Póngase una en la chaqueta y podrá moverse con toda libertad.
—¿Todo lo demás está preparado?
—El programa de hoy ya esta en marcha. No podría cambiar nada aunque me fuese en ello la vida. —Tibbald se humedeció los labios—. ¿Ahora puede darme el dinero? —Lo dijo con un tono indiferente, pero después volvió a sorberse la nariz, el típico gesto del adicto a la cocaína.
—Por supuesto.
El hombre buscó en el bolsillo de la cazadora. —Tibbald advirtió sin darle importancia que la prenda era de piel a pesar del calor— y sacó un sobre muy abultado. Se lo dio a Tibbald.
—Buen trabajo.
En cuanto Tibbald comenzó a contar el dinero, el hombre le pasó un brazo sobre los hombros como una muestra de aprecio, al mismo tiempo que metía la otra mano debajo de la cazadora, y esta vez empuñaba una pequeña pistola automática.
Tibbald no tenía ojos más que para el dinero, y no fue hasta que el hombre le apoyó el cañón del arma en las costillas y lo acercó con el otro brazo que se dio cuenta de lo que sucedía. Abrió los ojos como platos, intentó protestar, pero la sorpresa disminuyó su velocidad de reacción.
Los proyectiles eran de punta hueca, diseñados para estallar dentro de la carne más que para atravesarla, pero así y todo el hombre apuntó el arma hacia abajo, hacia la columna de Tibbald, para eludir la posibilidad de herirse en el brazo que sujetaba a la víctima.
Se escuchó una detonación sorda, luego otra. Las cacatúas chillaron como si aprobaran el asesinato. El cuerpo de Tibbald se aflojó y de sus labios escapó un sonido parecido al de un fuelle cuando el aire escapó de los pulmones. El asesino apartó el brazo para dejar que Tibbald cayera sobre el asiento y se apresuró a recoger el sobre del dinero antes de que se manchara con la sangre. Cogió la tela de plástico y la utilizó para envolver el cuerpo y luego lo hizo rodar ala parte trasera de la furgoneta. Miró a través de las ventanillas para asegurarse de que nadie había sido testigo de lo sucedido.
Se disponía a guardar el arma cuando se interrumpió, se había apartado rápidamente, pero no había bastado: tenía una salpicadura de sangre en la pechera de la camisa.
Maldijo en voz alta. Guardó la pistola y se subió la cremallera de la cazadora hasta el cuello. Un par de minutos en los lavabos bastarían para limpiar la sangre.
Además, una vez vestido con el disfraz, nadie se daría cuenta.
Andrew Warne estaba cómodamente sentado en una butaca en un despacho del nivel A.
Amanda Freeman escribía en un ordenador. Durante el último cuarto de hora, la mujer le había hecho un gran número de preguntas. Una vez, años atrás, Warne había hecho algunos trabajos como consultor para la CIA. El agente Encargado de investigar sus antecedentes para Langley había sido mucho menos concienzudo. Amanda acabó de escribir y lo miró.
—Sabía que lo suyo era la robótica, pero no tenía idea de que fuese el creador de la metarred. Creo que controla todos los robots del parque, ¿no es así?
—Así es, excepto unos pocos que son totalmente autónomos.
—Impresionante. —Freeman miró de nuevo la pantalla, escribió algo en una hoja y se la dio—. Creo que hemos terminando. Su reunión es a las once. Aquí tiene el número del despacho. Pida en cualquier sala de servicios que le indiquen cómo llegar. Quizá quiera aprovecharla espera para echar una ojeada.
—Por supuesto. Quizá visite el reactor nuclear.
Freeman lo miró de reojo y reapareció su sonrisa un tanto irónica.
—Así que también oyó ese rumor. Me han dicho que la respuesta es que utilizamos energía hidroeléctrica. —Se levantó—. Ahora solo nos falta la orientación; es el procedimiento para todos los especialistas externos.
—¿Qué, una película de aprendizaje? Esperaba ver algo del parque con mi hija.
—Solo dura cinco minutos. Acompáñeme, por favor.
Salieron del despacho. Warne la siguió por el pasillo, cada vez más irritado. Ya le habían hecho pasar por más tonterías burocráticas de lo que era normal, y ahora ¿una película de orientación? Como si él fuese sencillamente un especialista llamado para hacer un escaparate. ¿Lo había preparado Sarah con la intención de mortificarlo? Warne descartó el pensamiento. Sarah Boatwright podía haber sido muchas cosas, pero nunca había sido vengativa.
Cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a masajeárselos.
—Creía que mi viejo laboratorio de informática era frío, pero aquí se podría congelar carne.
—Es un efecto secundario del proceso de purificación del aire. Hay ciento ochenta mil metros cuadrados de suelo debajo del parque, y la pureza del aire es casi la misma de una fábrica de chips. —Señaló el corredor—. Está prohibido fumar, por supuesto. Todas las motos y coches son eléctricos. El único vehículo no eléctrico que entra es el camión blindado que viene una vez por semana.
Pasaron delante de una serie de despachos idénticos al que acababan de dejar. Warne miró a través de las ventanas, sin dejar de masajearse los brazos. En uno de los despachos, vio a Norman Pepper, el hombre que había conocido en el monorraíl, que gesticulaba con mucho entusiasmo.
—¿Sabía —decía Pepper, cuya voz llegaba a través de la puerta abierta— que las orquídeas son las maníacas sexuales del reino vegetal? En lugar de fertilizarse a sí mismas como las demás plantas, se toman unas molestias increíbles para tener una relación sexual con las otras orquídeas. La flor de la
Paphiopedilum venustum
ha evolucionado, hasta el último detalle, para tener exactamente el mismo aspecto de…
—Es aquí —anunció Freeman.
Abrió una puerta y lo invitó a pasar a una habitación pequeña con las paredes, el techo y el suelo cubiertos por el mismo material oscuro. Había dos sillas idénticas enfrentadas.
Warne miró en derredor. Esta no era la sala de proyección que había esperado. Se parecía más al despacho de un psiquiatra poco interesado por el diseño interior. La mujer le señaló la silla más cercana.
—Cuando acabe, ya puede marcharse —le indicó—. Tiene mi tarjeta, llámeme cuando quiera.
Las primeras visitas pueden resultar un tanto abrumadoras.
Salió de la habitación y cerró la puerta.
Un segundo más tarde, Eric Nightingale estaba sentado en la silla opuesta.
Warne casi saltó de la silla. Miró la aparición, con una expresión incrédula.
El holograma era increíble en su perfección. Warne sabía que la tecnología holográfica era la especialidad del parque, pero no tenía idea de que hubiesen hechos tantos avances. La imagen en la silla bien podría haber sido Nightingale en persona. Allí estaba —el rey de los magos, el visionario creador de Utopía— con el sombrero de copa, la pajarita blanca, el frac, el mismo rostro delgado, inteligente, los brillantes ojos negros, la perilla detallada hasta el último pelo. El legendario rey del espectáculo, el mago famoso por sus extravagancias teatrales, su perfeccionismo, su afán por borrar la línea entre la realidad y la ilusión. Al combinar las representaciones tradicionales con la más alta tecnología, había convertido el arte de la magia en una poderosa máquina de entretenimiento. Las dos series de dibujos animados basadas en los personajes de sus actuaciones se habían convertido en líderes de la audiencia televisiva de entre cinco y quince años. Había sido su condición de estrella lo que le había permitido reunir el conglomerado de corporaciones y capitales de riesgo que formaban la Utopía Holding Company, y había sido el visionario responsable del desarrollo de Utopía, hasta su muerte en un accidente aéreo, seis meses antes de que el parque abriera sus puertas.
Ahora estaba sentado allí, una imagen creada a partir de la difracción de la luz, con la mirada puesta en Warne. La imagen le habló.
—Gracias por venir a Utopía. Le agradecemos el conocimiento que aporta al sistema, y confiamos en que su estancia sea agradable.
Warne escuchaba a medias, todavía un poco aturdido por la sorpresa. Este era el hombre que se había sentado con el en su laboratorio de Carnegie-Mellon dos años y medio atrás, y le había explicado su sueño de Utopía para pedir su colaboración. Este era el hombre que había influido tanto en la vida de Warne: primero para mejor, y después —sin pretenderlo— para peor.
Nightingale llevaba muerto más de un año, y sin embargo allí estaba. Al contemplar la imagen, Warne sintió cómo el afecto que le había tenido —alimentado por innumerables tazas de café compartidas y tantas discusiones apasionadas y creadoras— resurgía bruscamente, con una fuerza tremenda. No se había dado cuenta de lo mucho que añoraba el vigor intelectual de su amistad, el tácito respeto mutuo. Nightingale se había entusiasmado con las teorías de la robótica y la inteligencia artificial planteadas por Warne. El propio hecho de que fueran controvertidas le había servido de acicate, y se había convertido en el más poderoso defensor de Warne; precisamente la clase de defensor que le vendría muy bien tener en esos momentos. Warne se sintió triste y un tanto inquieto, como si estuviese en presencia de un fantasma.
Sabía cómo funcionaba la holografía y que para conseguir que los sistemas de vídeo en 3D produjeran una imagen de un metro de alto se necesitaban ordenadores de una gran potencia. Sin embargo la figura que tenía delante era de tamaño natural, a todo color, limpia de cualquier imperfección del proceso como podía ser el difuminado de la emulsión.
Tampoco tenía el aspecto vaporoso de los hologramas de primera generación. Warne echó una ojeada a las paredes oscuras, en una búsqueda infructuosa de la fuente transmisora.
Luego volvió a fijarse en la imagen y procuró concentrarse en las palabras.
—Cerca de quinientos millones de personas visitarán este año los parques temáticos —dijo la imagen de Nightingale—. Le confiaré un secreto. Tengo en mente para ellas algo mejor que un parque temático. Quiero que todos vengan a Utopía. Si les podemos ofrecer una inmersión completa, la experiencia utópica que educa a la par que entretiene, habremos conseguido nuestra meta. Es algo que podemos conseguir sin necesidad de las montañas rusas o de cualquier otro juego vulgar. Es ahí donde entra usted. —Nightingale sonrió, con la sonrisa amplia, entusiasta, cómplice que Warne recordaba muy bien—. Usted está aquí gracias a sus conocimientos en una especialidad determinada, y, sea cual sea dicha especialidad, nos ayudará a conseguir que Utopía sea un lugar más real, un lugar donde todo funcione a la perfección, un lugar que exceda los límites de la imaginación. Utopía es un desafío, y si no nos desafiamos a nosotros mismos, no evolucionaremos.
La imagen de Nightingale se levantó. Warne vio que, de alguna manera, el holograma tenía la misma energía física —súbita, elástica, eléctrica— que el mago había tenido en vida.
—La primera vez que expliqué mi concepto de Utopía, los sabihondos dijeron que estaba loco. Nadie recorrería kilómetros de desierto para visitar un parque temático. Afirmaron que Las Vegas era la peor de las ubicaciones posibles. Era un parque para adultos, no algo pensado para las familias. El público no querría verse metido en un entorno que desafiara su imaginación. Tendrían más que suficiente con las montañas rusas. Pero yo tenía muy claro que Utopía haría honor a su nombre. Se convertiría en el parque temático más concurrido del mundo entero. Con el conocimiento de los especialistas externos como usted, continuaremos creciendo.
Nightingale se quitó el sombrero de copa y lo puso boca arriba.
—Descubrirá que todo en Utopía es pura ilusión. Aquí no rehuimos de los artificios. En cambio, hacemos todo lo posible por sumergir a los visitantes en la ilusión, por ahogarlos en ella. Metió la mano en la copa del sombrero. Cuando la sacó, tenía una paloma blanca posada en el dedo índice, con la cabeza ladeada, los ojos brillantes como lentejuelas. Si al marcharse se llevan algunos de los mejores recuerdos de su vida, los más vívidos, ¿no resultan dichos recuerdos tan reales como cualquier otro? Es así exactamente como creamos la realidad a partir de la ilusión.
Con un gesto airoso, lanzó la paloma al aire. El pájaro levantó la cabeza y extendió las alas. Mientras Warne la observaba, las plumas blancas comenzaron a resplandecer con un brillo metálico. Luego, bruscamente, se transformó en un pequeño dragón. Un chorro de fuego escapó de entre las mandíbulas, y Warne se agachó instintivamente. El dragón voló por encima de la cabeza de Nightingale y después desapareció en una nube de humo azul.
El holograma del mago miraba directamente a Warne con una gran sonrisa, como si disfrutase con la impresión que causaba en su interlocutor. No había duda de que había preparado todo esto como una actuación, sin saber que se convertiría en un elogio a sí mismo. Los negros ojos de la imagen resplandecieron debajo de las gruesas cejas.
—Desde que se puso en marcha el proyecto Utopía, hemos conseguido muchas de las más importantes innovaciones en el terreno de los parques temáticos. Entornos muy reales, consistentes. Estímulos subliminales. Tecnologías punteras en la holografía y otros sistemas de vídeo. Robots inteligentes, autónomos.
—Muchas gracias —le murmuró Warne a la imagen.
—Es con su ayuda que continuaremos con las innovaciones. Utopía continuará creciendo sobre la base que ya tenemos ahora: la vanguardia de una nueva era en el entretenimiento familiar, y un crisol de las nuevas tecnologías. Disfrute de su estancia con nosotros.
Mientras hablaba, Nightingale había sujetado el sombrero de copa con las dos manos.
Ahora las separó, y la imagen comenzó a ondular. Los bordes tomaron un color oro y plaga, con un curioso fulgor en la penumbra de la habitación. El fulgor se extendió rápidamente hacia dentro, hasta que la imagen de Nightingale pareció convertirse en un recipiente conforma humana lleno de polvo mágico. La resplandeciente nube pareció inclinarse a modo de saludo.
—Hasta que volvamos a vernos —se despidió Nightingale, con una voz débil e insustancial como la propia imagen.
La resplandeciente silueta aumentó bruscamente de intensidad al tiempo que irradiaba un número infinito de puntos de luz y después se esfumó acompañada por un muy suave fondo musical.
Warne se levantó para contemplar inmóvil el lugar donde había estado Nightingale, a medio camino entre el pasado y el presente. Parpadeó para quitarse el escozor de las lágrimas.
—Adiós, Eric —dijo en voz baja.
Andrew Warne caminaba junto a la valla blanca con los ojos entrecerrados para protegerse del fuerte resplandor del sol, mientras la multitud pasaba a su lado. La acera era una ancha extensión de traviesas de madera, blanqueadas y pulidas como si llevaran años expuestas a la sal y el sol. Vio a un organillero con un mono en el hombro que hacía girar la manivela del instrumento, rodeado por un grupo de visitantes. Al final de la acera había un precioso parque con senderos arbolados y bancos de madera. En el centro se alzaba un cenador, donde una banda de ragtime con sombreros de paja y chaquetas a rayas rojas y blancas interpretaba una versión irresistiblemente alegre de «Royal Garden Blues», Por encima de todo se elevaba la gigantesca montaña rusa llamada el Expreso de Brighton, con un fantástico entramado de soportes de madera y una primera bajada como la de una pista de esquí. Parecía como si por arte de magia hubiesen dado vida a una vieja postal.