Utopía (2 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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A pesar de los miles de viajes que hacía por trabajo, solo había una palabra para describirlo: mágico. Sonó el altavoz.

—Hola, Elvis.

No respondió. En Estados Unidos, ser un varón blanco y llamarse Presley tenía una carga inevitable. Era como apellidarse Hitler, o quizá Cristo, siempre y cuando alguien tuviera las pelotas de…

—¿Elvis, me recibes? Reconoció la voz nasal de Cale, que llamaba desde la Carrera de Obstáculos.

—Sí, sí —respondió Presley.

—¿Alguna diversión por allí?

—No. Un muermo.

—Aquí también. Bueno, casi. Esta mañana tuvimos a cinco vomitando, uno tras otro.

Tendrías que haberlo visto: cuando bajaron, esto parecía una zona de guerra. Tuvieron que cerrar durante diez minutos para que entrara el equipo de limpieza.

—Fascinante.

Se escuchó una profunda sacudida en la sala de control cuando una de las vagonetas bajó por la última caída vertical que ponía fin al recorrido. La mirada de Presley se dirigió automáticamente a los monitores mientras la vagoneta avanzaba hacia la plataforma de descarga. Rostros mareados y felices.

—Avísame si tienes algo bueno —prosiguió Cale—. Uno de los comisarios me dijo que esta noche esperan a un grupo de chicas estudiantes. Quizá me dé una vuelta cuando acabe el turno.

Una luz roja se encendió en el panel de circuitos que tenía delante.

—Te dejo —dijo Presley. Apretó un botón para comunicarse con el operador de la torre—.

Tengo un fallo de freno en la Vuelta Omega.

—Sí, lo veo —respondió el operador—. ¿Dónde están los mecánicos?

—Haciendo trabajos de lubricación en el Estanque de los Fantasmas.

—Vale. Llamaré al taller.

—Recibido.

Presley se reclinó en la silla y miró los monitores una vez más. Los testigos de emergencia se encendían continuamente. Los viajes tenían tantos sistemas de seguridad que nunca había motivos para preocuparse de verdad. De todas maneras, la mayoría no eran más que falsas alarmas. El mayor peligro lo corrían los mecánicos, que tenían que mantener la cabeza y las manos bien apartadas de las vagonetas cuando había que hacer alguna reparación sin detenerlas.

Corey se aferraba con desesperación a la barra de seguridad al tiempo que gritaba a voz en cuello. Sentía la gravedad que le aplastaba el pecho, le tiraba implacablemente de las axilas, e intentaba arrancarlo del asiento. En lo más alto de la montaña —así por lo menos decía el guión—, una aparición fantasmal había espantado a sus caballos imaginarios, y ahora la vagoneta corría enloquecida. Se hallaba inmerso en un caos sonoro: el traqueteo de la vagoneta, los relinchos de los caballos aterrados y, por encima de todo esto, el agudo, constante y gratificante alarido de su hermana. Estaba pasando el mejor momento de su vida.

Ahora atravesaban a toda velocidad una serie de decorados sorprendentemente reales mientras bajaban por la pedregosa colina: un lago desierto, espectral; un laberinto de callejuelas oscuras; una zona de muelles ruinosos y veleros siniestros. La vagoneta dio un brinco, luego otro, con una fuerza descomunal. Corey se sujetó con todas sus fuerzas, porque había escuchado rumores de lo que le esperaba al final del camino: la vagoneta volaría por encima de la ladera y caería al vacío en la más total oscuridad.

—Estoy en el freno noventa y uno. Todo en orden. Eh, Dave, ¿sabes por qué, en la revisión, el médico te dice que vuelvas la cabeza cuando te revisa el miembro?

—No.

Presley escuchaba la charla de los mecánicos en la radio, sin apenas prestar atención. Miró los monitores, y después volvió a centrarse en la lectura de las
Geórgicas
. Había estudiado literatura clásica en la Universidad de Berkeley, siempre con la intención de ir a la escuela universitaria de graduados, pero ahora mismo era incapaz de hacer el esfuerzo de abandonar Utopía y volver a los estudios. Tal como estaban las cosas, probablemente era la única persona en todo el estado de Nevada que hablaba latín. Una vez había intentado usarlo para ligar. No había funcionado.

—Verás, alguien me lo explicó. Los doctores no quieren que les escupas en la cara cuanto toses.

—Caray. ¿Por eso? Yo siempre creí que debía de haber alguna razón anatómica, porque…

Eh, diablos, el freno noventa y cuatro está fundido.

Presley se irguió en la silla. Ahora escuchaba con atención.

—¿Cómo que está fundido? No es una maldita bombilla.

—Te lo acabo de decir. Humea, huele a rayos. Ha tenido que ser una sobrecarga. Nunca lo había visto antes, ni siquiera en el simulador. Parece que el freno noventa y cinco también esta fundido.

Presley se levantó de un salto, la silla salió despedida. Miró el diagrama de frenos. Los frenos de seguridad 94 y 95 controlaban el descenso vertical desde la Vuelta Omega.

Esto tenía mala pinta. Estaba claro que los mecanismos de seguridad detendrían cualquier vagoneta que subiera. Pero nunca había oído que los frenos fallaran antes, sobre todo dos seguidos, y no le hizo ninguna gracia. Cogió el micro y llamó al operador de la torre.

—Frank, baja los interruptores. Páralo.

—Ya estoy en ello. Pero… oh, Dios mío, una vagoneta está pasando ahora mismo…

La mirada de Presley se fijó en los monitores. Lo que vio le heló la sangre en las venas.

Una vagoneta iniciaba el descenso final de Notting Hill. Pero no era el descenso regular y controlado que había visto infinidad de veces. La vagoneta se había separado de la guía vertical y el bastidor se bamboleaba enloquecido. Los ocupantes estaban aplastados contra las barras de seguridad, abrazados los unos a los otros, el blanco de los ojos y el rosa de las lenguas de un color verde claro en la pantalla del monitor. No había recepción de audio pero Presley veía cómo gritaban.

La vagoneta se ladeó todavía más a medida que cogía velocidad. Luego se produjo una tremenda sacudida y uno de los pasajeros cayó hacia delante. Se aferró desesperadamente, pero la fuerza de la gravedad era demasiado fuerte; las manos se soltaron de la barra de seguridad, escaparon de las manos de los adultos que intentaron sujetarlas, y, mientras el viajero salía volando hacia la cámara y caía a una velocidad de vértigo, Presley apenas si tuvo tiempo de ver el dibujo de Jack el Destripador antes de que el impacto cortara la transmisión de las imágenes.

D
OS SEMANAS MÁS TARDE
07:30 h.

En su inicio en el Charleston Boulevard de Las Vegas, por encima del Strip, Rancho Drive traza una amplia curva a la izquierda para después seguir recto hacia Reno. Es como una flecha que vuela hacia el noroeste con una precisión absoluta, sin hacer caso de ninguna de las tentaciones naturales o artificiales que lo invitaban a curvarse, como si tuviese prisa por dejar muy atrás las luces de neón y los tapetes verdes. Los clubes de campo, los centros comerciales y, finalmente, incluso las urbanizaciones de casas que imitan las primitivas viviendas de adobe acaban por quedar atrás. El desierto del Mojave, apisonado bajo el asfalto y el cemento, vuelve por sus fueros. Finos tentáculos de arena se abren paso a través de lo que los carteles comienzan a llamar carretera 95. Las hirsutas yucas salpican el desierto, color lana sucia. Los cactos se levantan como portaestandartes de la nada. Después de las multitudes y los carteles de neón, la gradual transición a los vastos espacios vacíos parece sobrenatural. Excepto por la autopista, no parece que la mano del hombre hubiese tocado este lugar.

Andrew Warne movió el espejo retrovisor hacia arriba y a la derecha, y respiró más tranquilo cuando desapareció el brillo cegador.

—¿Cómo es posible que haya venido a Las Vegas sin traer las gafas de sol? En este lugar el sol brilla trescientos sesenta y cinco días al año.

La adolescente que ocupaba el asiento del acompañante hizo una mueca, y se acomodó los auriculares.

—Ese es mi papa. El profesor despistado.

—Ex profesor, dirás.

La carretera era una resplandeciente línea blanca. El desierto aparecía blanqueado por el resplandor, con las yucas y los achaparrados arbustos reducidos a pálidos espectros. Warne apoyó la palma de la mano en el cristal de la ventanilla y la apartó en el acto. Eran las siete y media de la mañana, y la temperatura exterior ya debía de rondar los treinta y ocho grados. Incluso el coche de alquiler parecía adaptado para el desierto: el mando del climatizador estaba atascado en la potencia máxima.

Cuando se acercaron a Indian Springs vieron una meseta en el este: la base aérea de Nellis.

Comenzaron a aparecer gasolineras separadas por unos pocos kilómetros, fuera de lugar en el inmenso vacío, impolutas, tan nuevas que a Warne le parecieron como acabadas de sacar de una caja. Miró la hoja sujeta al portapapeles entre los asientos. Ya no faltaba mucho. Allí estaba: el cartel de salida de la autopista, pintado de un color verde vivo, flamante. Utopía. Dos kilómetros. La chica también lo vio.

—¿Todavía no hemos llegado? —preguntó.

—Ya casi estamos, princesa.

—Sabes que detesto que me llames princesa. Tengo catorce años. Es un nombre para las niñas pequeñas.

—Algunas veces te comportas como si lo fueras.

La chica frunció el entrecejo y aumentó el volumen del magnetófono, y el sonido de la batería se escuchó con toda claridad por encima del ruido del climatizador.

—Ten cuidado, Georgia, acabarás sorda. ¿Qué estás escuchando?

—Swing.

—Bueno, al menos eso es una mejora. El mes pasado era rock gótico, y el anterior era… ¿qué era?

—Euro-house.

—Euro-house. ¿No te puedes decidir por un estilo que te guste?

Georgia se encogió de hombros.

—Soy demasiado inteligente para eso.

La diferencia fue evidente en cuanto llegaron al final de la rampa de salida. Cambió la superficie de la carretera: en lugar del pavimento cuarteado de la carretera nacional 95, surcado como la piel de una serpiente por innumerables reparaciones, ahora era lisa como una mesa de billar, con más carriles que la autopista por la que habían llegado. Unas elegantes farolas se inclinaban sobre el pavimento. Por primera vez en casi cuarenta kilómetros, Warne vio otros coches delante. Los siguió mientras la autovía ascendía suavemente desde la llanura parda. Aquí los carteles era blancos con letras azules, y todos decían lo mismo: APARCAMIENTO PÚBLICO.

El aparcamiento, casi vacío a esa hora, tenía una extensión impresionante. Warne siguió las flechas y pasó junto a varios todoterrenos que parecían insectos en la inmensa extensión de asfalto. Había puesto cara de incrédulo cuando alguien le había comentado que setenta mil personas visitaban el parque todos los días; ahora estaba dispuesto a creerlo. Georgia miraba en derredor. A pesar de su muy bien aprendida actitud de desprecio adolescente, no conseguía ocultar del todo el entusiasmo.

Tras recorrer otro par de kilómetros llegaron a la parte delantera del aparcamiento y a un gran edificio de una sola planta con la palabra RECEPCIÓN escrita con letras Art Deco en el tejado. Aquí había más coches, y personas con pantalones cortos y sandalias. Frenó junto a la garita. Se le acercó uno de los empleados del aparcamiento y le indicó a Warne que bajara el cristal de la ventanilla. El hombre vestía un polo blanco, con un logotipo que era un pájaro estilizado en el lado izquierdo.

Warne sacó una tarjeta plastificada de la carpeta. El empleado le echó una ojeada, introdujo el nombre en su agenda electrónica y esperó a que el resultado de la búsqueda apareciera en la pantalla. Al cabo de un momento, le devolvió el pase y lo autorizó a pasar.

Aparcó junto a una hilera de tranvías amarillos y se guardó el pase en el bolsillo de la camisa.

—Ya estamos aquí —dijo. Luego, al mirar el edificio, se detuvo con una expresión pensativa.

—No estarás pensando en volver con Sarah, ¿verdad? Sorprendido por la pregunta, Warne miró a su hija. Ella le devolvió la mirada.

Era notable cómo, en ocasiones, Georgia era capaz de leerle el pensamiento. Quizá era por el mucho tiempo que pasaban juntos, el resultado de lo mucho que habían aprendido a confiar el uno en el otro en los últimos años. En cualquier caso, a veces resultaba irritante.

Sobre todo cuando ella lo hacía con los temas más sensibles. Georgia se quitó los auriculares.

—Papá, no lo hagas. Es un coñazo.

—Vigila esa boca, Georgia. —Sacó un pequeño sobre blanco de la carpeta—. ¿Sabes…? no creo que haya una mujer en la tierra que te parezca adecuada. ¿Quieres que siga viudo el resto de mi vida?

Lo dijo con un poco más de fuerza de lo que había deseado. La única respuesta de Georgia fue poner los ojos en blanco y colocarse de nuevo los auriculares.

Andrew Warne quería a Georgia con toda el alma. Sin embargo, nunca había pensado que pudiera ser tan difícil atender su trabajo, la casa y criar a una hija él solo. Algunas veces se preguntaba si no estaba haciendo un desastre. Era en momentos como este cuando echaba de menos a Charlotte más que nunca. Miró a Georgia por un instante. Luego exhaló un suspiro y abrió la puerta del coche.

El aire que parecía fuego se coló en el acto. Warne cerró la puerta, esperó a que Georgia se sujetara la mochila, y después caminaron a paso ligero a través de la explanada de cemento hasta el Centro de Transporte.

En el interior, la temperatura era fresca. El centro tenía un diseño funcional y parecía inmaculado. Todo era de madera clara y metal pulido. Las taquillas con el frente de cristal se extendían a izquierda y derecha en unas hileras interminables. Todas estaban desiertas excepto una directamente al fondo. Les permitieron pasar después de comprobar el pase y continuaron por un pasillo brillantemente iluminado. Al cabo de una hora, todo esto estaría a rebosar con padres atribulados, chicos revoltosos y guías turísticos. Ahora, no había nada más que las barandillas y el ruido de sus pasos en el suelo impoluto.

El monorraíl estaba estacionado en el andén, con las puertas abiertas. Las ventanas panorámicas se curvaban hacia arriba a ambos lados de los vagones color plata, y se unían en el mecanismo transportador enganchado al raíl aéreo. Warne nunca había viajado antes en un monorraíl colgante, y no le hacía mucha gracia. Vio a unos cuantos pasajeros en los vagones, hombres y mujeres bien vestidos. Un empleado les indicó que fueran al primer vagón. Como siempre, estaba impecable, y los únicos ocupantes eran un hombre fornido sentado delante y otro bajo y con gafas sentado en el fondo. Aunque el viaje aún no había comenzado, el hombre fornido miraba a un lado y al otro atentamente, con una expresión entusiasta en su rostro pálido.

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