absolutamente limpias —afirmó—. No hay fluctuaciones en la red eléctrica.
—Tienes razón, lo había olvidado. El reactor nuclear.
—Al ver que nadie se reía, formuló otra pregunta—: ¿Los detectores Beta?
—No. Todos en orden.
—¿Algún virus?
—¿Después de tantos ciclos de procesamiento? ¿En tantos lugares y que luego desaparezcan?
—¿Habéis montado un espacio limpio para aislar algún episodio?
—Con tantos robots autónomos en el parque, la verdad es que ni siquiera sabríamos por dónde empezar.
Se hizo el silencio. Warne advirtió que el helor se extendía por momentos.
—Los problemas intermitentes de esta clase a menudo indican una intrusión externa —manifestó con mucha cautela.
—Absolutamente imposible —dijo Barksdale—. Hay un foso alrededor de todos los servidores de producción. No hay conexiones externas. El único portal exterior es la página Web de información, y no está aquí. Además tiene toda clase de cortafuegos.
Sarah Boatwright bebió un sorbo de té.
—Solo para asegurarnos, el mes pasado Fred pidió a los «sombreros blancos» de KIS que le dieran un repaso. Según su informe, nunca habían visto un sistema más seguro.
Warne asintió, distraído. Había trabajado el año anterior con el Keyhole Irtrusion Systems, cuando el servidor de Carnegie-Mellon había sufrido un ataque de negación de servicios.
Los «sombreros blancos» eran piratas informáticos contratados por las empresas para que analizaran sus sistemas informáticos y señalaran los fallos. Los chicos del KIS eran los mejores del ramo. Se humedeció los labios. Había llegado el momento de hacer la pregunta.
—Muy bien, así que hay un problema en el paraíso. Lo lamento. Pero ¿cómo se relaciona exactamente con eso que tu ayudante llamó el futuro desarrollo de la metarred?
Barksdale y Sarah Boatwright intercambiaron una mirada.
—Doctor Warne, no sé muy bien cómo decírselo —respondió Barksdale—. Esperaba que llegara a la misma conclusión que nosotros. El problema parece estar en la metarred.
Si bien había comenzado a temer que esa fuese la respuesta, Warne se sintió asombrado.
Notó la boca seca.
—¿No creéis que es sacar una conclusión apresurada?
—Es la única cosa que tienen en común todos los fallos. Hemos eliminado todo lo demás.
No hay otra respuesta.
—¿No hay otra respuesta? —Warne escuchó su voz, más alta y apresurada de lo que habría deseado.
—Se supone que la metarred aprende por sí misma. Quizá, con el paso del tiempo, ha modificado sus reglas para peor, como dice el refrán, «lo mejor es enemigo de lo bueno».
—No, no lo sé. El sistema tiene un tic nervioso, y culpáis a la cabeza.
—Es más que un tic nervioso —manifestó Barksdale. Había una expresión especial en su rostro, como la de un médico que le da una mala noticia a un paciente—. Hay algo más.
Ocurrió el viernes pasado en la montaña rusa de Notting Hill.
Warne había leído una breve noticia del incidente en el periódico.
—Aquello fue un fallo mecánico. Un descuido en el mantenimiento o algo así.
—Todas las atracciones donde la fuerza de gravedad es alta están fabricadas por una empresa suiza, la Taittinger SC Rochefort. Son el Rolls-Royce de las montañas rusas.
—Sea como sea, fue un accidente. ¿Por qué es importante?
—Hay dos robots asignados a la atracción. Durante el día, mientras funciona la montaña, se encargan de la lubricación. Cuando el parque cierra, realizan una inspección de seguridad de toda la vía. Están programados para verificar la fatiga del metal y los puntos de tensión, asegurarse de que los patines de freno electrónicos que controlan el movimiento de las vagonetas en las subidas y bajadas funcionan correctamente. Por alguna razón que desconocemos, hace diete noches aflojaron una docena de patines en lugar de ajustarlos, con un cambio de polaridad. Al día siguiente, con la atracción en marcha, cinco de los patines sufrieron un cortocircuito, dos de ellos en un punto crítico. Sin los patines para mantenerla en los realces, una de las vagonetas descarriló en el descenso final. Los enganches de seguridad colocados en la parte inferior de la vagoneta impidieron que descarrilara del todo, pero se bamboleó terriblemente en los veinticinco metros de bajada.
—Vi los vídeos del incidente —dijo Sarah—. Fue como ver a un perro sacudiendo un ratón. El niño sentado delante se soltó de la barra y cayó. Salvó la vida de milagro. Pero se fracturó las dos piernas y varias costillas. Pasará meses en silla de ruedas. Los otros ocupantes también sufrieron lesiones. El padre se fracturó la clavícula. Ni que decir que los abogados rondan por aquí un día sí y otro también.
Warne se dio cuenta de que contenía el aliento. Soltó el aire lentamente.
—¿Estáis absolutamente seguros?
Sarah y Barksdale asintieron a una.
—No tiene sentido. ¿Revisaron los programas de los robots?
—Fue lo primero que hicimos después de cerrarla atracción. El equipo de revisión de códigos dirigido por Teresa Bonifacio verificó cada una de las líneas de comando. La metarred había reprogramado los robots para que aflojaran los patines.
—¿De los dos robots?
—Cada uno aflojó seis patines.
Warne notó una extraña sensación de parálisis en los miembros. Se esforzó en controlarla.
—Esperad un momento. Pensemos en el trabajo de la metarred. Es una red nerviosa que examina el código operativo de los robots del parque y optimiza el código. Eso es todo lo que hace. Es un sistema de aprendizaje pasivo. Iría en…
—Warne se interrumpió—. ¿Habéis considerado la posibilidad de un sabotaje interno?
Barksdale asintió mientras se arreglaba la corbata.
—Todo el personal es sometido a una muy rigurosa batería de pruebas psicológicas y se averiguan sus antecedentes.
Los sueldos y los beneficios que ofrecemos son los mejores de la industria, tenemos un grado de satisfacción laboral del noventa y nueve por ciento…
—Espera, espera —lo interrumpió Warne—. Todo eso está muy bien. Pero esto tiene todo el aspecto de ser un trabajo desde dentro. ¿Qué otra explicación puede haber?
Warne vio cómo Sarah y Barksdale intercambiaban una mirada. Adivinó lo que pensaban:
«Está a la defensiva. Intenta cargarle las culpas a cualquiera menos a su propia creación».
—Tenemos un proceso de promoción de códigos muy estricto, nada se actualiza sin pasar por la cadena de mandos ni sin mi autorización. La cuestión es, doctor Warne, que esto no es sencillamente la faena de un espía industrial o un empleado descontento. ¿Fallos de diagnóstico en un robot cartero? ¿Qué sentido tiene? Además, es a gran escala. Incluso así, hemos comenzado con las entrevistas y las revisiones de expedientes, para estar bien seguros.
Sarah bebió otro sorbo de té.
—Mientras tanto, Andrew, queremos que desactives la metarred.
Por un momento, el asombro demoró la respuesta de Warne. «Dios bendito, desactivar la metarred.» Pensó en los robots de la Caza de Notting Hill, los patines sueltos. ¿Era realmente posible que él fuese indirectamente el responsable de algo tan terrible…?
Sacudió la cabeza. No era posible, no podía ser.
Miró de nuevo a Sarah y a Barksdale. Vio en sus ojos que esta conversación no era más que un mero trámite. Ya habían tomado una decisión.
—Sarah —dijo con su tono más abyecto—, sé que estás —sometida a una gran presión. Pero creo que es una medida apresurada. Podemos tomarnos unos días para analizar a fondo el problema. Puedes facilitarme los detalles específicos. Estoy seguro de que algo saldrá a la luz.
—Andrew, salgo mañana por la mañana para San Francisco. Fred te facilitará todo lo que necesites.
Warne los vio compartir otra mirada íntima. Entonces se dio cuenta: Sarah y Barksdale eran pareja.
Bruscamente, los celos y el enfado se mezclaron con la sorpresa, el desconsuelo y la mortificación que ya lo dominaban. No podía culpar a Sarah, por supuesto; era lógico que se sintiera atraída por alguien como Barksdale. El tipo tenía el encanto británico que a Warne siempre le había parecido un tanto superficial; apuesto, galante, inteligente. Era casi demasiado. Se sintió como un Volvo cambiado por un jaguar de doce cilindros.
Sacudió la cabeza ante la amarga ironía. Durante todo este tiempo, no había dejado de pensar en cómo sería ver a Sarah de nuevo: Cómo actuaría ella, lo que sentiría él, lo que Georgia podría decir o callar. No había pensado casi para nada en la reunión, más allá de que podía ser un nuevo principio para su carrera. Se reclinó en la silla, con la sensación de ser más viejo que cuando había entrado en la habitación.
—Vosotros comprasteis la tecnología —dijo con furia contenida—. La podéis utilizar como mejor os parezca. ¿Qué necesidad había de hacerme venir aquí solo para comunicarme la mala noticia?