Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
Alfredo Goyeneche se montó en su automóvil, un Mercedes, el 16 de marzo de 2002 y puso rumbo a Vitoria, donde iba a presenciar la final de la Copa del Rey de baloncesto. Era un día de perros. Parecía el Diluvio Universal. El coche del presidente del COE enfiló la N-1 en dirección a la capital vasca, una ciudad que vive por y para el baloncesto. A la altura de Pancorbo la situación empeoró aún más si cabe, el Mercedes empezó a hacer extraños, el control se le fue de las manos al chófer de Goyeneche y, finalmente, realizó un
aquaplaning
que provocó que el pesado automóvil (dos toneladas) terminase dando varias vueltas de campana. El presidente del COE, que ocupaba el asiento trasero, salió despedido y falleció en el acto. Su jefe de prensa, Antonio Bustillo, que viajaba a su vera, sufrió múltiples contusiones pero salvó la vida, y su conductor resultó ileso.
Por tercera vez consecutiva, el vicepresidente heredaba interinamente el poder en el olimpismo español por el inesperado fallecimiento de su presidente. Las elecciones celebradas un par de meses después le legitimaron en el cargo, al vencer en las urnas al único oponente que le salió al paso, el catalán Alejandro Soler-Cabot, presidente de la Federación de Pentatlón Moderno.
José María Echevarría, buena gente donde la haya, tuvo que convivir con el «problema Urdangarin». «Lo asciendo, no lo asciendo, lo asciendo, no lo asciendo». El vasco que había sucedido a otro vasco al frente del COE deshojó la margarita durante veintiún meses. Había presiones, bastantes presiones, para aupar al marido de la infanta Cristina a un puesto de más fuste en el seno de la institución. El objetivo no declarado era que el yernísimo acabase heredando a un Echevarría que por edad podía ser su padre.
Por bonhomía, porque creía en él, porque cedió a las presiones, fuera por lo que fuese, lo cierto es que José María Echevarría acabó proponiendo a Iñaki Urdangarin como vicepresidente primero del COE, cargo que fue refrendado, como no podía ser de otra manera, por unanimidad. Creyéndose fuerte, un
agradecido
duque de Palma fue acondicionando el terreno para hacer la cama al hombre que había confiado en él en contra de no pocas opiniones que consideraban «un escándalo» su entrada por la puerta grande y sin haber hecho la mili federativa como todos los demás.
Txiki empezó su labor de zapa con Alejandro Blanco, actual número uno del COE, que por aquel entonces ocupaba la presidencia de una de las federaciones con mayor número de asociados, la de judo. Ese puesto interesaba más bien poco a nuestro protagonista, porque era un voto; sus anhelos se dirigían más bien al otro cargo que ostentaba el orensano Blanco, el de presidente de la Confederación de Federaciones Deportivas Españolas (COFEDE), la patronal de las federaciones olímpicas. Blanco, cinturón negro de judo sexto dan, era una suerte de contrapoder al presidente del COE: para que todo el mundo lo entienda, el hombre que más mandaba en nuestro olimpismo, después de Echevarría, naturalmente. Y a por él que se lanzó el presidente de Nóos:
—¿Qué tal, Alejandro? ¿Cómo estás? —saludó el exjugador de balonmano al judoka a la vuelta de la Navidad de 2004, ya en los inicios de 2005.
—Encantado de verte, Iñaki —le contestó un Alejandro Blanco que transformó su afición, el judo, en su profesión, en su razón de ser, aparcando de por vida su licenciatura en Ciencias Físicas.
—Verás, Alejandro, venía a verte porque quiero que me eches una mano. Tengo in mente hacer carrera en el COE, quiero ser presidente, y me gustaría que me guiases en el camino —reflexionó en voz alta, y un tanto pomposamente, el hijo político de los reyes de España.
—¿Y qué puedo hacer exactamente por ti? —Blanco respondió a la pregunta con otra pregunta, dado el galleguismo que practicaba su interlocutor con él, que precisamente es gallego.
—Como tú eres el jefe de la COFEDE me gustaría que montases una serie de reuniones con los presidentes de las federaciones más importantes —concretó Txiki.
—Yo te apoyaré, pero siempre y cuando se cumplan dos condiciones —le retó Blanco.
—Tú dirás.
—Que dejes tus negocios privados, porque son incompatibles con la presidencia del COE, y que esto no sea hereditario, en fin, ya me entiendes, que te comprometas a que no te suceda ningún otro miembro de la familia real —precisó el jefe de la federación de federaciones.
—Tienes mi palabra. Yo estaré nada más que dos mandatos, tienes mi palabra también en el sentido de que no me heredará nadie de la familia y, por supuesto, abandonaré mis negocios —prometió el aspirante a la sucesión en el COE—. ¡Ah!, se me olvidaba. Si dejo mi actividad privada me tendréis que aprobar un sueldo —aclaró ante un Blanco que dijo amén al confiar en sus buenas intenciones.
Alejandro Blanco se puso manos a la obra e hizo realidad los deseos de Iñaki Urdangarin casi en tiempo récord. Le montó la primera reunión en febrero de 2005. El duque de Palma se mostró un tanto prepotente, como si la casa olímpica española fuera suya. El eterno presidente de la Federación Española de Atletismo, José María Odriozola, un hombre próximo al PSOE cuyo hermano fue la mano derecha de Jaime Lissavetzky en la Secretaría de Estado para el Deporte, le salió respondón. Casi todos los demás callaron y, consecuentemente, otorgaron. Casi todos… porque tanto el gerifalte de la natación española, Rafael Blanco, como el del motociclismo, Juan Álvarez, propusieron de inmediato una modificación urgente de los estatutos del COE para hacer incompatible el cargo de presidente con negocios deportivos. Se trataba de impedir un potencial conflicto de intereses. Fueron los primeros que se atrevieron a poner negro sobre blanco unas actividades, las de Iñaki Urdangarin, que empezaban a ser la comidilla de la sociedad civil por su turbiedad.
—Urdangarin mantiene relaciones directas e indirectas con empresas susceptibles de recibir fondos públicos y de federaciones —advirtieron al unísono un Rafael Blanco y un Juan Álvarez a los que habría que adjudicar por decreto la condición de visionarios, además de la de pioneros en la denuncia de los tejemanejes ducales.
La segunda cita se celebró meses después.
Tras los abrazos, los parabienes y las sonrisas de rigor, Alejandro Blanco empezó a introducir a su ilustre invitado.
—Os he convocado a todos vosotros porque Iñaki [en las alturas olímpicas nadie le hablaba de usted ni nada por el estilo] quiere contaros sus planes —afirmó a modo de prólogo el convocante del encuentro. Luego Blanco puso el toro en suerte al
maestro
Urdangarin—: Iñaki, es tu turno.
—Muchas gracias, Alejandro, por darme esta oportunidad. Lo primero que quería deciros es que yo no he venido al COE para ser vicepresidente.
Esta afirmación del duque de Palma constituía toda una provocación a personas que llevaban toda la vida en el mundo federativo y hubieran dado un brazo u otra extremidad del cuerpo por disfrutar de la oportunidad de ser vicepresidente primero del COE con tanta facilidad como él. No había terminado su primera frase cuando disparó la perla de las perlas, una frase que acabaría automáticamente con sus sueños de poder olímpico, una fanfarronada insuperable:
—Que sepáis que yo he venido aquí para ser presidente del COE y presidente del COI [Comité Olímpico Internacional]. Os pido vuestro apoyo y vuestra colaboración en este proyecto personal —puntualizó ante las caras de estupefacción de los presentes, que no sabían si estaban ante un iluminado, un osado, un extraterrestre, un lunático, un ADN no muy espabilado, o las cinco cosas a la vez—. Me voy a presentar a las elecciones a la presidencia del COE y quiero vuestro apoyo —sentenció.
Hablaron casi todos. El último en terciar fue el bravo Gerardo Pombo, mandamás de una federación, la de vela, muy unida a la familia política del rubio jugador de balonmano que tenían delante. El hermano pequeño del superabogado Fernando Pombo, fundador del bufete Gómez-Acebo y Pombo, un santanderino que tiene por costumbre ir de frente, se expresó en términos durísimos:
—Iñaki, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro, Gerardo.
—¿Sabe Echevarría, es decir, tu presidente, que estás aquí? Porque, si no, lo que estás haciendo es de una deslealtad intolerable.
—No, no lo sabe —reconoció el aspirante a presidente del COI instantes antes de enmudecer.
Los epítetos que salieron de las boquitas presidenciales al concluir la reunión son irreproducibles.
Al día siguiente, enterado ya de la felonía, José María Echevarría cogió el móvil y tecleó el número de Alejandro Blanco. Le dijo de todo y por su orden. Educadamente, eso sí. Al otro lado del hilo telefónico, el presidente de la COFEDE aguantó el chaparrón como pudo y aguardó a que Echevarría se calmara. Concluida la bronca, el físico orensano le explicó que él no le había puenteado o traicionado.
—José María, te recuerdo que el que ha pedido la reunión, el que me ha instado a convocarla es tu vicepresidente primero. Yo sobreentendía que tú estabas al corriente. Si alguien ha traicionado a alguien es Iñaki a ti.
—No me había dicho nada, ¡es un sinvergüenza, un sinvergüenza! —Muy enfadado debía de estar Echevarría, que es un santo varón y un hombre de maneras y educación impecables, para reaccionar con semejante virulencia verbal—. Tienes toda la razón, perdóname Alejandro, tú no tienes la culpa.
Tras aquella reunión, que le generó el veto unánime de los presidentes de federaciones y la llamada de un José María Echevarría que le puso la cruz, entendió que sus delirios de ocupar el despacho de presidente del COI a orillas del lago Leman, en la ciudad de Lausana, habían terminado antes de empezar. Vamos, que nunca sería el Papa del deporte. Como tampoco se consumaría su algo más realista fantasía de hacerse con las llaves del despacho más grande de la sede olímpica en la capitalina calle de Arequipa. Si no era esto último jamás sería lo primero.
Los que pensaron que el exlateral del Barça se quedaría de brazos cruzados se equivocaban de medio a medio. Si no podía ser presidente en persona, lo sería por persona interpuesta. La candidatura apadrinada por el personaje se empezó a fraguar en el Airbus 340 que traía de vuelta a la expedición madrileña que acudió en julio de 2005 a Singapur a intentar traer los Juegos Olímpicos de 2012. Las caras entre los pasajeros eran todo un poema tras caer derrotados ante Londres. El presidente del PP, Mariano Rajoy, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, el futbolista Raúl, Florentino Pérez, Enrique Cerezo, Arancha Sánchez-Vicario, Miguel Indurain… todos estaban desolados. «Se ha tenido tan cerca», se lamentaban.
En la parte
business
del avión se hizo un corrillo que lideraban Mercedes Coghen, medalla de oro en hockey hierba en Barcelona 92 y licenciada en Derecho, y Juan Antonio Samaranch júnior, CEO (
chief executive officer
, director ejecutivo) de la reputada empresa de finanzas GBS e integrante de la ejecutiva del Comité Olímpico Internacional. Pronto, todos los cuellos se giraron al invitado estrella y se hizo un breve silencio a la espera de saber qué decía. Era, obviamente, Iñaki Urdangarin. Allí, a los ojos de los doscientos pasajeros restantes, se empezó a gestar la candidatura para intentar el asalto a la presidencia del COE.
Comoquiera que, antes de que nadie le preguntase, el inteligente Samaranch se autodescartó, hubo unanimidad al coincidir en que la candidata idónea era Mercedes Coghen. Una mujer por aquel entonces de cuarenta y tres años, políglota, empresaria, suficientemente preparada y, para redondear el perfil, campeona olímpica. No se podía pedir más. El cerebro de aquel aquelarre público y notorio era el hombre que se había quedado con las ganas: Iñaki Urdangarin. Para rematar la jugada, el director general de Deportes del Gobierno, Rafael Blanco, bendijo el movimiento
mercedista
. Lo que es tanto como decir que la monarquía y el gobierno respaldaban a la exjugadora de hockey hierba.
José María Echevarría convocó las elecciones a la presidencia para el 29 de septiembre de 2005. Él se autodescartó e intentó mantener una imparcialidad absoluta. Desde el punto de vista genético, social, seguramente estaba muy próximo a los Coghen, Samaranch y cía. Pero, aunque había perdonado el feo urdangarinesco, no lo había olvidado. No se opuso por acción pero sí por omisión.
«Da un paso al frente y preséntate. No podemos permitir que los nobles sigan mandando como si esto fuera su cortijo. Hay que democratizar la institución», imploraban a Alejandro Blanco sus colegas federativos. Hubo otro que fue más allá al argumentar la necesidad de que le echase narices al tema: «Si no lo haces, si no los paramos, el marido de la infanta se servirá de esta casa para sus negocietes. Corremos el riesgo de asestarle un golpe mortal a la institución». Alejandro Blanco recibió tantas presiones de los antiurdangarinistas que no le quedó otra que dar el paso adelante que le reclamaban los plebeyos del olimpismo.
Los comicios se celebraron el viernes 29 de septiembre. Fueron una revolución. Para empezar, porque en un siglo de historia jamás había habido dos contendientes. Y para terminar, porque por primera vez en la historia un plebeyo, un ciudadano sin padrinos de uno u otro signo, mandaría en el máximo órgano representativo del olimpismo en España. En los años veinte y treinta del siglo pasado, para ser presidente del COE tenías que ser príncipe, duque, marqués o conde. Luego, durante la oscura noche de la dictadura, el cargo lo detentaba sistemáticamente el delegado nacional de Educación Física y Deportes. Una responsabilidad llevaba aparejada automáticamente la otra. Ya en democracia, y tras la excepción de los primeros años socialistas, se restituyó la tradición de reservar la poltrona a la nobleza. Y como diría aquel, cuanto más título, mejor. Alejandro Blanco rompió esta no muy democrática tradición al vencer por diecisiete votos a Mercedes Coghen, en una carrera en la que hubo presiones de todos los colores y de todos los tamaños. Por vez primera en un siglo estaría al frente del COE un personaje ajeno al poder político o social, un hombre de la calle, en definitiva. La perdedora habría sido una buena presidenta, como fue una más que aceptable consejera delegada de Madrid 2016, pero, en contra de lo que pudiera parecer inicialmente, Urdangarin era un lastre, no una ventaja.
Varapalo sobre varapalo, el maridísimo y yernísimo estaba desolado. Su fantasiosa pretensión de ser el nuevo Samaranch había degenerado en gatillazo. La impotencia condujo a la depresión a un duque de Palma que optó por sacar bandera blanca. Se largó del COE a la francesa, sin avisar, el mismo día en que su candidata, Mercedes Coghen, caía derrotada frente al intruso Blanco. Es decir, el 29-S de 2005. Una vez más, las formas no eran precisamente las más exquisitas.