Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (12 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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El pelotacito en la ciudad complutense le condujo a él y a Diego Torres a una conclusión: «Esto va como un tiro, todo el mundo nos dice que sí, tenemos que dedicarnos
full time
a Nóos». Y se dedicaron
full time
a una suerte de ONG más falsa que Judas.

La escopeta
urdangarinesca
enfocó el punto de mira más allá del Canal de Valencia. En concreto a la comunidad autónoma que presidía Francisco Camps, el dirigente popular, el hombre que sustentó en el trono a Mariano Rajoy, el delfín que tuvo que dimitir por una docena de trajes.

—Nos han recomendado que nos dirijamos a la Generalitat valenciana. Es buena idea, la comunidad va como un tiro, tienen pasta para aburrir y dicen que Camps es fácilmente entrable —comentó Urdangarin.

—Me parece muy buena idea. Hay que ponerse en marcha ya, tío —replicó el menorquín, uno de los pocos habitantes del planeta Tierra que no trataba al duque de «usted» o de «excelentísimo señor». El cinco veces imputado goza de este privilegio en virtud de su matrimonio con una infanta de España. Claro que también se dio el caso de quien, queriendo ser más papista que el Papa, trataba al plebeyo Urdangarin de «señor» y le hablaba en tercera persona, como si del mismísimo rey o del propio príncipe se tratara. Cosas de una España en la que hay dos deportes nacionales: la envidia y la adulación babosa.

Todos los caminos conducían a Valencia. La comunidad que Eduardo Zaplana metió en la primera división nacional a golpe de talonario e imaginación era el niño en el bautizo, el novio en la boda y el muerto en el entierro. Estaba en todos los líos y en todas partes. Al nuevo presidente, Francisco Camps, se le metió entre ceja y ceja en 2003 optar a la organización de la siguiente Copa América de Vela. Uno de los grandes acontecimientos deportivos mundiales que en el mundo
wasp
anglosajón tienen un seguimiento no muy inferior al de una final de la Superbowl estadounidense y similar al de la gran fiesta de la NBA, el All Star Game.

Baleares, Valencia y Murcia eran como las Trillizas de Julio Iglesias: la misma cosa dentro de diferentes cuerpos. La autonomía presidida por el personaje que cada elección lograba más votos que en la anterior, Ramón Luis Valcárcel, la que comandaba Camps y la que dirigía Matas desde hacía unos meses compartían objetivos y, consecuentemente, competían entre ellas. De la pelea por la carísima y no muy rentabilísima Copa América 2007 se apartó con buen criterio el presidente murciano, uno de los pocos
pata negra
de verdad en el seno de un partido, el PP, que se ha refundado en cinco o seis ocasiones.

Jaume Matas pisó fuerte el acelerador de la mano de lo más granado del empresariado balear, compuesto fundamentalmente por buena parte de los grandes hoteleros patrios (los Barceló, Escarrer, Riu, Fluxà y Piñero). Gabriel Barceló, el pionero de todos ellos, apadrinó el intento de asalto al reto que planteaba el
Alinghi
, vigente titular de la Copa América en 2003, tras imponerse a golpe de talonario a los grandes patrones estadounidenses y neozelandeses. La hazaña tiene tanto más mérito si tenemos presente que el
Alinghi
es un velero suizo, una nación que, como todo el mundo sabe, tiene maravillosos lagos pero ni una sola salida al mar. La más próxima, en la italiana Génova, está a 220 kilómetros. El
Alinghi
es propiedad del magnate suizo Ernesto Bertarelli, que había invertido 100 millones de euros en hacerse con el celebérrimo trofeo, la Jarra de las Cien Guineas. Al ser el vencedor de la edición 2003 le correspondían los derechos para organizar la de 2007. Vamos, que los 100 millones de euros fueron baratos, dado el dineral que con el tiempo ingresaría Valencia.

Al final quedaron tres candidatas: Palma, con su impresionante bahía y sus infraestructuras hoteleras y aéreas como gancho; Valencia, que tenía sobre todo dinero —o dinero a cargo de deuda, más bien— y la tan maravillosa como decadente Lisboa, la preferida de Russell Coutts, patrón del barco defensor, el
Alinghi
. El mejor regatista de todos los tiempos, el José Mourinho de los mares, una leyenda viva que gana 20 millones de dólares al año, prefería la capital portuguesa por sus vientos.

Comoquiera que los lisboetas no pusieron la tela encima de la mesa, al fin y al cabo la Copa América es un negocio, a la recta final arribaron solo dos corredores: Valencia y Palma. Jaume Matas tiró inexplicablemente la toalla antes de tiempo. Nadie en la sociedad civil balear ni en los despachos de los empresarios que le secundaban entendía nada. Él sostuvo públicamente que Bertarelli se había inclinado por la ciudad que preside Rita Barberá cuando, en realidad, Bertarelli no había dicho esta boca es mía. Privadamente quedó todo más claro:

—De arriba me han pedido que renuncie, que deje vía libre a Valencia —comentó a sus íntimos el condenado expresidente balear.

Quién o quiénes eran «los de arriba» es la cuestión que surge de inmediato. Hay versiones para todos los gustos, pero todo indica que era alguien de muy arriba, en ningún caso José María Aznar, a la sazón presidente del Gobierno.

And the winner is… Valencia
. Esta frase salió de la boca de Ernesto Bertarelli en noviembre de 2003. La Comunidad Valenciana en general y el Ayuntamiento de Valencia en particular estallaron de júbilo ante un evento que iba a ser la definitiva consolidación de la región que Camps pretendía convertir en «la California de Europa». «Vendrán cien megayates de todo el mundo, cientos de miles de personas, la Copa América nos va a poner en el mapa», sostenía la Generalitat en medio de una desmedida euforia.

Valencia se puso las pilas, pisó el acelerador y enfiló rumbo a 2007 con el rey de España y las grandes corporaciones nacionales como padrinos de uno de los acontecimientos deportivos más importantes del planeta. Al mismo tiempo, Ernesto Bertarelli, uno de los principales accionistas de UBS y al que Forbes adjudica una fortuna de 8.000 millones de euros, se convirtió en íntimo del rey, pese a los veintisiete años que les separan.

El suizo empezó a ser un asiduo de Zarzuela. Había química, mucha química, entre un regatista olímpico, como es el rey, y el armador más famoso de la historia. Al punto que don Juan Carlos aceptó presidir la inauguración de una ampliación de la fábrica que Serono, la farmacéutica de los Bertarelli —hoy día Merck-Serono—, posee en la localidad madrileña de Tres Cantos, en la zona pegada al Soto de Viñuelas. No se trataba, pues, de levantar el telón de la factoría, sino de una parte de la factoría. En concreto, del área destinada a la producción de gonadotropinas recombinantes, unas hormonas femeninas para el tratamiento de la infertilidad. La foto del momento, el 6 de julio de 2004, recoge a don Juan Carlos con Bertarelli, Esperanza Aguirre, la ministra de Ciencia y Tecnología, la efímera María Jesús San Segundo, y el delegado del Gobierno en Madrid de los albores de la era Zapatero, Constantino Méndez.

Don Juan Carlos despidió a María Jesús San Segundo y a Esperanza Aguirre y se llevó a Ernesto Bertarelli en su coche rumbo a Zarzuela. El monarca había convocado a almorzar al jefe de la Copa América, a Francisco Camps y a Rita Barberá.

El siempre simpático rey de España recibió con su expresividad habitual a la alcaldesa de Valencia y al presidente de la comunidad autónoma de moda.

—¿Qué tal, Rita? ¿Cómo estás, Paco?

—Bien, señor, encantados de estar aquí —contestó por los dos Francisco Camps, al tiempo que saludaban a Bertarelli, el tiburón de las finanzas con el que tendrían que lidiar los tres próximos años.

—Señor, la comida está preparada —informó al Jefe uno de sus ayudantes.

Y todos, incluido el jefe de la Casa del Rey, Alberto Aza, pasaron al comedor de Zarzuela. Entre vianda y vianda se fue perfilando el proyecto deportivo más ambicioso que España había acogido desde los Juegos Olímpicos de 1992. El ginebrino estaba encantado de la vida con la hospitalidad y con las facilidades que le estaban dando. No era para menos: Valencia había puesto encima de la mesa todo el dinero que había pedido, existía agilidad en el movimiento de la maquinaria legal y, por si fuera poco, el jefe del Estado estaba personalmente implicado en la aventura, lo cual significaba que saldría adelante sí o sí.

Al filo de las cinco menos cuarto de la tarde la comida tocaba a su fin. Se charlaba de cuestiones logísticas, de financiación, de cómo despejar tal o cual escollo. Lo normal. Cuando se aproximaba el momento de la despedida, don Juan Carlos sorprendió a dos de los presentes con una inesperada petición:

—Paco, Rita, si no os importa, id un momento con Alberto [Aza], que os quiere exponer un tema.

—Por supuesto, señor —contestaron al unísono el presidente y la alcaldesa segundos antes de desaparecer de la mano del diplomático asturiano que sustituyó a Fernando Almansa al frente de la Casa del Rey.

Cuál sería la sorpresa de los gerifaltes valencianos cuando se toparon en la estancia aledaña con Iñaki Urdangarin. Paco miró a Rita y Rita miró a Paco. Nadie dijo nada pero los dos cavilaron lo mismo: «¿Qué hace aquí?».

No les hizo falta mucho tiempo para deducir qué hacía «este» allí. Con su proverbial mano izquierda, que para eso es diplomático de carrera, Aza hizo de introductor de embajadores.

—Iñaki os va a contar el proyecto en el que está trabajando ahora, que es Nóos, un instituto sin ánimo de lucro, porque le gustaría hacer algo con vosotros.

El diplomático asturiano nacido en Tetuán calló y dio paso a un duque de Palma que llevaría el peso de la exposición el resto de la entrevista. Torres no dijo ni mu, salvo en un par de pasajes de la charla y para corregir educadamente a su jefe.

—Queremos organizar unos congresos para analizar el impacto de los grandes eventos en las ciudades. Y habíamos pensado que, una vez conseguida la Copa América, Valencia es el lugar ideal.

Camps y Rita Barberá dijeron amén. Sonó no a un amén de cortesía, sino más bien a un amén-amén, a que contaban con todas las bendiciones tanto del consistorio de la capital como del ocupante del bellísimo palacio gótico-renacentista que alberga la sede la Generalitat valenciana.

—Muy bien, lo analizamos y os decimos algo —apuntó Rita mientras Paco asentía con la cabeza. Los mandamases valencianos facilitaron sus respectivos móviles al dúo dinámico Urdangarin-Torres, se despidieron y se volvieron por donde habían venido.

La tramitación del proceso fue meteórica, la más rápida de la historia de la Comunidad Valenciana. Tanto la Generalitat como el Ayuntamiento se pusieron las pilas y en septiembre, esto es, dos meses después de la
espontánea
reunión en el interior del palacio que domina el Monte de El Pardo, ambas partes suscribieron el convenio. Al igual que luego sucedería con otras administraciones, se eligió esa figura jurídica que permite hacer con el dinero público lo que a uno le dé la gana, o casi. Un concurso hubiera obligado a abrir el proceso a otras ofertas, lo cual habría provocado la casi total derrota de Nóos, dada su nula experiencia. Nunca unos deseos administrativos se hicieron realidad en tan poco tiempo, máxime si nos atenemos a la parsimonia
burrocrática
que impera en este país.

Entre el Ayuntamiento y la Generalitat soltaron al yerno del rey cerca de 3,5 millones de euros, 580 millones de pesetas al cambio, por la organización de tres congresos (2004, 2005 y 2006) en los que se analizaría «el impacto de los eventos en las grandes ciudades». El derroche fue de los que hacen época. Sirva como ejemplo que, según el grupo municipal Compromís, la institución municipal apoquinó 1.480.000 euros a Urdangarin y su socio en 2004 solo «en concepto de desplazamiento y estancia de los participantes». Un millón cuatrocientos ochenta mil euros para desplazar y alojar a ciento y pico personas, la mayoría procedentes del resto de España, se antoja un dispendio cuando no una malversación de caudales públicos.

Tiempo después, Iñaki Urdangarin ya entraba en el Palau de la Generalitat como Pedro por su casa. Uno de los
consellers
de la época recuerda que se atrevió incluso a proponer una auténtica locura en forma de proyecto urbanístico: la construcción de un puerto deportivo en la Albufera. No es broma. Se desconoce cómo pretendía llevar a cabo su faraónico proyecto, toda vez que el mayor lago de España carece de salida directa al mar, salvo un pequeño canal provisto de las correspondientes esclusas. Tal vez pretendían aprovechar esa infraestructura para abrir una lengua mayor que comunicase el parque natural con el mar Mediterráneo a la altura de El Saler.

Pocas veces una comida fue tan fructífera para tan pocos. Don Juan Carlos se subía por las paredes cuando se enteró del resultado de las investigaciones de la Fiscalía Anticorrupción en el otoño-invierno de 2011. Ya en 2006 sospechó que su yerno le había engañado y le había utilizado. Fue al publicar
El Mundo
los primeros indicios del escándalo. El monarca, que jamás tuvo arte ni parte en Nóos, se había limitado a hacer el típico favor de suegro. Y el yerno se lo devolvió así, protagonizando un escándalo de incalculables consecuencias.

Capítulo 7

Los días de vino y rosas.

El Palacio de Marivent solo se intuye desde el exterior por el dispositivo policial que lo circunda durante los meses de verano. Agentes de la Policía Nacional, ataviados con su habitual indumentaria y refugiados bajo una sombrilla del implacable sol mallorquín, se sitúan estratégicamente a la entrada del complejo que hace las veces de residencia estival de la familia real.

Solo la presencia de los agentes denota que en su interior se esconde alguien importante porque en plena barriada de Cala Mayor, una de las más degradadas de Palma, en la que se concentra el turismo de menor nivel adquisitivo y buena parte de los sin papeles de la ciudad, un muro inexpugnable de piedra impide aventurar qué hay más allá del recinto amurallado. Solo desde los edificios de viviendas colindantes se advierte un tupido pinar y un camino adoquinado que se adentra en la maleza, salpicada por higueras, frutales y palmeras, en dirección a ninguna parte.

En el frontispicio de la puerta de acceso se puede leer, bajo un tejadillo y grabado en piedra de marés, «Marivent» —mar y viento—, que fue la denominación que le dio al recinto el pintor y mecenas de Alejandría (Egipto) Juan de Saridakis, que lo ordenó construir en 1923 bajo la supervisión del arquitecto mallorquín Guillem Forteza. La viuda de Saridakis, Anunciación Marconi, cedió el conjunto, presidido por el torreón del palacio principal que divisa la bahía de Illetas y observa desafiante a lo lejos el selecto puerto deportivo de Puerto Portals, a la Diputación de Baleares en 1966, que siete años más tarde lo cedió a los príncipes de España. Desde entonces se ha convertido en el fortín donde veranean don Juan Carlos y doña Sofía con sus hijos y sus nietos y que solo abre su imponente portón de entrada cuando entra o sale alguno de ellos. La reina se convirtió desde el primer momento en la anfitriona del complejo, recalcando que le recordaba al ateniense Palacio de Tatoi y que le encantaba el emplazamiento al considerarse «mediterránea e hija del Egeo» y recordando que durante el año lo que más añora es el mar.

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