Warne dejó que Georgia se sentara junto a la ventanilla, y luego tomó asiento a su lado.
Casi antes de que estuviesen sentados, se escuchó un suave toque de campana y las puertas se cerraron silenciosamente. Hubo una muy leve sacudida, seguida por una paulatina aceleración. «Bienvenidos al monorraíl de Utopía», dijo una voz que no parecía tener un origen visible. No era la voz habitual que Warne escuchaba en los servicios de megafonía públicos: era una voz sonora, muy bien modulada, con un rastro de acento británico. «La duración estimada del viaje hasta el Nexo es de ocho minutos y treinta segundos. Por su seguridad y comodidad, les rogamos que permanezcan en sus asientos hasta el final del trayecto.»
Súbitamente, una luz brillante inundó el vagón cuando el centro quedó detrás y por debajo de ellos. Adelante y arriba, los raíles duales se curvaban suavemente a través de un angosto cañón de arenisca. Warne miró hacia abajo y casi levantó los pies impulsado por la sorpresa. Había creído que el suelo era metálico y ahora acababa de descubrir que era de vidrio transparente. Había una caída de unos treinta metros hasta el pedregoso fondo del cañón. Respiró profundamente y miró a través de la ventanilla.
—No está mal —dijo Georgia.
«El cañón que estamos recorriendo es geológicamente muy antiguo —explicó la voz—. En los bordes pueden ver juníperos y artemisas, característicos del desierto…»
—¿Puede creerlo? —dijo una voz junto a su oído.
Warne se volvió. En un flagrante desafío a la orden de permanecer sentados, el hombre fornido había abandonado su asiento en la cabecera del vagón para ir a sentarse en el asiento vecino. Vestía una camisa estampada naranja, tenía unos brillantes ojos negros y una sonrisa que parecía abarcarle todo el rostro. Lo mismo que Warne, sostenía en la mano un pequeño sobre blanco.
—Pepper, Norman Pepper. Dios mío, que panorama, y nada menos que desde el primer vagón. Tendremos una visión espectacular del Nexo. Nunca he estado aquí antes pero me han dicho que es fantástica. Fantástica. ¡Imagínese, comprar toda una montaña, una meseta, o como se llame, para un parque temático! ¿Es su hija? Es muy bonita.
—Di gracias, Georgia.
—Gracias, Georgia —repitió su hija con un tono muy poco convincente.
«… En la ladera del cañón, a la derecha del tren, verán una serie de pictogramas. Estos dibujos rojos y blancos fueron realizados por los habitantes prehistóricos de la región, durante el período denominado Tejedores de Canastos II, que floreció hace aproximadamente unos tres mil años…»
—¿Cuál es su especialidad? —preguntó Pepper.
—¿Cómo dice?
El hombre se encogió de hombros.
—Es obvio que no trabaja en el parque, porque viaja en el monorraíl. El parque todavía no ha abierto, así que no es visitante. Eso significa que usted es consultor o especialista en algo, como todos los demás que están ahora en el tren.
—Soy… Trabajo en robótica —respondió Warne.
—¿Robótica?
—Inteligencia artificial.
—Inteligencia artificial —repitió Pepper—. Vaya. —Hizo una pausa y abrió la boca para formular otra pregunta.
—¿Qué es usted? —se apresuró a preguntarle Warne.
El hombre sonrió todavía con más ganas al escucharlo.
Apoyó un dedo en una de las aletas de la nariz y le guiñó un ojo como si fuese un conspirador.
—
Dendrobium giganteum
.
Warne lo miró, desconcertado.
—
Cattleya dowiana
. Ya sabe. —El hombre parecía sorprendido.
Warne levantó las manos.
—Lo siento.
—Orquídeas. —Pepper resopló—. Creía que quizá se había dado cuenta cuando le dije mi nombre. Soy el botánico experto en especies exóticas que organizó la exposición en Nueva York el año pasado. ¿No lo leyó en los periódicos? El caso es que quieren unos híbridos especiales para el ateneo que están construyendo en Atlantis. Por lo visto, tienen algunos problemas con las orquídeas nocturnas en Luz de Gas. No les gusta la humedad o algo así.
—Separó las manos con tanta violencia que su sobre y el de Warne cayeron al suelo—.
Todos los gastos pagados, pasaje de primera clase, un pago muy generoso por la consulta y, como si fuese poco, algo muy bueno para el currículo.
Warne asintió mientras el hombre recogía los sobres y le devolvía el suyo. Warne le creyó.
En Utopía se llegaba a tal extremo en la exactitud de sus mundos temáticos que, en más de una ocasión, se veía a los eruditos boquiabiertos que los recorrían, libreta y lápiz en mano. Georgia contemplaba el paisaje, sin hacer caso de Pepper.
«… los cincuenta kilómetros cuadrados que pertenecen a Utopía son ricos en recursos naturales y paisajes, incluidos dos fuentes y un embalse…»
Pepper miró por encima del hombro.
—¿Y qué me dice de usted?
Warne casi se había olvidado del hombre delgado y con gafas sentado más atrás. El hombre tardó unos segundos en responder, como si hubiese necesitado considerar la pregunta.
—Me llamo Smythe —contestó con un acento que sonaba a australiano—. Pirotecnia.
—¿Pirotecnia? ¿Se refiere a fuegos de artificio?
El hombre se pasó los dedos sobre el bigotillo.
—Diseño espectáculos especiales, como la reciente celebración de los seis meses. También me ocupo de solucionar problemas. Algunos de los crisantemos que se lanzan durante la función final llegan demasiado alto y rompen los paneles de cristal de la cúpula.
—Eso no puede ser —opinó Pepper.
—En el espectáculo de la Torre del Grifo, los visitantes se quejan de que la traca final suena demasiado fuerte.
Smythe calló bruscamente, se encogió de hombros y miró de nuevo a través de la ventanilla.
Warne también contempló por unos momentos la ladera rosa, y después el interior del vagón. Había algo que le preocupaba y de pronto comprendió qué era. Miró a Pepper.
—¿Dónde están todos los personajes, los actores, Oberón, Morfeo, Pendragón? No he visto ni siquiera una calcomanía.
—Oh, sí que están por aquí, en las tiendas en al unas de las atracciones infantiles, Pero no verá a nadie disfrazado por la calle. Dicen que Nithtingale era muy puntilloso en ese aspecto. Le preocupaba la pureza de la experiencia. Es por eso que todo esto… —Trazó un arco con su mano regordeta y añadió—: El Centro de Transporte, el monorraíl, incluso el Nexo todo es muy discreto. Nada de comercialización. Hace que los mundos parezcan mucho más reales. Al menos eso es lo que he oído decir. —Se volvió al hombre que estaba detrás—. ¿No es así?
Smythe asintió. Peter se inclinó un poco más hacia Warne.
—A mí nunca me ha parecido gran cosa todo eso que hacía Nightingale. Las películas de animación, las
Feverstone Chronicles
basadas en sus viejos números de magia… Demasiado oscuras. Pero mis chicos se vuelven locos por ellas. Las ven todas las semanas, como un reloj. Casi me matan cuando se enteraron de que vendría aquí y no podrían acompañarme.
Pepper soltó una carcajada y se frotó las manos. Warne había leído libros donde las personas se frotaban las manos a la espera de lo que pasaría, pero no estaba seguro de haber visto a alguien que lo hiciera.
—Mi hija me habría matado si no la traía —replicó—. ¡Ay! —Gritó cuando Georgia le dio un puntapié por debajo del asiento.
Por un momento permanecieron en silencio. Warne se frotó la pantorrilla.
—¿Usted cree que es verdad que tienen un reactor nuclear enterrado debajo del parque? —preguntó Peter.
—¿Qué?
—Ese es el rumor. Imagínese el consumo eléctrico. Por todos los diablos, este lugar tiene su propio ayuntamiento. Piense en la electricidad que se necesita para mantener todo esto en funcionamiento: aire acondicionado, las atracciones, los ordenadores. Se lo pregunté a una de los recepcionistas en el Centro, y me dijo que tenían una central hidroeléctrica.
¡Hidroeléctrica! ¡En medio del desierto! Yo… eh… mire… ¡allí está!
Warne miró al frente y se quedó pasmado. Escuché cómo Georgia ahogaba una exclamación.
El monorraíl acaba de salir de una curva muy cerrada, y adelante el cañón quintuplicaba la anchura. De una ladera a la otra, y desde lo alto hasta la base, había una enorme fachada color cobre que resplandecía con el sol de la mañana. Era como si el cañón acabara de pronto en esta inmensa pared de metal bruñido. El final del cañón era una ilusión, por supuesto —un inmenso valle circular encerraba todo el parque—, pero resultaba espectacular, asombroso, hermoso a pesar de lo espartano. En toda la fachada no había más que dos pequeños cuadrados en el centro, cerca de la cumbre, por donde entraban y salían los raíles del tren. A lo largo del borde superior se veía una única palabra, Utopía, con letras de algún material parecido a la mica que brillaban y aparecían y desaparecían según el ángulo de los rayos solares. Por encima y más allá, una enorme cúpula geodésica lo cubría todo, una compleja estructura de polígonos de cristal y vigas metálicas. En el ápice ondeaba una bandera: el estilizado logotipo de un pájaro violeta sobre fondo blanco.
—Guau —susurró Georgia.
«… Deseamos que disfruten de la visita, Recuerden: Si tienen alguna pregunta o necesitan algo, los invitamos a visitar cualquiera de nuestras salas de servicios en el Nexo o en los Mundos. Por favor, permanezcan sentados hasta que el monorraíl se detenga.»
En el vagón se hizo el silencio mientras entraban en la sombra.
El Nexo era un espacio amplio y luminoso donde, lo mismo que en el Centro de Transporte, dominaban la madera clara y el metal pulido. Restaurantes, tiendas de todo tipo y salas de servicios se extendían a izquierda y derecha hasta donde alcanzaba la vista. Warne siguió a los demás por la rampa del andén del monorraíl. En las alturas, la cúpula de cristal enmarcaba un cielo sin nubes que se curvaba por encima del Nexo como un brillante manto azul. Delante de él, los pues tos de información y las hermosas fuentes brillaban con los rayos del sol. Los carteles, grandes pero discretos, dirigían a los visitantes hacia los cuatro mundos del parque: Camelot, Luz de Gas, Paseo y Calisto. El aire era fresco, ligeramente húmedo, y se oía una infinidad de sonidos apagados: voces, el chapoteo del agua, un sonido más suave que no consiguió identificar.
Un grupo de jóvenes esperaban al pie de la rampa. Hombres y mujeres vestían americanas blancas y llevaban las mismas carpetas. Se parecían tanto los unos a los otros que bien podrían haber sido parientes. Warne se preguntó, medio en bruma, si había limitaciones de altura, peso y edad para los empleados de Utopía. Hizo a un lado ese pensamiento al ver que una de las mujeres caminaba hacia él con paso enérgico.
—¿El doctor Warne? Soy Amanda Freeman. —Se presentó la mujer y le estrechó la mano.
—Ya lo veo —respondió Warne, con un gesto hacia la placa con el nombre abrochada en la solapa de la americana; se preguntó cómo lo había reconocido.
—Me encargaré de su acceso a Utopía. Le daré una breve explicación para que se oriente.
—La voz era agradable, pero casi tan enérgica como su paso. Señaló el pequeño sobre que Warne llevaba en la mano, con un código de barras impreso en un borde—. ¿Me lo permite?
Warne se lo dio. Freeman rasgó el sobre y vació el contenido en la palma de la mano. Era una insignia del pájaro estilizado en color verde. Se lo abrochó a la solapa.
—Por favor, no se quite la insignia mientras esté con nosotros.
—¿Por qué?
—Lo identifica como un especialista externo. ¿Tiene el pase? Bien. Con el pase y la insignia tendrá acceso a todas las zonas restringidas.
—Es mucho mejor que pagar la entrada.
—Tenga siempre el pase a mano. Puede que se lo pidan en más de una ocasión. El personal que trabaja en el subsuelo suele llevarlo enganchado en los bolsillos. ¿Esta es su hija?
—Sí. Se llama Georgia.
—No me informaron de que lo acompañaría. Tendremos que darle una insignia.
—Muchas gracias.
—No es ninguna molestia. Puede esperar en los servicios de atención a los niños mientras procesan su admisión. Podrá recogerla más tarde.
—¿Servicios de atención a los niños? —preguntó Georgia, con un muy claro tono de indignación.
Una sonrisa apareció fugazmente en el rostro de Freeman.
—Me refería a la sección de jóvenes adultos de los servicios de atención a los niños. Creo que te llevarás una sorpresa muy agradable.
Georgia miró a Warne con unos ojos que echaban chispas.
—Papá, más te vale que así sea —murmuró—. Yo no juego con Legos.
Warne miró hacia la rampa de bajada. El especialista en pirotecnia, Smythe, se alejaba con paso decidido por el Nexo.
Norman Pepper iba tras él, conversando animadamente con uno de los jóvenes recepcionistas. Pepper se frotaba las manos y sonreía.
Acompañaron a Georgia hasta uno de los mostradores de servicios y luego caminaron por el pasillo central del Nexo.
—Tiene una hija muy bonita —comentó Freeman.
—Gracias. Pero, por favor, no se lo diga. Es un tema que la saca de sus casillas.
—¿Qué tal el monorraíl?
—Fenomenal.
—Nos gusta traer a los especialistas visitantes en el monorraíl la primera vez. Hace que comprendan mejor la experiencia de los visitantes de pago. Le informarán de cómo llegar al aparcamiento de los empleados como parte del servicio de orientación. Es mucho menos espectacular, naturalmente, pero le ahorrará unos quince minutos de trayecto, a menos que este alojado aquí.
—No, estamos en el Luxor.
A diferencia de la mayoría de los parques temáticos, Utopía estaba organizada para que el visitante viviera una inmersión total de un día; no había alojamientos para turistas. Sin embargo, a Warne le habían dicho que sí había un hotel privado, un establecimiento de primera clase para los visitantes famosos, artistas y otros personajes importantes, y habitaciones más sencillas para los consultores visitantes, músicos y personal nocturno.
—¿Qué pasa con los relojes? —preguntó Warne mientras intentaba mantenerse a la par de su guía. Había advertido que, aunque eran las ocho y cuarto, los relojes digitales en las paredes del Nexo señalaban las 00.45.
—Cuarenta y cinco minutos para la hora cero.
—¿Qué?
—Utopía está abierta los trescientos sesenta y cinco días del año, de nueve de la mañana a nueve de la noche. A la hora de cierre, los relojes comienzan una cuenta atrás de doce horas. Permite que los artistas y los trabajadores sepan cuánto tiempo les queda hasta la apertura. Por supuesto, no hay relojes en los mundos, pero…