—Es aquí —anunció.
Hizo girar el porno. La mano húmeda de sudor resbaló en el metal pulido. Pensar en que vería de nuevo a Sarah le provocaba una sensación donde se confundían el deseo y la aprensión. Dejó que Georgia entrara primero. Cuando entró él, se detuvo sorprendido.
La sala era mucho más grande de lo que había imaginado. Cerró la puerta y avanzó a paso lento al tiempo que miraba en derredor. En el centro había una mesa rodeada por una docena de sillas. En un extremo había una gran pizarra electrónica blanca llena de diagramas. En el otro había un proyector. Varios terminales de ordenador montados en mesas rodantes estaban amontonados en un rincón. Georgia echó un vistazo a la sala y luego, atraída por la curiosidad, se acercó a la pizarra electrónica. Warne la observó con una expresión ausente.
Entonces se abrió la puerta y Sarah Boatwright entró en la habitación.
Warne se había preguntado qué sentiría al verla de nuevo. Había imaginado que se sentiría molesto, un poco irritado, quizá incluso furioso. Pero lo que nunca había imaginado era el puro deseo, y solo le bastó verla para que resucitara con toda su fuerza.
Habían pasado doce meses desde que ella había aceptado ser directora de operaciones.
Había abandonado Carnegie-Mellon y acabado definitivamente su relación con Warne. Sin embargo parecía hasta cierto punto más joven, como si el aire helado de Utopía tuviese propiedades regenerativas. La intensa luz de la sala hacía que su pelo cobrizo brillara con un color canela, y resaltaba los reflejos dorados en los ojos verdes. Como siempre, se mantenía muy erguida, la barbilla levantada. Siempre había sido muy serena, muy segura de sí misma, sin duda la mujer más fuerte que había conocido. Ahora había algo más en su porte, en sus movimientos, que reconoció de inmediato: la autoridad. Sostenía en una mano la omnipresente taza de té y en la otra unas hojas de papel.
—Andrew, gracias por venir. —Dejó la taza en la mesa y le tendió la mano.
Warne se la estrechó. El apretón de Sarah fue breve, profesional, sin el más mínimo rastro de afecto. Entonces vio a Georgia, que los observaba en silencio desde el otro extremo, junto a la pizarra. Sarah bajó la mano. Por una fracción de segundo, en su rostro se reflejó el desconcierto, una expresión que Warne había visto muy pocas veces. Desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
—Hola, Georgia —dijo, con una sonrisa—. No sabía que vendrías. Es toda una sorpresa. Una bonita sorpresa.
—Hola —respondió Georgia.
Durante unos cinco segundos reinó un silencio incómodo.
—Has crecido por lo menos quince centímetros desde la última vez que nos vimos. También estás más bonita.
La respuesta de Georgia fue apartarse de la pizarra para ir junto a su padre.
—¿Qué tal la escuela? Recuerdo que tenías algunas dificultades con el francés.
—Ya no.
—Eso está muy bien. —Una pausa—. ¿Has ido al parque? ¿Has visitado alguna de las atracciones?
Georgia asintió, con la mirada baja.
Sarah miró a Warne. «¿Drew, qué hace aquí?», era la pregunta que reflejaba su rostro.
En aquel momento, otras dos personas entraron en la sala: un hombre alto y delgado de unos cuarenta años, y una joven asiática con una bata blanca. Sarah los miró.
—Pasad, por favor —dijo—. Os quiero presentar al doctor Warne. Andrew, Fred Barksdale, director de Información Tecnológica y Sistemas.
La sonrisa de Barksdale dejó ver sus dientes perfectos.
—Un placer. —Se adelantó para estrechar la mano de Warne—. Bienvenido a Utopía. Una visita que se ha hecho esperar.
—Ella es Teresa Bonifacio, que trabaja con Fred en robótica.
Warne miró a la joven con renovado interés. Había hablado con ella por teléfono infinidad de veces —más que suficientes para convertirse en buenos amigos
à la distance
—, pero nunca la había visto en persona. Teresa medía alrededor de un metro sesenta de estatura, tenía los ojos oscuros y el cabello corto negro azabache. Ella lo miró fijamente. Por un momento, Warne casi se sintió abrumado por su atractivo. Durante sus muchas conversaciones, nunca se le había ocurrido imaginar un rostro para la voz profunda en el teléfono.
—Teresa, finalmente nos conocemos.
—No puedo creerlo. Tengo la sensación de que nos conocemos desde hace años. —Su sonrisa era cálida y un poco traviesa; le hacía arrugar la nariz y las comisuras de los ojos.
—Esta es Georgia —añadió Sarah—. La hija de Andrew.
Barksdale y Teresa miraron a la niña, un tanto sorprendidos. Al verlo, Warne se inquietó.
De pronto resultó evidente que aquel no era el encuentro entre amigos que había esperado. Había interpretado mal el significado de la cita. Se produjo otra pausa. Warne notó que Georgia se le acercaba un poco más.
—Bien, vale más que empecemos. —Sarah ordenó los papeles que había dejado en la mesa—.
Georgia, escucha. Tenemos que hablar con tu padre durante unos minutos. ¿Te importaría esperar fuera?
Georgia no respondió; no era necesario. El entrecejo fruncido y los labios apretados bastaron.
—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Barksdale, al ver que los demás no hablaban—. ¿Que os parece si Terri lleva a Georgia a una de las cafeterías del personal? Tenemos batidos de todos los sabores, y son todos gratis.
Esta vez fue Teresa quien se mostró agraviada, pero Warne dirigió a Barksdale una mirada de agradecimiento. El hombre se había dado cuenta del problema y había dado con una solución aceptable. Warne miró de nuevo a su hija.
—¿Qué te parece, cariño?
Casi veía los engranajes que giraban en la cabeza de Georgia. Ella era consciente de que no podía rechazar la cortés invitación de un adulto, y tampoco —al menos eso esperaba Warne— poner en una situación incómoda a su padre.
La expresión adusta de Georgia se suavizó.
—¿Batidos de cereza?
—Litros —afirmó Barksdale, sonriente.
—Vale.
Teresa Bonifacio miró a Barksdale, luego a Georgia y por último a Warne.
—Ha sido un placer haberlo conocido, doctor Warne —dijo, con un tono risueño—. Vamos, chica.
Se llevó a Georgia y cerró la puerta al salir.
— ¿Otro batido? —preguntó Teresa mientras se movía en la silla de plástico rojo, en un intento por encontrar una posición cómoda.
—No —respondió Georgia, y luego añadió—: Gracias.
Teresa sonrió mientras espiaba de reojo el reloj. La reunión duraría una media hora, quizá cuarenta minutos. Pero solo habían pasado diez, y ya no se le ocurría qué más decirle a la niña que tenía delante. Intentó disimular un suspiro de impaciencia. «No puedo creer que rechace un empleo de 120.000 dólares al año en el Rand Institute para acabar de niñera de una chiquilla malcriada», pensó.
Se movió de nuevo en la silla. Por mucho que le molestara hacer de niñera, casi se alegraba de no estar presente en la sala, de no ver el rostro de Andrew cuando se enterara de las noticias. A lo largo del último año, su aprecio por el hombre había aumentado más allá de la admiración intelectual. Un laboratorio de robótica podía ser un lugar solitario.
Después de todo, los autómatas no hablaban; y, cuando lo hacían, la conversación casi nunca era interesante. Había descubierto que esperaba con ansia las charlas telefónicas con Warne. Era agradable conversar con alguien que disfrutaba con las pequeñas victorias, con las teorías un tanto descabelladas. Incluso parecía apreciar su curioso sentido del humor, y eso era decir mucho. Andrew Warne era muy buen tipo; lo que estaba pasando era una sorpresa muy desagradable, y no solo para él.
Georgia sacó un magnetófono del bolsillo, se puso los auriculares, y luego —como si acabara de caer en la cuenta de que era una descortesía— se los quitó. Teresa se preguntó por qué Warne había llevado con él a su hija. La respuesta apareció al instante. «Nadie le reveló el verdadero motivo de la llamada. Están dispuestos a mantener el máximo secreto. Él debió de creer que podría pasar un día de fiesta con su hija.» Intentó buscar un nuevo tema de conversación.
—¿Qué es lo que escuchas? —señaló el magnetófono.
—Benny Goodman. En el Carnegie Hall.
—No está mal. Aunque para mí el viejo Benny es un pelín demasiado blanco, no sé si me entiendes. ¿Te gusta Duke Ellington?
Georgia sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Es el padre de toda la música moderna. No me refiero solamente al jazz. El tipo tenía Swing. Tienes que escuchar su concierto en Newport en 1956. No te pierdas «Diminuendo and Crescendo in Blue». El saxofonista, Paul Gonsalves, interpreta un solo de veintisiete estribillos. Veintisiete fabulosos estribillos. Increíble.
El comentario no consiguió respuesta. Teresa exhaló otro suspiro. Se dio cuenta de que le hablaba a Georgia como si fuese una adulta. Pero no tenía idea de cómo hablar con una niña. Ni siquiera cuando ella misma era una niña sabía cómo hablar con los de su edad.
Demonios, a veces ni siquiera se sentía cómoda cuando hablaba con otros adultos. Pero tenía muy clara una cosa: si tenía que seguir sentada allí durante otra media hora, acabaría loca perdida. Se levantó bruscamente.
—Vamos a dar un paseo. —Georgia la interrogó con la mirada—. Pareces aburrirte tanto como yo. Ven, quiero que veas una cosa.
Georgia la siguió en silencio mientras Teresa caminaba por los pasillos del nivel B. Llegaron a una puerta sin cartel. La puerta daba a una escalera metálica. Teresa la hizo pasar, y comenzaron a subir.
La escalera parecía no acabarse nunca. Por fin llegaron a un pequeño rellano, cerrado con rejas. En un extremo comenzaba otra escalera, más angosta que la anterior, que desaparecía en un túnel. De mutuo acuerdo, se detuvieron en el rellano para recuperar el aliento:
—¿No hay ascensor? —preguntó Georgia, entre jadeos.
—Sí, pero detesto los ascensores.
—¿Por qué?
—Tengo claustrofobia.
Permanecieron en silencio durante un par de minutos. Después Teresa preguntó:
—Dime una cosa, ¿qué tal es tener un padre que es un genio?
Georgia la miró sorprendida, como si nunca se hubiese planteado el tema.
—Bueno, no está mal.
—¿No esta mal? No sé lo que yo habría dado por tener a un padre como el tuyo. La idea que tenía mi padre de las matemáticas avanzadas era contar las cuentas del rosario.
Georgia pensó durante unos segundos.
—Es como cualquier otro padre. Nos divertimos.
—¿Te interesa la robótica?
—Sí. Bueno, me interesaba.
Teresa consideró la respuesta. Le costaba creer que estuviese allí, de charla con la hija de Andrew Warne, el creador de la metarred, el controvertido pionero de la robótica y la inteligencia artificial, que hasta no hacía mucho trabajaba en Carnegie-Mellon. Mientras ponían en marcha la metarred, había hablado tantas veces con él por teléfono que le costaba imaginar que tuviese una familia. Por supuesto, ella conocía la historia. Sabía que su esposa, ingeniera naval, había muerto ahogada cuatro años atrás mientras probaban un nuevo modelo de velero en la bahía de Chesapeake. Conocía la estrecha vinculación de Warne con Eric Nightingale en el proyecto original de Utopía, y cómo, después del fallecimiento de Nightingale, los ejecutivos encargados de acabar la construcción del parque lo habían apartado. Incluso conocía los cotilleos la relación entre Warne y Sarah Boatwright en Carnegie-Mellon; cómo sus controvertidas teorías sobre el aprendizaje de las máquinas no estaban dando los frutos prometidos; cómo la compañía que había fundado después de abandonar Carnegie-Mellon había quebrado, víctima de la caída de las empresas de Internet. Por supuesto, no todos los rumores que corrían por Utopía era acertados; pero, si este último lo era, entonces más razones para lamentar lo que le esperaba ese día. Se apartó de las rejas.
—Vamos. Solo nos faltan setenta y un escalones. Una vez los conté.
Este tramo de escalera era muy empinado y estaba cubierto. No había ventanas, y la iluminación la daban los tubos fluorescentes en el techo.
—Ya casi estamos —dijo con voz jadeante Teresa, que se ayudaba a subir con el pasamanos.
La pendiente disminuyó poco a poco. Teresa pasó primera por una curva cerrada, salió a otro rellano y se apartó al tiempo que le hacía un gesto a Georgia para que se pusiera a su lado. La observó mientras se acercaba y después se detenía bruscamente, dominada por el asombro.
—Sujétate bien fuerte a la balaustrada. —Teresa sonrió al ver su expresión—. Se tarda un poco en acomodarse. Cierra los ojos un momento. A veces ayuda.
Se encontraban en una plataforma de observación, debajo mismo de la cúpula de cristal de Utopía. Abajo, más allá de un panel de cristal que solo permitía ver en un sentido, se extendía todo el parque. Se veía la nítida recta del Nexo que cruzaba por el centro. A cada lado, como las mitades de un pomelo, estaban los Mundos; cada uno con sus propios colores y formas, absolutamente diferentes los unos de los otros. Calisto, el futurista puerto espacial, visto desde esa altura parecía una fotografía en blanco y negro; Luz de Gas estaba envuelto en la bruma; Paseo era pura luz y colores pastel. Había gente por todas partes, personas que caminaban por los bulevares y las aceras, que hacían cola, tomaban fotografías, consultaban planos, hablaban con los actores, comían, bebían, reían y gritaban. Era como ver un plano animado del parque. Pero era mucho más; porque, desde esa altura, se descubría con todo detalle la compleja maquinaria secreta que ningún visitante llegaba a ver: las entradas y salidas ocultas, los falsos frentes de los edificios, los coches eléctricos, los decorados, los equipos y el laberinto de pasillos disimulados detrás de las paredes y las fachadas.
Teresa le señaló a un trabajador que, con una radio en la mano, trotaba por un angosto pasillo situado casi directamente debajo de ellas.
—No hagas caso de la gente que se mueve entre bambalinas —dijo con un tono risueño—.
Bueno, ¿qué te parece?
—Es impresionante —afirmó Georgia, con los ojos brillantes ante el magnífico espectáculo que se extendía a sus pies.
De pronto, señaló—: ¡Mira! Allí está el Expreso de Brighton. Subimos esta mañana. Y la Máquina de los Alaridos. No sabía que estaban tan cerca uno de otra.
—Es parte del diseño del parque —le explicó Teresa—. Se pone la salida de una atracción cerca de la entrada de la otra.