Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
El canal bullía como si fuera el primer día y la plana mayor de IB3 comenzó a salir de pronto a la entrada principal. La directora general del ente público, María Umbert, que había sido jefa de Gabinete del presidente Matas, se colocó en primera fila al borde de la escalinata. Aguardaba impaciente, con su tez morena y sus impactantes ojos, buscando con su mirada en el horizonte. El resto de responsables del canal se situó a ambos lado de la máxima responsable, como si conformaran la recepción de una gran autoridad.
De pronto, un vehículo estacionó a los pies de la escalera y de su interior salió el duque de Palma, que con una zancada se puso al nivel de los directivos que le aguardaban. Iñaki Urdangarin pisaba por primera vez la cadena de televisión naciente y se disponía a ser interrogado por Schwartz, que le había pedido personalmente el favor de que asistiera a su programa, bautizado como
Schwartz & Co
. Su presencia entrañaba un alto valor simbólico. Suponía un respaldo implícito a la nueva televisión, como duque de Palma y miembro de la familia real, y con este gesto devolvía en parte el buen trato recibido por el gobierno de Matas al encomendarle la gestión del equipo ciclista. Ambas partes habían establecido una relación de interés mutuo, en el que cada uno tenía que poner algo de su parte.
Los saludos de rigor desembocaron en una carrera en línea recta por el pasillo principal, del que parten el resto de pasadizos y escaleras. La arteria que recorre el canal está jalonada por retratos de las estrellas de la cadena y lleva a unas amplias salas de maquillaje, en las que los juegos de espejos multiplicaron inesperadamente la imagen de Iñaki Urdangarin, que en un instante pasó a inundar la estancia. Bromeó con las maquilladoras y tras unos rápidos retoques se sentó frente al entrevistador en el plató principal, que había sido dispuesto para la ocasión. Las gradas estaban atestadas de público y las luces cegadoras de los focos abrasaban en las postrimerías del verano.
El duque de Palma estaba visiblemente nervioso. Esquivaba las miradas e intentaba calmarse apretando con fuerza los puños y entrelazando de manera obsesiva las manos. Evitaba distraer la vista entre el público y buscaba ansioso una sonrisa cómplice de Schwartz, algún gesto que le tranquilizara.
Pese a que le había remarcado que no habría sobresaltos, sabía que le interrogaría por algo por lo que nunca hasta entonces le habían preguntado. Solo le había avanzado que hablaría de su vida personal y profesional en un tono amistoso. Pero bastó ese avance para que se intranquilizara.
Tras un breve vídeo de presentación, el diplomático nacido en Ginebra se inclinó levemente hacia atrás en su silla hasta vencer el respaldo haciendo un ángulo de casi 180 grados. Con la chaqueta abierta y sin perder de vista al invitado, se dispuso a formular a Urdangarin la primera cuestión de la primera entrevista de este tipo que había concedido el marido de la infanta Cristina prácticamente desde su enlace. El duque de Palma no se había prodigado nunca en los medios, se había limitado a responder a las preguntas relacionadas con su actividad deportiva, y había seguido firmemente la consigna de la Casa del Rey de medir cada una de sus intervenciones en público sin salirse un milímetro de los discursos que le confeccionaba el personal de palacio.
Pero en este caso se trataba de una entrevista amable, planteada por una persona que siempre había mantenido buena relación con la familia real y encajaba a la perfección con su nueva estrategia empresarial. No había riesgo de que le fuera tendida ninguna trampa y había sido planteada para su lucimiento personal y profesional. Nada, por lo tanto, había que temer al respecto. Sin embargo, algo le reconcomía por dentro.
Urdangarin había conversado previamente con Diego Torres largo y tendido y se habían convencido el uno al otro de la necesidad de que poco a poco fuera calando en la sociedad española su nuevo rol de presidente del Grupo Nóos y su nueva faceta de especialista en responsabilidad social corporativa, patrocinios y mecenazgo. Así sería mucho más sencilla la captación de clientes, se concienciaron. Los empresarios y la clase política en su conjunto debían saber que el marido de la infanta Cristina tenía una nueva ocupación. Altruista, desinteresada y muy activa. La entrevista tenía como escenario una televisión autonómica, pero su contenido sería inmediatamente rebotado por el resto de medios. Era una buena plataforma para empezar. Por lo tanto, adelante. No había que pensárselo dos veces.
El diplomático, al que le brillaban sus ojos claros por la oportunidad que tenía ante sí, se cercioró de que Urdangarin aguardaba impaciente su primera pregunta y disparó a bocajarro. Eludió los prolegómenos y fue directo al grano.
—¿Cómo lleva usted eso de ser duque de Palma?
Era una pregunta fácil, para romper el hielo. El exjugador de balonmano evitó en todo momento sostener la mirada a Schwartz y la fijó obsesivamente en la amplia mesa de color blanco sobre la que se desarrolló la entrevista. Apretó los puños como si fuera a golpear a su interlocutor y sin levantar la vista, replicó titubeante:
—Yo creo que bien, quizá no soy la persona más idónea para juzgar esto. Quizá los españoles tengan que juzgarlo con más criterio. Hace prácticamente ocho años que me casé con la infanta Cristina e intento hacer las cosas que me exige el guion. Principalmente creo que debo atender a todas las solicitudes que desde la Casa Real nos solicitan y, sobre todo, como consorte de la infanta Cristina debo apoyar al máximo su labor.
Salvado el primer lance, cogió aire y, sin esperar a la siguiente cuestión, tomó la iniciativa. Reveló por primera vez la necesidad de justificarse públicamente. Sin que nadie se lo pidiera. La idea partió de él como si llevara tiempo esperando poder hacerlo.
—Sobre todo debo desarrollar mi vida personal, mi vida particular y mi vida laboral, a la que dedico la mayor parte del tiempo.
Schwartz recogió el guante. Le interrumpió y no le dejó seguir. Antes de que el duque de Palma cambiara de tema, el escritor centró la conversación en dirección a aclarar a qué dedicaba Urdangarin su tiempo. El presentador estaba rumiando en su interior cómo abordar este extremo, pero se lo acababa de poner en bandeja. Su quehacer diario se había convertido en una gran incógnita en la sociedad española y había provocado todo tipo de habladurías después de trascender públicamente la compra del palacete de Pedralbes. Nadie comprendía cómo el yerno del rey podía afrontar semejante inversión sin tener oficio ni beneficio conocido. Era la parte más morbosa y, sin duda, la más interesante de cuantas le podía plantear.
—Yo estoy convencido de que una inmensa mayoría de los que nos están viendo en estos momentos piensa que eso de ser yerno del rey y duque de Palma es una gozada y no se pega ni sello…
—¿Se pega sello o no se pega sello? —volvió a la carga Schwartz en un tono intencionadamente conciliador.
—Se pegan muchos sellos y, sobre todo, cuando se tienen cuatro hijos, se tienen que pegar
muuuchos
sellos —contestó alargando hasta el infinito su respuesta indolente.
Sabedor de que había llevado al duque de Palma a su terreno y de que este había aceptado de buen grado entrar en materia, el conductor del programa siguió adelante. Sin abandonar el tono informal que le caracteriza, dio un paso más, formulando la pregunta que en ese momento la audiencia en su conjunto se hacía y a la que nadie hallaba todavía respuesta.
—O sea, que ustedes viven de su trabajo… ¡Santo cielo! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. Pero, usted, ¿en qué trabaja? Se ha dicho y se ha publicado que ha creado una empresa al estilo de la que hizo Jorge Valdano en su momento, alta competición más dirección de empresas…
Urdangarin tragó saliva, sabedor de que todo lo que dijera a partir de ese momento sería analizado con lupa y podía ser empleado en su contra. Tenía la lección bien aprendida, la había consensuado con su socio y la soltó casi de corrido. Retiró la mirada de Schwartz para no perder la concentración y empezó a hablar con tono de opositor, con la cabeza gacha.
—Bueno, no, específicamente no es eso. Yo presido durante la mayor parte de mi tiempo laboral un instituto de investigación que se dedica a realizar proyectos en el área de la empresa en un campo muy concreto que es el patrocinio, el mecenazgo y la responsabilidad social corporativa. Asesoramos a empresas o a instituciones que quieran alinear con su estrategia de negocio todo el dinero que den a patrocinio, mecenazgo y responsabilidad social.
Parecía que estaba leyendo el objeto social de las sociedades que acababa de crear con Diego Torres. Pero no se contentó solo con eso. Como si algo le removiera con fuerza la conciencia, quiso añadir algo más mientras el conductor del espacio le dejaba que se explayara a gusto. Quería dejar claro un último extremo.
—Intento ser duque de Palma todas las horas del día, es un título que se lleva cada día que uno se levanta. Como en todo, hay que intentar ser una persona íntegra en todos los aspectos de la vida.
La entrevista concluyó con esta reflexión, que pasó inadvertida, y derivó en una charla amistosa con la actriz Belén Rueda, que se incorporó al plató y se topó con un duque de Palma desconocido. Salvado ya el trago más incómodo, Urdangarin se relajó y empezó a coquetear en directo, picantón él, pasando directamente del desenfado a la desinhibición. El duque de Palma le preguntó a la actriz si le podía facilitar algún trabajo de «altura» en el mundo del cine o, ya puestos, «de bajura», desatando una carcajada forzada. Pero tras los devaneos cómicos del duque de Palma comenzaron a latir sus últimas frases aisladas, pronunciadas sin venir a cuento, en las que aludía con especial énfasis a su «integridad en todos los aspectos de la vida». Fueron unas palabras pronunciadas aparentemente al azar, pero que rebotaban con fuerza en las paredes del estudio y en la mente de los que lo conocen bien.
Nadie le había planteado ese dilema, pero, de pronto, le traicionó el subconsciente. Desveló sin quererlo, en una entrevista inofensiva, que le preocupaba el trasfondo de lo que estaba llevando a cabo. Sabedor de lo que se cocinaba ya en la trastienda del Instituto Nóos, cuya maquinaria empezaba a entrar en ebullición y desplegaba su actuación en todos los ámbitos y establecía contactos con todas las empresas posibles, y no respetando la legalidad precisamente, se le escapó que le incomodaba la ética de sus actividades. Casi nadie se dio cuenta, pero lo hizo constar en acta a su manera.
Deslumbrado por los focos y atenazado por los nervios, que le envolvieron pronto en sudor pegajoso, recordó fugazmente sus últimos contactos empresariales. Y le vino abruptamente a la mente la imagen del cantante Teddy Bautista, al que había abordado hacía no mucho tiempo, y la mantenía viva en su memoria. Ordenó llamar con insistencia a la Sociedad General de Autores que presidía y provocó la visita de Bautista a las oficinas de Nóos en Barcelona. El presidente de la SGAE acudió a ciegas, sin tener excesivas referencias de esta entidad. Había consensuado con el resto de sus consejeros que debían cambiar radicalmente el gabinete de comunicación de la entidad para proyectar una imagen distinta. Le habían hablado fugazmente de Nóos, refiriéndole que estaba dirigida por personalidades importantes de Barcelona, y allá que se fue a escuchar sus propuestas en lo que terminaría siendo una encerrona en toda regla.
Bautista regresó a Madrid excitado por la experiencia y escogió una de las reuniones previas a los consejos de dirección de la entidad para relatar, con pelos y señales, lo que había vivido. En un ambiente informal, en el que los representantes de los artistas aprovechan para departir las cuestiones que iban a abordar a continuación, el presidente sorprendió a todos con el relato de su viaje a la Ciudad Condal.
—Os tengo que contar lo que me ha pasado —apuntó enigmático—. Como sabéis, llevamos tiempo dándole vueltas a la contratación de una empresa para que nos ayude a mejorar la imagen de la SGAE y, entre las ofertas que hemos recibido, llegó una de Barcelona. La firmaba el Instituto Nóos y he ido a escuchar su propuesta. No os lo vais a creer, pero cuando estoy allí y me están explicando sus planes para la SGAE, me dicen que el presidente de la entidad tiene muchas ganas de conocerme y me pasan a un despacho.
El resto de consejeros escuchaba con atención el relato de Bautista, que había conseguido crear una expectación por la identidad del máximo responsable que aquella institución de extraño nombre.
—Me pasan al despacho y me encuentro de frente con Iñaki Urdangarin, que me saluda como si me conociese de toda la vida. ¡Hasta me dijo que se acordaba de mi música!
Entre los presentes se encontraba el cantante Ramón Márquez, más conocido como
Ramoncín
, consejero de la SGAE, que no se pudo contener y saltó como un resorte, resonando sus palabras con fuerza en el Palacio de Longoria.
—¡No me jodas, Teddy! Pero si cuando tú cantabas Urdangarin ni siquiera había nacido.
—Bueno, pues me dijo que tenía muchas ganas de conocerme —añadió, presumido, el canario—. Me contó sus proyectos para relanzar la imagen de la SGAE. Deberíamos pensarlo, porque puede ser una buena idea.
—Vamos, hombre. ¿Al yerno del rey? Ni de coña —replicó Ramoncín, que todavía no se acababa de creer lo que estaba escuchando y al que su intuición le indicó que aquello podía terminar como terminó, como el rosario de la aurora—. ¡Pero si aquí somos todos republicanos! Conmigo no cuentes, Teddy.
A la rotunda oposición de Ramoncín se incorporó el escepticismo del cantante Víctor Manuel, del cineasta José Luis Cuerda y de otros representantes de la entidad como José Nieto o Claudio Prieto.
—Fijaos si está enterado, que sabía que habíamos propuesto al rey ser nuestro presidente de honor —prosiguió Bautista—. Me ha dicho que conocía de primera mano que se lo habíamos planteado a su suegro y que nos había dicho que no. Me ha dicho que si establecemos una relación de colaboración con el Instituto Nóos, todo será más fácil con la Casa Real y que se compromete a hacernos la gestión con el rey o con su cuñado para que se impliquen con la SGAE.
La descripción adquiría un tono cada vez más solemne y silenció de golpe las bromas y las críticas iniciales.
—Ya sabéis que mi idea al frente de esta entidad es que, tengamos la ideología que tengamos, debemos velar por los intereses de la SGAE y para nosotros sería muy importante que el rey o el príncipe fueran nuestros presidentes de honor y vinieran a visitar el Palacio de Longoria, porque nunca han estado.